Pablo Cerezal
Leí hace tiempo, que se ha instalado, entre una considerable parte de la burguesía mundial, la costumbre de acumular libros que no se leerán, sólo por el placer de verlos en las estanterías, debidamente colocados por orden alfabético de autor, o título, colección, o color de la edición, vaya usté a saber. Dicen, los defensores de este nuevo despropósito generado por la carencia de impulsos vitales y el exceso de salario, que satisface estar rodeado de tanta sabiduría... a pesar de que ni vayan a hacer el intento de adquirirla. Ya saben, lo importante es pagar por algo, aunque luego no se sepa utilizarlo ni para qué sirve.
Tsundoku, lo han dado en llamar. Y hacen bien: el palabro de marras es japonés, y siempre queda bien hablar con tus coetáneos y explicarles que practicas el tsundoku, que lo aprendiste en tu reciente viaje al país del sol naciente, como hiciste años antes con el yoga, aprendido un poco más cerca pero, igualmente, en tierras orientales. Luego, ni te enteras de cómo funcionan los cuerpos de los yoguis, que viven sin celebrar brunch high tech en ningún bistrot de postín, ni de cómo los japoneses degluten sushi sobre cuerpos femeninos desnudos mientras una esclava disfrazada de geisha les sirve tacitas de sake y tú paseas las redes sociales reclamando la liberación femenina, porque da muy bien en ese mundo que no es el tuyo pero te preoporciona una imagen que no te refleja pero te gana likes y cosas de esas. Porque tienes mucho mundo, que de eso se trata. Mundo pagado, adquirido. Y más si hablamos de libros, ahora que nadie los compra, porque tienen el mismo precio que un Gin Tonic aderezado con pepino y briznas de jengibre, que siempre aporta mucho más el pepino bien dispuesto que el pepinazo gramatical de un tipo que se encierra entre cuatro paredes a ver cómo le crece la barba y las ganas de ser autor reconocido.
Yo andaba esta noche mirando mi escueta y desordenada biblioteca. Y, ya ves, una cosa lleva a la otra, amor, y he acabado pensando en ti. Que hay vicios más persistentes que las letras. Pero lo he mezclado todo, y he recordado cómo escribía mi nombre, con grafía de saliva y esperma, sobre la página de tu piel, siempre dispuesta a ese blanco foto Weston sobre el que yo deseaba escanciar mi imbécil gama de grises, y en cómo el solar taquigráfico de tu piel era otro, otra piel, o eran muchas en las que quise, igualmente, dilapidar la falsa fama de mi firma tartamuda. Y es que tu piel son muchas, no te molestes, porque en todas he escrito mi nombre como si sólo fuesen el rebaño esquilado en que el ganadero imprime una propiedad apócrifa. Porque tú, como ellas, como todas, no me perteneces, por más que acumule palimpsestos de argucia lingual con la intención de humedecer mi memoria. Luego, húmeda, mojada, se deshilvana, como papel en agua tibia, y las letras quedan flotando en un galimatías de tinta sin sentido y orgasmo desbaratado.
Acuchillaba la noche mientras te acuchillaba la ingle en un suicidio de flores del mal que ningún mal hacían, salvo a los vecinos, escandalizados de gemidos color caverna y tictac de camastro mal engrasado, como adherido aún a ese cambio horario que ya nos quieren quitar, sin pensar en nuestras noches que, un día al año, se duplicaban de minutos con las manecillas del reloj emulando erecciones que ansiaban dar la razón a Nietzsche. Noches invertebradas como cuerpo de lagartija lúbrica e insomne, en que te daba vuelta sólo para mejor tallar en tu grupa la ordalía a hierro incandescente de mi nombre más imbécil.
Toda una vida acumulando volúmenes de piel, amor, ya ves, escribiendo en ellas la infamia de mi apellido mal escrito, sin pensar por un instante que quedó dando vueltas, acopio de sumidero, cuando la ducha matinal, y que ahora recorrerá mareas que, tal vez, por qué no, lleguen hasta el Japón encerradas en botellas de las que nunca llegué a beber: botellas de naúfrago, ebriedad desperdiciada.
Pienso que escribo y que nadie me lee. Sueño con que algunos, al fin, compren mis libros, al menos para acumularlos en pilas que les pinten sonrisa de gato de Cheshire ante la evidencia de acumular mucha sabiduría. Y tal vez, ya ven, al fin, hagan bien. Porque más vale mantener cualquier libro mío sin abrir, por el simple placer de verlo intacto, que entrar a cuchillo entre sus páginas para desflorar una jungla de nada. Aseguro que, en lo que a ediciones cuidadas y vistosas se refiere, mis libros tienen su aquel.
Así que hagamos tsundoku, seamos acumuladores de energía marchita, que esto ya lo aprendieron nuestros padres, vía la dialéctica mentirosa de los vendedores de enciclopedias que ellos nunca leerían pero que, a las malas, quedarían bien en la estantería del salón, para epatar a las visitas. Y es que la apariencia que puede proporcionar un pequeño capital (discúlpeneme los "tsundokuistas" de turno) no hace falta irse hasta el Japón para aprenderla, para aprehenderla. Aquí, un servidor, sin ir más lejos, se jacta de las mujeres sobre cuya piel aprendió a balbucear líricas perversas que luego, pasado el tiempo, sólo darían en un volumen, el tuyo, amor, el que prefiero, aunque mi estantería carnal no impresione a las visitas.
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Publicado originalmente en el blog del autor, postales desde el Hafa (21/9/2018)
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