Quetena (crónica)

En el extremo sudoeste de Bolivia, se encuentran las Quetenas, grande y chica. No hay más si de fronteras nacionales se trata. Sin embargo, a un lado y a otro de la triple frontera, se extiende la puna continental más extensa de todas.

Hacia el oeste -Chile- se va abajando hasta convertirse en el desierto más seco de la Tierra y luego derramarse hacia el Pacífico, el super océano que baña las Filipinas y las costas de Australia, las islas maoríes y el Japón.

Hacia el este -Argentina-, embudo geográfico, todos los caminos terminan confluyendo en la quebrada de Humahuaca, la vía de entrada histórica a las llanuras templadas continentales. Desde ahí también se accede al Atlántico -ese antiguo mar que orillea África negra, el Sahara, la vieja Europa y de allí se va a lamer Islandia y el país de los inuit- y, más lejos aún, se baja hasta la Patagonia y su prolongación: la península antártica.

Hacia el norte de las Quetenas, como un tapiz, se despliega el altiplano (otro nombre de la puna) que se alarga hasta el sur del Perú, englobando al lago Titicaca, un prodigio acuático.

El altiplano se enmarca, por el oriente, por una cordillera de seismiles nevados que, a su vez, son la fuente de las aguas de la cuenca hidrográfica más vasta del planeta: el Amazonas, a su vez, la selva más misteriosa.

Bien vistas, si uno entrena su imaginación geográfica, las Quetenas pueden convertirse en un axis mundo, un eje ordenador del destino humano que se sucede en esa diversidad fastuosa de climas y de paisajes.

 

En el Diccionario ckunza- español- español-ckunza recopilado por Alejandro Álvarez Vargas (Calama, 1996) no figura el topónimo Quetena.

El kunza o ckunza era el lenguaje de los atacameños, el pueblo originario asentado en los valles precordilleranos del alto río Loa, la puna de atacama y el antiguo señorío de Los Lípez, territorios que hoy se dividen las tres naciones ya anotadas. Hubo una invasión, una guerra y una serie de tratados diplomáticos para que el mapa actual termine así configurado.

Lo que sí afirma el diccionario es la vigencia de un apellido kunza: Vilte. En las Quetenas, es uno de los más comunes.

Hay una palabra anotada en el libro que, tal vez, merezca ser destacada por su aproximación al vocablo: quenna, que significa llorar. Con la misma q inicial, hay dos palabras más que intrigan: quelayá, que se traduce como lejos y quelchar que significa verdad.

Quetena, parte de una cultura de desierto, de altura e infinito, tal vez hizo o haga llorar a varios por su lejanía, pero, a la vez, como todo desierto, sea un lugar propicio para la verdad, para su hallazgo. Son puras conjeturas, sabrán comprenderme. Quetena, tan lejos…y tan cerca.

 

La primera vez que fui por Quetena fue en 1989 auspiciados por la legendaria Corporación Minera de Bolivia.

El propósito del viaje era grabar (una parte de) un documental. Si Bolivia tiene bien merecida fama de país minero, Los Lípez -el Nuevo Potosí como lo llamó el Padre Barba, morador de esas tierras en el siglo XVII e inventor de un método de amalgama que revolucionó la extracción de metales y aceleró la acumulación capitalista- es uno de sus corazones.

Esa vez, junto a Pepe Miranda, el director de Qamasan Warmi, una película sobre la vida de la heroína aymara Gregoria Apaza, volamos desde La Paz hasta la pista de Cerdas, cerca a la estación ferroviaria de Atocha y de allí en 4x4 terminamos esa noche durmiendo en el mítico pueblo de San Vicente donde aún no terminan de encontrarse los cuerpos baleados de Butch Cassidy y el Sundance Kid. Desde allí, nos fuimos sumergiendo en la vastedad del desierto más alto del mundo.

Pasó de todo, todo magnético, en ese viaje: desde contemplar, desde las alturas, la ciudad abandonada de San Antonio con su inmensa iglesia solitaria, su pueblo de indios, la ordenada urbe española, todo envuelto en el olvido y el silencio de la historia, hasta, que se yo, ranchear y pernoctar en un también abandonado campamento de la cooperación japonesa, situado a escalofriantes 5200 metros de alturas, al lado de un socavón de piedra revestida del siglo XVIII, y a donde nos embriagamos con los geólogos que nos acompañaban porque, de otra manera , acordamos, dormir iba a ser una tarea difícil.

 

Si vas por estos sitios y no te pierdes, es casi como no ir. Así llegamos a una mina con dos ranchos improvisados a un lado que los trabajadores llamaban Velader, la contracción de vela-arder. Estaba cerca de Quetena, ya no recuerdo si llegamos de ida o de salida. Allí vimos algo impactante: un socavón casi vertical en medio de la nada, nuevo, reciente, donde un grupo de osados -unos 20- se afanaba arañando la tierra en busca de oro. El nombre venía de ese afán: iban a quedarse allí hasta que las velas ardan, hasta que el oro los saque de pobres.

