Homero Carvalho Oliva
El
30 de octubre de 1520, Hernán Cortés (1485-1547) envió una segunda carta al
Emperador Carlos V, de España. En ella Cortés no puede evitar su asombro y
admiración por lo que veía en ese reino al que acababan de arribar y que muy
pronto habrían de destruir a pólvora, fuego, espada y sangre. Después de leer
esta carta uno se pregunta: ¿Quiénes eran los verdaderos salvajes? Dejemos que
sea el propio “conquistador” quien narre su conmoción ante tanta maravilla, en
el lenguaje propio de esa época:
"Enviada
a su sacra majestad del emperador nuestro señor, por el capitán general de la
Nueva España, llamado Cortés, en la cual hace relación de las tierras y
provincias sin cuento que ha descubierto nuevamente en el Yucatán del año de
diez y nueve a esta parte, y ha sometido a la corona real de Su Majestad. En
especial hace relación de una grandísima provincia muy rica, llamada Culúa, en la cual hay muy
grandes ciudades y de maravillosos edificios y de grandes tratos y riquezas,
entre las cuales hay una más maravillosa y rica que todas, llamada Tenustitlan,
que está, por maravilloso arte, edificada sobre una grande laguna; de la cual
ciudad y provincia es rey un grandísimo señor llamado Mutezuma; donde le
acaecieron al capitán y a los españoles espantosas cosas de oír. Cuenta
largamente del grandísimo señorío del dicho Mutezuma, y de sus ritos y
ceremonias y de cómo se sirven (...)”
"Porque
para dar cuenta, muy poderoso señor, a vuestra real excelencia, de la grandeza,
extrañas y maravillosas cosas de esta gran ciudad de Temixtitan, del señorío y
servicio de este Mutezuma, señor de ella, y de los ritos y costumbres que esta
gente tiene, y de la orden que en la gobernación, así de esta ciudad como de
las otras que eran de este señor, hay, sería menester mucho tiempo y ser muchos
relatores y muy expertos; no podré yo decir de cien partes una, de las que de
ellas se podrían decir, mas como pudiere diré algunas cosas de las que vi, que
aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán
creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos
con el entendimiento comprender. Pero puede vuestra majestad ser cierto que si alguna
falta en mi relación hubiere, que será antes por corto que por largo, así en
esto como en todo lo demás de que diere cuenta a vuestra alteza, porque me
parecía justo a mi príncipe y señor, decir muy claramente la verdad sin
interponer cosas que la disminuyan y acrecienten. (...) Esta gran ciudad de
Temixtitan está fundada en esta laguna salada, y desde la tierra firme hasta el
cuerpo de la dicha ciudad, por cualquiera parte que quisieren entrar a ella,
hay dos leguas. Tiene cuatro entradas, todas de calzada hecha a mano, tan ancha
como dos lanzas jinetas.
Es tan grande la ciudad como Sevilla y Córdoba. Son las calles de ella, digo
las principales, muy anchas y muy derechas, y algunas de éstas y todas las
demás son la mitad de tierra y por la otra mitad es agua, por la cual andan en
sus canoas, y todas las calles de trecho a trecho están abiertas por do
atraviesa el agua de las unas a las otras, y en todas estas aberturas, que
algunas son muy anchas, hay sus puentes de muy anchas y muy grandes vigas,
juntas y recias y bien labradas, y tales, que por muchas de ellas pueden pasar
diez de a caballo juntos a la par. Y viendo que si los naturales de esta ciudad
quisiesen hacer alguna traición, tenían para ello mucho aparejo, por ser la
dicha ciudad edificada de la manera que digo, y quitadas los puentes de las
entradas y salidas, nos podrían dejar morir de hambre sin que pudiésemos salir
a la tierra. Luego que entré en la dicha ciudad di mucha prisa en hacer cuatro
bergantines, y los hice en muy breve tiempo, tales que podían echar trescientos
hombres en la tierra y llevar los caballos cada vez que quisiésemos. Tiene esta
ciudad muchas plazas, donde hay continuo mercado y trato de comprar y vender.
Tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada
de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas
comprando y vendiendo; donde hay todos los géneros de mercadurías que en todas
las tierras se hallan, así de mantenimientos como de vituallas, joyas de oro y
plata, de plomo, de latón, de cobre, de estaño, de piedras, de huesos, de conchas,
de caracoles y de plumas. Véndese cal, piedra labrada y por labrar, adobes,
ladrillos, madera labrada y por labrar de diversas maneras. Hay calle de caza
donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra, así como gallinas,
perdices, codornices, lavancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas, pajaritos
en cañuela, papagayos, búharos, águilas, halcones, gavilanes y cernícalos; y de
algunas de estas aves de rapiña, venden los cueros con su pluma y cabezas y
pico y uñas. (...)”.
“La
gente de esta ciudad es de más manera y primor en su vestir y servicio que no
la otra de estas otras provincias y ciudades, porque como allí estaba siempre
este señor Mutezuma, y todos los señores sus vasallos ocurrían siempre a la
ciudad, había en ellas más manera y policía en todas las cosas. Y por no ser
más prolijo en la relación de las cosas de esta gran ciudad, aunque no acabaría
tan aína,
no quiero decir más sino que en su servicio y trato de la gente de ella hay la
manera casi de vivir que en España, y con tanto concierto y orden como allá, y
que considerando esta gente ser bárbara y tan apartada del conocimiento de Dios
y de la comunicación de otras naciones de razón, es cosa admirable ver la que
tienen en todas las cosas (...).
Leído
esto, amable lector, tenga la bondad de responder la pregunta del título de
esta columna: ¿Quiénes eran los salvajes?
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