Miguel Sánchez-Ostiz
Me estaba acordando de una página para mí memorable de Thomas de Quincey en sus Confesiones de un inglés comedor de opio y de ahí me he ido a dar una vuelta por el cementerio de St Cuthberts, en Edimburgo, donde hay una lápida que le recuerda y muchos panteones tapizados de musgo con bajorrelieves muy bellos y otros destrozados o nido pavoroso de yonkis arracimados en sus penumbras, y las jaulas contra los ladrones de cadáveres arrancadas aquí y allá. Se veía que él lugar tenía una intensa vida nocturna, muy de muertos vivos. Jarreaba aquel día. Pero mejor que esos tenebros, esa página de De Quincey donde habla del invierno y de cómo pide a un imaginario pintor que le pinte una conversation piece sobre su biblioteca, y mientras afuera sopla el ventarrón del invierno y la lluvia azota los vidrios de la ventana, en la chimenea arde un buen fuego; hay varios miles de libros en las paredes... y «un litro de laúdano rojo como el rubí; eso y un libro de metafísica alemana, darán testimonio de que me encuentro en las inmediaciones». La realidad, como siempre, muy otra: las deudas, el huir de los acreedores, la pobreza, la husma de boticarios a la caza de su opio, la escritura alimenticia sobre todo y sobre nada, las rebuscadas extravagancias para protegerse del prójimo... Esa edición, de Barral Editores y 1975, tiene un prólogo excepcional del traductor, el peruano Luis Loayza que, cuando analiza la vida y obra de De Quincey, dice algo tremendo: «Todo quedó en colaboraciones para revistas y periódicos, es decir (pensaba De Quincey) en nada, y durante años le entristeció "el dolor de no ser lo que yo hubiera sido", que tantos hombres conocen» y algo más que invita a la reflexión en los malos tiempos: «... la delicadeza, la cortesía y el buen humor fueron en él virtudes heroicas y no simples modales de un mundo satisfecho y protegido».
*Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (14/11/2017)
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