Gonzalo León
Dentro de las ventajas que tiene vivir en Buenos Aires es que uno se puede enterar de cosas que de otra manera sería muy difícil. Desde hace unos años tenía curiosidad por comprar y ver de qué se trataba Borges, libros y lecturas (Ediciones Biblioteca Nacional), la increíble investigación que emprendieron Laura Rosato y Germán Álvarez hace más de diez años, y que en 2010 salió su primera edición. El asunto es simple: a fines de los 90 aparecieron en los fondos de la Biblioteca Nacional una veintena de ejemplares no sólo anotados por Borges, sino propiedad de Borges. ¿Cómo llegaron ahí?, era por esos años un misterio. La vicedirectora de la Biblioteca de ese entonces no supo bien qué hacer con ellos, y los guardó en un estante a la espera de tomar una decisión. Pero vino el 2001 y así como voló el Presidente De la Rúa así también volaron los directivos de esa institución. Pasado el tiempo, unos empleados se preguntaron qué eran exactamente esos ejemplares: ¿Era posible que hubiera más? ¿Era mentira entonces la acusación de un trabajador que dijo en 1971 que Borges hurtaba libros?
Estas interrogantes las empezaron a responder Rosato y Álvarez con la gestión de Horacio González, quien les encargó que vieran qué cantidad de ejemplares anotados había en los fondos de la Biblioteca para su posterior catalogación y puesta en valor. Los investigadores se sumergieron en los sótanos de la institución buscando ejemplares, pero no era una tarea sencilla, y a veces la pesquisa no rendía frutos. En 2005 cambió todo y fueron encontrando y encontrando hasta que a los años llegaron a la suma de 700. Borges donó de una u otra manera 700 libros y no le dijo a nadie, y eso que entre 1955 y 1973 fue director de la institución; un año antes de empezar su gestión un médico le había prohibido leer, por lo que durante el ejercicio del cargo no sólo no leyó y tuvo que recurrir a lectores (como su madre y el actual director de la Biblioteca, Alberto Manguel), sino que a la par de su ceguera fue creciendo su reconocimiento nacional y mundial. Cuando es obligado a jubilarse en 1973 Borges ya era famoso.
Hasta aquí no se explica del todo cómo llegaron a los fondos de la Biblioteca. Y es que es difícil imaginar a un Borges casi ciego recorriendo las librerías del microcentro de Buenos Aires, tocando las portadas de los libros, preguntando detalles de la impresión, como tipografía, año de publicación, y finalmente comprando. Luego su madre se los leía y él le dictaba algunas anotaciones, que eran puestas en las portadillas del libro, jamás invadía el corpus. La biblioteca personal de Borges, contrariamente a lo que se piensa, no es muy grande: en su departamento había, entre el dormitorio y el living, 1500 libros, por lo que la mayoría de las cosas que leía las regalaba. Y eso fue lo que hizo con muchos de los ejemplares que compró en esa época. La mayoría eran de autores ingleses, franceses y alemanes, y así como los leía en su lengua original los compraba en librerías especializadas en esas lenguas que antes existían. Ninguna de ellas, salvo la del Goethe, existe.
Desconozco si fueron Rosato y Álvarez o el director de aquel entonces quienes decidieron que la investigación debía publicarse como libro, sea como sea fue un gran acierto. Hoy se reedita Borges, libros y lecturas en un formato más grande, con reproducciones de mejor calidad, porque la gracia era que aparecieran imágenes nítidas con las anotaciones de Borges, dictadas o propias. Además está el estudio de los investigadores, en donde cuentan estas peripecias y cosas biográficas de Borges, entre las que está su participación en la revista Antinazi. Me tocó entrevistarlos y debo decir que son de esas personas que aman su trabajo. En ellos hay pasión, porque entienden que ayudaron a develar no sólo la biblioteca de Borges, que hoy se sabe más de su extensión, sino también porque confirmaron el poco apego que el autor del Aleph tenía hacia los libros. De ahí el título de la investigación: para Borges una cosa era el libro y otra la lectura. Algunas veces el objeto, el fetiche lo mantenía cerca, como es el caso de los títulos argentinos que ahora están en la casa museo de la Fundación Borges, y otras veces no necesitaba del objeto, pero siempre tenía la lectura.
Cuando pienso en este desapego observo mi biblioteca y no puedo menos que sentir pudor por tener casi mil libros en mi departamento. Lo que hasta hace poco, hasta Borges, libros y lectura era motivo de cierto y moderado orgullo, hoy ya no lo es tanto, y me cuestiono seriamente mi pretensión de haber querido comprar un librero más. Si hay algo más fetichista que el que colecciona libros es aquel que lo hace para exhibir su librero, que no es otra cosa más que un mueble. Puede que Borges haya creído que el pudor llamaba a no tener muchos libros. Y puede que yo sea lo suficientemente inseguro como para siempre estar queriendo demostrar que he leído. Y no hay vuelta, el que lee no necesita demostrar que lo ha leído exhibiendo un objeto. Lo que se exhibe es la lectura, que no sólo es intangible, sino que es invisible, de una invisibilidad peculiar porque se puede ver. Eso me enseñó este ciego llamado Borges, que este 24 de agosto hubiera cumplido 118 años.
*Publicado originalmente en Revista Punto Final y en el blog del autor (17/8/2017)
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