Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Comento con Rodney que son 29 años para mí en los Estados Unidos. 29 en Bolivia. Mitad y mitad. Lo describí en breves textos que llamé mis Cuadernos. Ha crecido que ya es un libro, tal vez con una cubierta de bandera al estilo de Jaspers Johns.
Con el tiempo supongo que la pérdida comparativa hará de Bolivia difusa. Allá quedan los huesos. He de ir, pronto, para despedirme del sol del patio de casa. Del parral enfermo, de los troncos de molle hechos asientos para momento de parrilla. Encontraré, así deseara evitar, las ruinas de mis pasiones, la silla donde ella se sentó y la mesa en que la acosté con su abierto vestido floreado. Riesgos de que el pasado te devore; y riesgos de futuro.
Veinte y nueve años. En el ghetto negro, donde viví, emborraché y trabajé, todavía tocaban entonces a The Crystals y The Ronettes. Prepucio del rap. Pilas de zanahorias se pudren a la intemperie. Miro atrás, hacia el dormitorio de cuatro de la mañana y las almohadas están vacías. Recuerdo… El tren de Gallaudet marcaba el tiempo como reloj. Un bus en la esquina de dos avenidas servía de hotel de los pobres.
Vuelve pronto, me dijo mi padre. Un año, respondí. No lo hice ni en veinte años y me acuerdo de él con su rostro de dragón la última vez que lo visité. En la habitación pequeña, a la que se había trasladado luego de la muerte de mi madre, quedaban mis huellas con las de L. en tormentosas sábanas. Hay videos. Somos jóvenes y nos burlamos de nosotros.
Dos años estuve indocumentado, hasta que mi primera esposa me arrastró hacia las oficinas de inmigración a responder tontas preguntas, otra vez sábanas, su color y el color de las paredes. Con el tiempo me fue dado otorgar papeles. Lo hice con las hijas de mi segunda mujer y ella. El ilegal que permite que los nuevos agiten banderitas norteamericanas de papel y se regocijen con un status por el que los chinos pagan treinta mil dólares. Entregué la firma y sentí que este era un mundo extraño. Peor lo siento ahora.
La gente, cuando se nacionaliza norteamericana, suele festejar. El día que me tocó, por motivos que no vale mentar, puse la bandera que me entregaron en el bolsillo de atrás, ese donde los antiguos llevaban el peine. Este desdén por la grandilocuencia me ha costado. La convicción se confunde con desidia, y suele ser la mujer, tristemente, la que sale con el fatídico “no te importa” para castigar la falta de entusiasmo por eventos que debiesen ser intrascendentes. Llevo 29 años acá sin pronunciar ni un “ok”. Convicción, sí, y a aguardar el castigo, el chicote fatal de la ignorancia.
Se acerca el onanismo de las cuatro y media. Una mujer me dice que abrirá su lecho por tres días si permanezco siete, a manera de aliviar mi soledad y cumplir sueños inconclusos. Lo haré, pienso, con piel casi sesentona y empalidecida, divorciada y todavía febril.
¿Qué será de mis amigos negros? ¿Seguirá el coreano preparando alitas y narrando su infortunio de mujer arrebatada y llevada a Bolivia en manos de un relojero? Mi esposa, decía, era linda, diminuta y cachonda. La sedujo aquel paisano con relojes, que yo hedía a pollo. El tic tac contra el aceite; el tiempo en contra de falsos embrujos.
Mujer de relojero. Washington DC olía a húmedo. Los transeúntes enfrascados en sus ideas, cubiertos hasta las rodillas por abrigos. No lo hubiera pensado, tantos años. Desde aquella mañana en la Galería Corcoran en que admiré a Lee Miller, hasta dos semanas atrás cuando los rusos de arriba retornaban a Ufa, república de Bashkortostán, se ahorcaba Anthony Bourdain y el cielo venía con horrendos presagios.
Vuelve pronto, repite papá. Le aseguro que al fin he de recostarme a su lado.
25/06/18
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), y en el blog del autor, Le Coq En Fer, 26/06/2018
Imagen: Jasper Johns
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