el año de la peste y la sonrisa de la Binoche


Pablo Cerezal

Tumbado en el sofá, los cojines milimétricamente dispuestos para acoger la ordalía de osario venidero en que se transforma mi cuerpo, mi latido, mi dolor... porque me duele el estómago, mucho, y no es por excesos festivos de festividades que no estoy celebrando como desearía. No es por eso y prefiero no conocer el origen (o fin) de este tartamudeo que mi sistema digestivo ha decidido como algo parecido al sufrimiento previo al perdón de los pecados.

Porque la casa está vacía. Estoy solo. Me desentiendo de La insoportable levedad del ser (elegí mal día para revisitar dicho filme) y lanzo mis pupilas como dardos certeros contra las ramitas falsas de un falso árbol de navidad que, hace no mucho, erigimos Munay y yo en medio del salón: para que fuese más incómodo recorrer sus escasos metros cuadrados, sí, pero tal vez, también, para que no pudiésemos escabullir el recuerdo de haberlo montado juntos, entre risas y confetis de un ayer mal parido y un futuro siempre incierto mientras los abuelos, en casa, lloraban nuestra ausencia. Dardos mis pupilas, siguen sin acertar las ramitas del árbol, y le cosen espumillones falsos por ver si así ven mejor todo lo que en su ramificación made in China anida, ya libre de sangre y horas niñas de trabajo sabiamente remunerado con el celofán del mañana dios o Lao-Tsé dirán. Como dardos las monedas en la hipotermia de la cuenta corriente que me tirita de frío al comprobar que este mes tampoco llego. 

Apago la televisión, a pesar de que la mirada de Juliette Binoche invita a hacer hogar en ella y hogaza de su ternura de rebaño frío, promisorio y quieto. Como los rebaños de sacrificio que engordarán la ilusión de tantos, durante estas fiestas sin abrazo ni ebriedad aplaudida. La ebriedad, estos días, repta y silabea silbidos de sangre a tus espaldas, y no es políticamente correcta ni socialmente aceptada porque puedes contagiar al otro que no teme contagiarse ni contagiar mientras le sustente una cuenta bancaria engordada a base de miedo y sudor frío sin dejar de denostarte por paria y portador de virus... salvo que te haya tocado la lotería, que ya sé que no... o tal vez sí, porque sigues con vida a pesar de entrar cada día en el estómago fragante del Metro para desplazarte hasta tu lugar de escarnio, o de trabajo, que tú del teletrabajo nada sabes más allá de esas leyendas que te cuentan los medios y hoy ya te suenan más a Charles Dickens que a derecho conquistado. 

Mientras, en esos allende los mares que siempre quisiste surcar, los hijos de la nada recolectan virus de sombra y marchitan pan duro al albur de una dentadura hecha de limón exacto. Mientras, allende los mares, en mi a pesar de todo añorada Bolivia, en mi a pesar de todo añorado Marruecos, en mi a pesar de todo añorada India, por ejemplo, la peste no hace acto de presencia simplemente porque los medios no nos lo cuentan. Pero igual es Bolivia que la residencia de ancianos ubicada en el mismo perímetro en que se encuentra el hogar de fin de semana de más de uno que no quiere saberlo o no se entera o cualquier día levantará barricada para que desahucien a los ancianos como si fueran los nuevos menas o menores no acompañados nunca para la siguiente entrega, a domicilio, de comida recién hecha y bisutería low cost adquirida vía amazon que, de paso, te entrega libros que nunca cobrarán los escribas que en ellos se dejaron la vida porque hoy todo es producto y consumo mientras se consumen aquellos que regalan canciones que tú aplaudes en las redes pero que ni por asomo te atreverías a comprar porque es mucho más valioso un like y un aplauso en emoticono.

Enciendo de nuevo la televisión y naufrago mi mirada en la de la Binoche sólo por desprenderme de tanta herrumbre y machiembrarme falsamente a sus pupilas hechas de ayer y belleza. Los bares han cerrado, ya es hora del toque de queda, pero sus propietarios seguirán clamando por el pan que se les quita, arrancado de la barra del bar como se le arrancó la dentadura al último anciano al que escuché languidecer y proferir soflamas de infortunio frente a la tapa de callos reseca. Claman los propietarios: ayudas directas. Claman los autónomos: ayudas directas. Claman los gerentes de las estaciones de esquí: ayudas directas. Claman los dueños de hoteles y aerolíneas: ayudas directas. Claman los diputados: guerra abierta. La calles son un clamor a través de los telediarios, pero no escucho clamar a nadie por los que se dejaron la garganta clamando a un cielo abierto de jilgueros y nubosidades variables a las que no supieron poner nombre hasta que se puso de moda nombrar cada nueva borrasca como para darnos más miedo. Nadie clama por nadie más allá de ese sí mismo que languidece exhausto arrastrando sus cadenas de naufragio con maneras de fantasma de Canterville reutilizado. Todos damnificados, sí, pero cada damnificado en su mundo, como nos quieren, agradecidos por sus dádivas de high couture mientras deglutimos anuncios de eau de toilette plurilingües y denostamos el fin del idioma español como lengua vehicular escupiendo a quien habla un idioma no reconocido por los mercachifles del todo o nada, dígase este árabe o subsahariano. Las calles son un clamor, sí: un clamor de compraventas en que olvidamos el motivo por el cual ayer, antes de que llegase la navidad, tan necesaria, más incluso que la vida, llegase la ordalía del proletariado (Marx revisited) para imponernos su dictadura de compraventas que cotizan al alza del clamor y la farsa. Y es que las calles son un clamor de sangre terciaria derramada a mayor gloria de las madres del mercado que no, no son la nuestra llorando los paños de limpiar por enésima vez la cocina en que mañana no podrá afanarse porque está sola y nadie la visita y si alguien lo hace será sólo para emborracharse y no para enjugar sus lágrimas en el lacrimal valiente de eso que dimos, erróneamente, en llamar ser humano.

Regreso a la Binoche y lloro pensando en Munay porque hoy me siento madre y me duele este desbarajuste mental al que me amarro, limpiando fogones y adecentando cuartos, con las encías frescas de sangre de gaviotas que mordisqueo cuando me llegan de antaño a morder el vergel triste de una marejada hecha rebaño.

Muchos escuchan ya tronar el campanario, como en la antigüedad, clamando a muertos. Pero es fin de año y sólo una fecha será capaz de cambiarlo todo a ritmo de campanas vacías y mesas puestas como esperando invitados que nunca llegarán porque les cambiaron el horario. Eso es la peste, para la mayor parte de nosotros: un cambio de horarios, un llegarán tiempos mejores, un volveremos a vernos y si no nos vemos es que no nos hemos acordado. Yo, por si acaso, regresaré a la Binoche y prepararé los cachivaches que hagan sonreír a Munay sin saber que le espera un mundo de disfraces sin sentido y clamores hechos trino de gorrión aniquilado.

Ding-dong, ding-dong... qué triste la Puerta del Sol sin su rebaño... ding-dong, ding-dong, qué triste la madre huérfana de su sangre y de sus daños... ding-dong, ding-dong, qué triste la cobija tenue de los que sufren el frío sin contarlo en televisión para no estropear nuestro condumio hecho de siesta y ocaso. 

Ding-dong, ding-dong, qué suerte la mía de poder estar borracho y asomarme al patio de luces de mi hogar como quien lo hace al patio de butacas... arriba, pastoreando nubes y ensoñaciones, la sonrisa de la Binoche.

____

*Publicado originalmente en el blog del autor, postales desde el Hafa (30/12/2020)

Publicar un comentario

0 Comentarios