Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Braga. Me veo en la Estação de São Bento, Porto, para ir a visitar a Adrián en la cercana Braga. ¿Una hora, dos? No recuerdo bien. Llevaba camisa roja y jeans. Pasé bastante tiempo fotografiando y mirando los hermosos mosaicos con imágenes históricas. Era de mañana, el cielo claro. Sin el negro brillo de los adoquines ancianos que trae la noche, como cuando bajaba desde mi hotel, colina arriba, hasta una suerte de Prado notable. Me sentaba en un cafecito turco de la esquina, con cerveza y alguna delicia de Istanbul. Siempre fui reacio a mezclar yogurt con carne, ideas que tiene uno, pero fue hasta Porto, el Portugal del 2018, donde quise enterrar a mis muertos, o decorar sus mausoleos para recordarlos en idea. Rica comida turca, casi decir el México europeo, pensando en comida mexicana en cada rincón de Estados Unidos. Estaba en cada país, en las calles de Ucrania donde lo único que extrañé fue el picante que me pareció desconocido (no puede ser) y donde comía en la Preobrazhenskaya una suerte de largos burritos deliciosos. Con yogurt. Y comida tártara.
Porto. Duero y vino. Fado y mujeres. Bellas y distantes portuguesas. La belleza de Brasil viene de la mezcla, sí, pero creo que sobre todo de ellas, las hermosas, y frías, y dicen que trastornadas, portuguesas. La depresión campea, según, sobre el femenino aquel, aunque estas generalidades no cuentan en el momento preciso del asombro y del placer.
Braga. Ciudad antigua. Muy religiosa con monumentales iglesias. Allí vive Adrián Antezana, amigo de mi sobrino Omar, y mío, en relajada vida que lo mantiene sonriente y vital. País inolvidable.
Llego a Braga en tren. Me recibe Adrián. Llegamos a su casa y comemos algo con su tan amable esposa e hijo. Conversamos todos, hablamos de ir a Vigo. Fuimos. Pero ese es texto aparte. Adrián pide permiso para la noche. O hace que lo pide porque lo cortés no quita lo valiente. Alistamos chamarras y aguerridos salimos hacia la perdición que es un fantasma que recorre el mundo con más ímpetu que el comunismo. El pobre Engels no lo sabía. Y menos Marx.
Primero vamos a Sé la Vie, en medio de la tormenta. Nosotros dos y la dueña, buena expresión de la belleza semita. Cerveza rubia y negra. Luego de la lluvia, con hombros mojados y cabello como que remojado en el río Rocha en los consabidos baños andinos, hacia Juno, popular antro de un piso segundo con María en la barra. En Sé había aparecido Felipe, tatuado como los maras salvatrucos, brasileño negro, reidor y parlanchín. Del Amazonas. Las mujeres lo categorizarían como terrorífico. Este hombre tatuado, escapado al sur de las páginas de Ray Bradbury, convoca a Luciano y unas amigas de allá con tatuajes también cuya tinta la memoria ha borrado. El local está lleno, rebalsando. María es la dueña o hija del dueño, una joven que desmiente lo que dije antes de las lusas, antes de conocerla. Muy alegre. Para entonces la fiesta ya se ha apropiado de mi espíritu altoperuano y vuelo sin rumbo y sin meta en el entre penumbroso y brilloso panorama del alcohol. Señoritos braguenses, de alcurnia y escuela, conversan conmigo con nariz arriba de la grandeza de Evo Morales. Les dijo que no saben ni putas y los desdeño. Asustados están, además, con los tatuados, que cuando Felipe mueve la mejilla se agita un universo. Si hasta nariz y orejas y cejas y quijada y calavera las tiene con figuras. Esperan, los diletantes, el ataque caníbal del que ni san Evo los rescatará, el chapulín cobrizo.
María me gusta, que me gusta. Y se lo digo. Me anuncia, mostrándolo, que su novio es aquél. Lo miro, sonrío y asedio. No me lo presentes, ya es pasado. El padre de ella me observa, se acerca y me susurra que su hija no es una puta. Será mi esposa, cabrón, espeto. Você quer beber pinga, Felipe?, pregunto. Pinga es aguardiente, ron, de Brasil. Cachaza pobre. Sí, responde, y María llena una docena de vasitos con ron blanco, o sería pinga en serio. Ronda tras otra que no quiere cobrar. Le caí simpático. Me olvidaste, María, lamento. Tú me olvidaste, Claudio, dice ella con riendo. Novio y padre en la esquina derrotada.
Pinga viene, pinga, va, hasta que los tatuados empiezan a caer, mangos maduros. Las tatuadas los recogen como si fueran desgastados pedernales. Apariencia de ferocidad. Buenas gentes pero Felipe daba miedo. Pirata del ancho río donde los arapaimas asoman como sirenas para los solitarios. Piel helada del pirarucú, que en Bolivia llaman paiche. Gigantes de río y nuestro pirata muerto, caído en batalla por la pinga transparente. Llévate algo de mí, ofrezco a María, porque ya debemos irnos. Amanece. Escoge mi negro nuevo reloj y se lo entrego. Para mí se quedó en esa hora de las seis de la mañana. Allí se detuvo el tiempo. Desde hacía mucho un grupo gay nos observaba y habíamos intercambiado algunos tragos. Entonces nos invitan, a Adrián y a mí, a continuarla en su casa. No aceptamos; la farra nos deshizo. Si caminamos, no sé, o tomamos un taxi. Comento a Adrián, al mejor estilo cochabambino, que hicimos “hincar” a los brasileros. Sentencia él que, “si íbamos con los maricas”, los hincados hubiéramos sido nosotros. Río. Las monumentales piedras escolásticas y santas de Braga nos ven pasar, luciferes en descenso.
14/01/2021
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De DIARIO DEL DIVORCIO (Libro de viajes)
Imagen: Guerrero mundurucú
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