Misterio

Pablo Mendieta Paz

Ayer estaba en una esquina de la Plaza 24 de Septiembre de Santa Cruz esperando a mi hermano, justo en el punto concertado para encontrarnos a una hora precisa. Él, muy puntual, y yo también, por una confusión que surgió entre mi reloj y yo me adelanté sin embargo cerca de quince minutos. Feliz equivocación que, al final, fue como un llamado del misterio, aquello arcano, tan recóndito que no se puede comprender o explicar. Les cuento por qué. Mientras esperaba, distraje mi vista observando a la gente que pasaba, a la que estaba sentada en los bancos de la plaza y a todo lo que pudiera llamarme la atención. A pesar del ruido de los automóviles, de comerciantes que a viva voz ofrecían sus productos, y de esos grupos de amigos que hablan todos al mismo tiempo, alcancé a percibir que a media cuadra de donde me encontraba un trío callejero de músicos, un violinista, un acordeonista y un guitarrista, tocaba un repertorio de música variada que llegaba a mí como si un viento a favor la transportara a mis oídos. La escuché por un momento, pero luego, abstraído, dejé de oírla y ya no presté atención ni a los comerciantes ni a la gente ni al ruido de la calle, y todo fue perdiendo intensidad a mis sentidos. Una especie de sopor me invadió. Vi mi reloj y solo habían pasado cinco minutos. Quién sabe por qué recordé en ese momento al muy conocido youtuber de la música, un hombre joven que con videos muy bien montados tiene programas que a cualquier neófito, o entendido, agrada. Este hombre, músico avezado, muy instruido en música, cumple su trabajo con absoluta prolijidad y eficiencia, a tal punto que a través de ciertos recursos tiene planteamientos sobre la materia realmente buenos, pero también otros en que es posible refrenar sus argumentos; si bien, pese a todo, nadie podría quedar impasible ante sus conocimientos que despiertan el interés de millones de personas que visualizan su programa. Aunque no soy muy afecto a sus videos, ya que en muchos de ellos he hallado incoherencias, bien que en otros el hombre ha hecho su trabajo con probada congruencia, prefiero, sin pecar de petulante –entiéndase- pasar por alto su programa, justamente por esa bifurcación o dicotomía que personalmente me desconcierta. Atareado la noche anterior en la búsqueda de una obra en Youtube, por una casualidad del destino recalé en un video de este músico en el que probó inexactitudes del auténtico Canon de Pachelbel, músico alemán del siglo XVII, con el Canon que hoy escuchamos con tanto entusiasmo y placer. Me detuve en el desarrollo del video por lo que aplacé mi propósito original. Según él, la obra de Pachelbel había sido compuesta con un estilo absolutamente claro y definido de la época, pero con el paso del tiempo había sido transformada. Se refería básicamente a una versión del director francés Jean-François Paillard, en cuya grabación, de 1970, podía evidenciarse que difería de otra considerada por él como la más cercana a la auténtica: la de Arthur Fiedler, de 1940, director de la Boston Pops Orchestra, una orquesta sinfónica especializada en música popular. Hechas las investigaciones, efectivamente Jean-François Paillard, músico formado en el Conservatorio de París, había adaptado el Canon agregando notas, modificando la forma y tomándose otras licencias, lo cual había alterado sustancialmente la obra original de Pachelbel, animado en que tanto efecto añadido (un juicio algo irónico del youtuber) convertiría a la composición del alemán en más “bonita, carismática y pegadiza”. Pero, en definitiva, este joven músico estaba en lo correcto. No menos podía asegurarse pues su investigación fue cabal y bien argumentada. Entregado a tales pensamientos, fue cuando experimenté la cita con el misterio a que hice mención más arriba. De pronto, como una manifestación de verdades secretas u ocultas, de casualidades que surgen de la nada, o del todo (quién sabe), nacieron de ese barullo urbano profundas y tersas notas que emitía el violinista callejero en un vibrante solo del… ¡Canon de Pachebel. Hondamente conmovido por el azar ¿azar?, agucé la vista y vi los movimientos de arco del artista que con el violín pegado al mentón, vestido con un delgado y raído traje oscuro, y calzando un gorro que a medias le tapaba los ojos, durante seis minutos y algunos segundos alcanzó con su ejecución sonidos estelares que arrobaron mi espíritu. Disfruté intensamente del virtuosismo de un violinista de dotes innatas y gusto y sensibilidad exquisitos. Pensé en Paillard, y luego, en consciente asociación, recordé a Paganini. Comprendí en ese momento por qué este último, siempre fiel a toda partitura, retocó la instrumentación de Schumann, transportó un instrumento en la Obertura de Guillermo Tell, de Rossini, y modificó la instrumentación de Ravel en los Cuadros de una exposición, de Mussorgsky. Paillard hizo lo propio con el Canon de Pachelbel, pero no para subsanar descuidos de Pachelbel sino para embellecer el Canon, no a niveles baratos de “bonito, carismático y pegadizo”; más bien con el fin de elevar a todo lo magnífico esa música. Viendo a lo lejos al artista, pensando en Pachelbel y Paillard, y en la música que el violinista emitía en ráfagas de supremas melodías –la quintaesencia del más puro barroco que en ese minuto, quizás como una aureola que se posa sobre una música, como una jugada del subconsciente que me hacía ver volar el Canon, por un instante, y que valga la digresión relacioné ese fenómeno con el Canon inverso que tan bien delinea Paolo Marensig en una formidable novela cuyo trasfondo es la búsqueda de la perfección. Justo en ese instante, en medio de un segundo, o tal vez de una fracción de segundo, fijándome otra vez en el contorno de la figura de aquel oscuro músico, comprendí alborozado hasta dónde llega y se oculta toda la exquisitez y grandeza del mundo…. Absorto en una suerte de contemplación y de gloria que resultaba de esa excelsitud, sentí que mi hermano me tomó del brazo.

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*Publicado originalmente en el perfil de Facebook del autor (7/2/2021)

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