Márcia Batista Ramos
Desde niño el poeta tuvo conciencia de la muerte, no
como fin, pero como continuidad de la misma existencia en otras circunstancias,
tal vez, más tenues, sin el ropaje del cuerpo. Cuenta que cuando era niño sentía
pasos subiendo la escalera que llevaba a la torre de la casa, donde se
encerraba a leer, lo que le dio familiaridad con la muerte y la seguridad de
que el “yo” o el “tú” siguen existiendo, después de abandonar esa indumentaria
que llamamos cuerpo y que nos da la certeza de la vida, en cuanto lo
habitamos.
Jorge Teillier, apegado a la sencillez fundamental de
sus imágenes poéticas, reconoce la importancia por estar vivo, empero, al mismo
tiempo, registra el desamparo y desconsuelo por sentirse infecundo a la mitad
de la vida. Porque la vida en sí misma, no es totalmente grata,
independientemente, de las imágenes idílicas creadas o no, que habitan la geografía
de la memoria y del verso:
“Lo que importa
\es estar vivo \y entrar a la casa \en el desolado mediodía de la vida. (…)”
El trabajo cotidiano repetido hace siglos y exigido para
seguir vivo en la aldea, espacio geográfico idílico, en el
cual lo
cotidiano, discrepa con la modernidad imperante, aparece en la poesía de Jorge
Teillier, reafirmando la necesidad que cada individuo tiene de arraigo, para
existir como tal, en el mundo complejo y deshumanizante, que trata a todos como
números en estadísticas sin rostros ni alma.
El poeta, sabe que la vida en sus repertorios básicos
es cíclica, que siempre existirá un hombre que are el campo, independiente de
la tecnología espacial, se repetirán los mismos gestos confirmando que la vida
es simple, como simples son las faenas en la aldea y mientras alguien esté para
realizarlas, la vida seguirá siendo vida:
“(…) \El río pasa recogiendo la calle
polvorienta.\Los satélites artificiales pueden rodear la tierra, \pero nada
saben de ellos los bueyes enyugados a las carretas.\Es el mismo de otro siglo
el gesto del campesino al descargar un saco de trigo, (…)”.
Empero, es menester observar que el espacio geográfico
en la poesía de Jorge Teillier cobra una fisionomía humana donde: el polvillo
danza, el sol no tiene memoria, los sacos están dormidos y el resplandor de las
cosas tiene secretos que los aromos revelan:
“(…) \el polvillo de la molienda danza en el
sol sin memoria, \escuchamos el trote de los ratones entre los sacos dormidos
en la bodega, \y el oculto resplandor de las cosas\tiene un secreto revelado
por los aromos.”
Sencillamente, porque el poeta no logra concebir el
mundo con la clásica división de seres animados e inanimados, vivos y muertos…Ya
que, en su universo, idílico, todo palpita, todo vive.
De pronto un tren en movimiento silbando, animado como
todo su universo, aparece en escena y en acción:
“(…) Escucho el
pitazo del tren \cortando en dos al pueblo. (…)”
Es la segmentación de la aldea en dos, que hace con
que el poeta se situé en un segmento (en el presente), y evoca sus recuerdos
personales:
“(…) El pueblo
donde pedí tres deseos al comer las primeras cerezas, \donde me regalaron una
lámpara humilde que no he vuelto a hallar, (…)”
Asimismo, desde el segmento del presente, evoca sus
ancestros, los que construyeron la aldea, porque sabe que no existe una
expiración, todos siguen existiendo y la memoria es el medio para canalizar la
anábasis o resurrección, que permite traerlos de regreso, independientemente,
de dónde se hallan:
“(…) el pueblo
que tenía unos pocos miles de habitantes cuando nací, \y fue fundado como un
Fuerte \para defenderse de los mapuches \ (todo eso era nuestro Far West). (…)”
Después, de ver su aldea resucitada, el poeta reconoce
la simbiosis del tiempo en los elementos que “aún” permanecen vigentes o vivos
como hábitos humanos de la aldea que, para él, es un universo que palpita:
“(…) El pueblo
donde aún humean mantas junto a cocinas a leña
y el invierno
es la travesía de un tempestuoso océano. (…)”
Vuelto a sí mismo, el poeta trata de buscar su memoria
personal y otra vez, se depara con la universalidad de la existencia, donde el
“yo” se diluye, dando paso a la colectividad:
“(…) Si me
pidieran recordar \algo más allá de las calles donde di los primeros pasos \no
sabría mucho que decir. \Creo que he estado en otros países \he visto día a día
en las ciudades vehículos iluminados como trasatlánticos \llevar rostros
fatigados de un matadero a otro. (..)”
En ese abrir y cerrar entre la vida y la muerte, representado
entre el presente y los recuerdos, entre el yo y los antepasados, surgen las
cavilaciones del poeta que, a veces, duda que es poeta:
“(..) ¿La vida es un pretexto para escribir dos o tres versos \cantantes
y luminosos?, escribió un poeta, \pero tal vez yo no sea de verdad un poeta. (…)”
En medio a las dudas del poeta resucita el individuo
que sabe lo que no quiere, para sí y para su prójimo:
“(…) Me amo a mí
mismo tanto como a mi prójimo \pero estoy dispuesto a desaparecer junto a todo
mi prójimo. \Puedo rezar sin creer en dios, \a las noticias del día \suelo
preferir leer memorias de oscuros personajes de otras épocas\o contemplar los
gorriones picoteando maravillas. (…)”
El poeta, Jorge Teillier, sabe que la vida en sus
repertorios básicos es cíclica y otra vez, vuelve a constatarlo en un
soliloquio circular:
“(…) De nuevo
alguien ve derrochar \los yuyos su oro al viento. \Alguien va a temer cada
mañana que el sol no regrese, \alguien tal vez aprenderá a leer en diarios que
anuncian nuevas guerras, \alguien en la noche \va a tomar un carbón encendido
para trazar círculos de fuego \que lo protegen de todo mal. (…)”
Sin denotar sorpresa, imbuido de fatalidad el poeta
vislumbra el camino que le conducirá a su muerte:
“(…) Quedaré
solo en un bosque de pinos. \\De pronto veré alzarse los muros al canto de los
gallos. \Podré pronunciar mi verdadero nombre. \Las puertas del bosque se
abrirán, \mi espacio será el mismo que el de las aves inmortales \que entran y
salen de él, \y los hermanos desconocidos sabrán que ya pueden reemplazarme. \\Debo
enfrentar de nuevo al río. (…)”
Ante lo inevitable, el poeta no duda, porque desde
niño sabe que no se trata del fin y si de otro camino:
“(…) \Busco una
moneda. \El río ha cambiado de color. \Veo sin temor \la canoa negra esperando
en la orilla”.
El poeta sabe que la muerte es una parte de la vida,
estuvo seguro que la vida vale la pena ser vivida por todas las imágenes que
pudo absorber de la realidad o verlas con los ojos cerrados y permanecer en
esos sitios idílicos. Asimismo, sabe que morir también vale la pena y no hay
miedo de avistar a Caronte, apenas, hay que alistar la moneda para cruzar el
río de Hades en una verdadera catábasis (una expedición a los infiernos). Que
no será nada más que una simple anábasis que le permitirá seguir en la vida que
le corresponderá vivir (como de aquellos que se escuchaban los pasos subiendo
las escaleras en su infancia) después de la muerte.
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