La catábasis es la anábasis en la poesía de Jorge Teillier (poema XXIII)


Márcia Batista Ramos

Desde niño el poeta tuvo conciencia de la muerte, no como fin, pero como continuidad de la misma existencia en otras circunstancias, tal vez, más tenues, sin el ropaje del cuerpo. Cuenta que cuando era niño sentía pasos subiendo la escalera que llevaba a la torre de la casa, donde se encerraba a leer, lo que le dio familiaridad con la muerte y la seguridad de que el “yo” o el “tú” siguen existiendo, después de abandonar esa indumentaria que llamamos cuerpo y que nos da la certeza de la vida, en cuanto lo habitamos. 

Jorge Teillier, apegado a la sencillez fundamental de sus imágenes poéticas, reconoce la importancia por estar vivo, empero, al mismo tiempo, registra el desamparo y desconsuelo por sentirse infecundo a la mitad de la vida. Porque la vida en sí misma, no es totalmente grata, independientemente, de las imágenes idílicas creadas o no, que habitan la geografía de la memoria y del verso:

“Lo que importa \es estar vivo \y entrar a la casa \en el desolado mediodía de la vida. (…)”

El trabajo cotidiano repetido hace siglos y exigido para seguir vivo en la aldea, espacio geográfico idílico, en el cual lo cotidiano, discrepa con la modernidad imperante, aparece en la poesía de Jorge Teillier, reafirmando la necesidad que cada individuo tiene de arraigo, para existir como tal, en el mundo complejo y deshumanizante, que trata a todos como números en estadísticas sin rostros ni alma.

El poeta, sabe que la vida en sus repertorios básicos es cíclica, que siempre existirá un hombre que are el campo, independiente de la tecnología espacial, se repetirán los mismos gestos confirmando que la vida es simple, como simples son las faenas en la aldea y mientras alguien esté para realizarlas, la vida seguirá siendo vida:

 “(…) \El río pasa recogiendo la calle polvorienta.\Los satélites artificiales pueden rodear la tierra, \pero nada saben de ellos los bueyes enyugados a las carretas.\Es el mismo de otro siglo el gesto del campesino al descargar un saco de trigo, (…)”.

Empero, es menester observar que el espacio geográfico en la poesía de Jorge Teillier cobra una fisionomía humana donde: el polvillo danza, el sol no tiene memoria, los sacos están dormidos y el resplandor de las cosas tiene secretos que los aromos revelan:

 “(…) \el polvillo de la molienda danza en el sol sin memoria, \escuchamos el trote de los ratones entre los sacos dormidos en la bodega, \y el oculto resplandor de las cosas\tiene un secreto revelado por los aromos.”

Sencillamente, porque el poeta no logra concebir el mundo con la clásica división de seres animados e inanimados, vivos y muertos…Ya que, en su universo, idílico, todo palpita, todo vive.

De pronto un tren en movimiento silbando, animado como todo su universo, aparece en escena y en acción:

“(…) Escucho el pitazo del tren \cortando en dos al pueblo. (…)”

Es la segmentación de la aldea en dos, que hace con que el poeta se situé en un segmento (en el presente), y evoca sus recuerdos personales:

“(…) El pueblo donde pedí tres deseos al comer las primeras cerezas, \donde me regalaron una lámpara humilde que no he vuelto a hallar, (…)”

Asimismo, desde el segmento del presente, evoca sus ancestros, los que construyeron la aldea, porque sabe que no existe una expiración, todos siguen existiendo y la memoria es el medio para canalizar la anábasis o resurrección, que permite traerlos de regreso, independientemente, de dónde se hallan:  

“(…) el pueblo que tenía unos pocos miles de habitantes cuando nací, \y fue fundado como un Fuerte \para defenderse de los mapuches \ (todo eso era nuestro Far West). (…)”

Después, de ver su aldea resucitada, el poeta reconoce la simbiosis del tiempo en los elementos que “aún” permanecen vigentes o vivos como hábitos humanos de la aldea que, para él, es un universo que palpita:

“(…) El pueblo donde aún humean mantas junto a cocinas a leña

y el invierno es la travesía de un tempestuoso océano. (…)”

Vuelto a sí mismo, el poeta trata de buscar su memoria personal y otra vez, se depara con la universalidad de la existencia, donde el “yo” se diluye, dando paso a la colectividad:

“(…) Si me pidieran recordar \algo más allá de las calles donde di los primeros pasos \no sabría mucho que decir. \Creo que he estado en otros países \he visto día a día en las ciudades vehículos iluminados como trasatlánticos \llevar rostros fatigados de un matadero a otro. (..)”

En ese abrir y cerrar entre la vida y la muerte, representado entre el presente y los recuerdos, entre el yo y los antepasados, surgen las cavilaciones del poeta que, a veces, duda que es poeta:

“(..) ¿La vida es un pretexto para escribir dos o tres versos \cantantes y luminosos?, escribió un poeta, \pero tal vez yo no sea de verdad un poeta. (…)”

En medio a las dudas del poeta resucita el individuo que sabe lo que no quiere, para sí y para su prójimo:

“(…) Me amo a mí mismo tanto como a mi prójimo \pero estoy dispuesto a desaparecer junto a todo mi prójimo. \Puedo rezar sin creer en dios, \a las noticias del día \suelo preferir leer memorias de oscuros personajes de otras épocas\o contemplar los gorriones picoteando maravillas. (…)”

El poeta, Jorge Teillier, sabe que la vida en sus repertorios básicos es cíclica y otra vez, vuelve a constatarlo en un soliloquio circular:

“(…) De nuevo alguien ve derrochar \los yuyos su oro al viento. \Alguien va a temer cada mañana que el sol no regrese, \alguien tal vez aprenderá a leer en diarios que anuncian nuevas guerras, \alguien en la noche \va a tomar un carbón encendido para trazar círculos de fuego \que lo protegen de todo mal. (…)”

Sin denotar sorpresa, imbuido de fatalidad el poeta vislumbra el camino que le conducirá a su muerte:

“(…) Quedaré solo en un bosque de pinos. \\De pronto veré alzarse los muros al canto de los gallos. \Podré pronunciar mi verdadero nombre. \Las puertas del bosque se abrirán, \mi espacio será el mismo que el de las aves inmortales \que entran y salen de él, \y los hermanos desconocidos sabrán que ya pueden reemplazarme. \\Debo enfrentar de nuevo al río. (…)”

Ante lo inevitable, el poeta no duda, porque desde niño sabe que no se trata del fin y si de otro camino:

“(…) \Busco una moneda. \El río ha cambiado de color. \Veo sin temor \la canoa negra esperando en la orilla”.

El poeta sabe que la muerte es una parte de la vida, estuvo seguro que la vida vale la pena ser vivida por todas las imágenes que pudo absorber de la realidad o verlas con los ojos cerrados y permanecer en esos sitios idílicos. Asimismo, sabe que morir también vale la pena y no hay miedo de avistar a Caronte, apenas, hay que alistar la moneda para cruzar el río de Hades en una verdadera catábasis (una expedición a los infiernos). Que no será nada más que una simple anábasis que le permitirá seguir en la vida que le corresponderá vivir (como de aquellos que se escuchaban los pasos subiendo las escaleras en su infancia) después de la muerte.

  

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