Cuatro mil cuatrocientos años atrás, cuatro mil doscientos cincuenta años antes que el barbado filósofo de Tréveris escribiera una sola línea, un escriba egipcio dejó inscripto en una tablilla este mensaje a su hijo: “Aprende bien a escribir, eso te protegerá de otro tipo de trabajo”. Es la primera prueba documental histórica de la distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, algo que el filósofo de Tréveris -se llamaba Carlos Marx- introdujo en el pensamiento occidental como uno de los motivos fundamentales de la desigualdad humana, característica del modo de producción capitalista, del cual Charlie, por lo visto, efectuó una autopsia anticipada.
Enternece el padre africano: usa una palabra defensiva -un verbo: proteger- para evitar que su hijo, al que es evidente que ama, termine en la cola de los que arrastraron y cargaron alguno de los dos millones y medio de bloques de piedra con los cuales se construyó Gizeh, la Gran Pirámide. Esta diferenciación entre las labores físicas y las que no lo son -desde la burocracia a la cultura- comienza a desenvolverse en el neolítico -sobre el cual teorizó el amigo de Charlie, Engels, en su icónico libro El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, sobre el cual el cantautor cubano Silvio Rodríguez versionó su La familia, la propiedad privada y el amor, esa trova donde aúlla aquello de “Cuando se hallan dos balas/ Sobre un campo de guerra/Algo debe ocurrir”. Vaya metáfora.
Antes, mucho antes que cantáramos a voz en cuello esa canción del isleño en los fogones, en el paleolítico, todos hacían todo. Los mismos que, inspiradamente, pintaban los mamuts en las paredes de la caverna eran los que corrían con denuedo detrás del lanudo para cazarlo y poder alimentarse. De ahí que autores como Desmond Morris, un zoólogo que se dedicó a investigar la conducta humana en la sociedad industrial de post guerra, afirmó que un animal del zoológico, incluso con el cúmulo de desgracias que eso conlleva para el enjaulado a la fuerza- era más feliz que un ser humano que vive, voluntariamente (o eso creemos, y de ahí el desgarro) en las urbes psicóticas que horrorizaron al bueno de Morris. Su objeto de estudio fue la Chicago de los 60s que sólo cargaba 3 millones de urbanoides entre sus rejas invisibles. No quiero pensar que diría hoy con megalópolis que superan los 20 millones de habitantes en un proceso desquiciante y, en lo aparente, indetenible.
De ahí que Marx hablaba de la abolición de esa separación inhumana que, según su vaticinio, sucedería cuando imperase el comunismo universal, hecho que aún tampoco se verifica. Ni modo: para no caer en el desánimo, convocaré a este texto a uno de los más sensibles escritores de todos los tiempos: Marcel Schwob.
En su Relato del goliardo, incluido en esa joya de la literatura conocida como La cruzada de los niños, Schwob da su versión de lo mismo que nos legó el escriba del Nilo. Asegura, anhelante, el clérigo vagabundo: “Nuestro Señor Jesús es color azucena, pero su sangre es bermeja. ¿Por qué? No lo sé. Esto debe de estar en algún pergamino. Si yo hubiese sido experto en letras, tendría pergamino y escribiría en él. De este modo comería muy bien todas las noches. Iría a los conventos a rogar por los hermanos muertos e inscribiría sus nombres en mi rollo. Transportaría mi rollo de los muertos de una abadía a la otra. Es una cosa que agrada a nuestros hermanos”.
Bien leído el extracto desde este presente hostil, no sólo es un plan de vida, es también una pequeña guía para “emprendedores” -que palabreja más pringosa-, ahora que el sistema, pandemia mediante, busca hacernos creer que hay que “reinventarse”.
Nuestro monje, el de Schwob, no era un hombre nacido para llorar, y a pesar de que sus deseos no se cumplan, y deba vivir mendigando y no comiendo muy bien como quisiera, es feliz en su deambular[1] por el mundo. Se cruza en su travesía a los niños cruzados y dice de ellos: “Eran pequeños peregrinos. Tenían bordones de avellano y de álamo. Llevaban la cruz a la espalda, y todas estas cruces eran de innumerables colores. Las vi verdes, que debieron estar hechas con hojas cosidas”. La belleza marca la escritura de Schwob. Y no es un antídoto: es una huella. ¿Qué a donde conduce? Lo sentencia el goliardo, vagabundo inmortal: “El fin de todas las cosas santas radica en la alegría (…) Me acostaré aquí bajo el sol. Es un sitio santo”.
Bien leído, este es otro plan de vida. Y ya que lo citamos a Charlie, lo volveremos a convocar: en tan escuetas pero límpidas palabras, se sintetiza aquello que proclamó el germano cuando lanzó el desafío de pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad.
El goliardo, a la vez, sin saberlo, sigue las enseñanzas de San Columbano, quien mucho antes de que naciera Francisco en Asís ya hablaba con los árboles y con las piedras donde veía multiplicarse la presencia infinita de Dios. Fue el primer santo ecologista.
San Columbano nació en la isla de Irlanda donde también vinieron al mundo Bobby Sands y Rory Gallagher, un guitarrista de blues demoledor, y donde hay muchos que desayunan con un buen whisky. Si tienen dificultades para dormir bajo el sol como el fraile, prueben el Jameson Irish Whiskey en vez de café para empezar la mañana. Están advertidos: es más económico que otros caldos, es suave, no raspa y huele a vainilla y madera.
Pablo Cingolani
Laderas del Aruntaya, 15 de abril de 2021
[1] Anoto de memoria. Thoreau asegura en uno de sus escritos que esta bella palabra deriva de otras que significaban “peregrinar hacia Dios” y que surge, precisamente, a raíz de las Cruzadas, cuando miles y miles de seres -al margen de las expediciones papales y monárquicas- se lanzaban a los caminos en busca de llegar a Tierra Santa, a la Jerusalén del Santo Sepulcro. Incluso los niños.
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