Un gran pájaro


Pablo Cingolani

Leer siempre te brinda hallazgos inesperados. Maravillado, copio:
“Este indio del poncho negro que tiene las narices cicatrizadas, es un gran pájaro, es muy preciso ponerlo en pasaje donde no vuelva a las tolderías, la gente del Salto, lo conocieron por haber sido baqueano de los indios en una invasión y se les escapó”.
Copio la cita: Carta de José Vague a Francisco de Bucareli y Ursúa. Frontera de Luján, 28 de julio de 1767.
Micro historia o micro cuento: da lo mismo. Este extracto de la misiva que el tal Vague envió al gobernador Bucareli es fantástico. El tal Vague merecería ser recordado. Sólo sabemos de él que fue el comandante del fuerte o la guarnición que estaba acantonada en la entonces frontera de Luján. Bucareli atendía en Buenos Aires, a 75 kilómetros de distancia.
Del “indio del poncho negro” no sabemos cómo llamarlo.  Sin embargo, la información condensada en la carta de Vague nos permite evocarlo.
Calfucurá también lucía un poncho negro. Sus narices con cicatrices nos permiten pensar en tatuajes. Era indio y era baqueano de los indios: vive y no vive en las tolderías, debía ser un personaje singular, alguien extraño, inusual. Guió a la indiada en un malón, escapó de la represión, sigue en libertad, hay que atraparlo, clama Vague. Es un pájaro, “es un gran pájaro”, anotó el militar con admiración inocultable. Eso inspira.
Me lo imagino a nuestro enigmático indio del poncho negro atravesando a caballo las pampas, yendo a pescar y marisquear a las islas y bajíos del Tuyú, llevando algo de sal de Puán y congrio seco chileno en sus alforjas, y plumas de ñandú, cuchillos de nácar, pieles de nutria, para cambiar o vender en las estancias de Chascomús o Magdalena.[1]
Tal vez su nombre era Diego. Tal vez tuvo amores con una cautiva llamada Isabel. Ella pudo haber sido arrastrada por un río o envenenarse con picadura de tabaco o caer en un pozo de nieve bermeja o carmesí. Tal vez Diego ayudó a escapar a un deportado. Lo embarcó en la balandra de un lusitano que mercaba cueros con él.
El indio del poncho negro sigue por ahí, orillando el mar hasta el río Colorado, volviéndose por los médanos y las secretas rutas de arriería y contrabandos de vaquerías, a tierra adentro, hasta la antigua sierra de Casuati, esa que hoy conocemos como sierra de la Ventana.
Allí, a la vera de un arroyo de agua pura y cantarina, habrá alzado un campamento, encendido un fogón, asado un peludo, tal vez una vizcacha. Allí habrá bebido unos buches  de vino frutado y liado unos finos de cáñamo, habrá dormido un día o dos, habrá soñado.
Un sueño le recurría bajo la sombra de esos pedreríos: que era un cóndor, un mañke, como el que vio una vez por los lados de Aluminé, un gran pájaro, la más grande de todas las aves.
El indio del poncho negro –o Diego o Manuel, podía también ser su nombre- volaba y volaba en su sueño. Volaba hacia adentro, más allá del tiempo. Por eso, nosotros lo sentimos (o lo vimos) elevándose por sierra de la Ventana cuando íbamos allí de changos. Ahora lo sé. Esa noche de luna llena cuando pensamos que nos inundábamos, era él quien nos andaba alertando y guió nuestros pies bajando por la quebrada. Recuerdo una gran luz esa noche. Una gran luz, un gran pájaro, es igual.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 25 de agosto de 2018


[1] O en la propia capital de fines del siglo XVIII, que tan bien pinta Mujica Láinez en su Misteriosa Buenos Aires. En el cuento La víbora,  narra las peripecias de un militar hispano que bien podría ser nuestro Vague.

Imagen: Oscar Tintaya.

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