Los geólogos, desde su soberbia urbana y su saber académico, velozmente hicieron algún testeo y, ya marchando, nos aseguraban que estos hombres no iban por buen camino, que no había veta ni vainas por el estilo: nosotros nos quedamos admirados.

Pasados los años, vi otras formas de esa fiebre atávica que se apodera de los hombres -vi la desgracia asolando el campamento de Chima, asistiendo a los sobrevivientes de un derrumbe colosal que se llevó más de medio centenar de vidas, vi la devastación de la selva en el Madre de Dios peruano, documentando el delirio lacerante con los compañeros de la FENAMAD, vi la temible La Rinconada, una mina de glaciar, una ciudad en el cielo, un país de cráteres desdichados, obra de la codicia desatada- pero nunca pude olvidar a ese puñado de seres que a 5000 metros de altura con unos gastados picos, unas pesadas palas, una escalera de palos y esa inaudita esperanza que atesoran los condenados de la tierra, se empeñaban allí, en el medio de la nada, tras la quimera aurífera.

Era un extremo vivencial: no hacía ni dos años que morábamos en Bolivia y esa experiencia tan elocuente, ese viaje iniciático a Los Lípez, son esas cosas que te van marcando, te van arraigando, te van señalando la huella de tu destino.

La evacuación del territorio no fue menos audaz y delirante: volvió un avión a buscarnos a una pista que estaba próxima al campamento de los nipones, teníamos radio y así nos comunicábamos con el piloto que nos pidió, por favor, que la señalizáramos ya que sólo contaba con coordenadas. Fuego no había cómo hacer, usamos piedras y las recubrimos con la ropa de colores que disponíamos y los cuatro cojudos que éramos nos pusimos en medio de la mesetita donde aterrizaría el avión a hacerle señales.

La parte delirante es esta: salimos de Los Lípez, en el confín sudoeste de Bolivia, hicimos escala en La Paz para abastecernos de combustible y luego, sin respirar y sin escalas, aterrizamos en Guayaramerín, en el extremo nor-oriental y amazónico del país, para ingresar, vía la brasileña Guajará Mirim, hasta un embarcadero en el río Madeira, el afluente principal del gran Amazonas, y navegando sus aguas, grabar la extracción (ilegal) de oro aluvial por cientos de dragas en una región conocida como Las Araras.

Esa noche, en un campamento de la COMIBOL situado en un lugar llamado Nueva Esperanza (hoy, es un municipio del departamento boliviano de Pando) -donde también, a todo esto, laboraban oro, pero con monitores de agua, un infierno de barro y mosquitos- nos volvimos a embriagar con los geólogos, pero esta vez de dicha: ese vuelo Lípez-Amazonía merecía unos brindis.

El campamento se hallaba encima de una loma desde donde se contemplaban las aguas del río. Por la noche, el espectáculo era de verse: las dragas encendían miles de lámparas que brillaban como luciérnagas metálicas en medio de los latidos incesantes de la selva. Era fácil imaginarse que allá abajo, en el cauce iluminado del Madeira, los improvisados mineros nordestinos, llegados desde el sertão, desde ese otro desierto, botella de cachaza en mano, también se estaban mamando, cantando nostálgicos algún forró.

 

También con afanes mineros pero esta vez históricos acudimos otra vez hasta Quetena con mi amigo Alfonso Barrero. ¿Cuándo fue? ¿Finales de los 90s? Puede ser. Esta vez entramos desde Chile. En la plácida Calama, habíamos compartido con el padre de Alfonso, don Alejandro, y con Susana, su hermana y cuyo nombre bautiza la mina, una mina de azufre donde don Alejandro empeñó los esfuerzos de gran parte de su vida. Son historias singulares, muchas de ellas exquisitas -como cuando Alfonso en su permanente habitar poético llevó hasta la cima del volcán Licancabur al escritor Jaime Saénz en ajayu, en alma y en espíritu- que ya conté en muchos textos, publicados por ahí.

El objetivo de este viaje era conocer la mina, situada en un cerro a 5300 metros de altura y desde donde se divisa la inolvidable Laguna Verde. La idea era intentar reciclar la mina para volverla un ámbito turístico, terapéutico, filosófico, creativo, algo así, de todo un poco en esa dirección.

Otro amigo, ¡otro geólogo!, muy cordobés el hombre, con el cual habíamos hecho un trabajo de documentación audiovisual en Argentina, me había facilitado unos contactos en Inglaterra donde había una consultora de ingeniería que se dedicaba a reciclar antiguas (y muy antiguas, algunas eran de origen romano) minas de estaño y de cobre en Cornualles, otro confín planetario.

Teníamos un modelo de trabajo. La idea era principiar por una catalogación del patrimonio existente en Mina Susana- y buscar interesar a los amigos de mi amigo. La iniciativa contaba con el apoyo de los comunarios de las Quetenas, antiguos trabajadores de la mina y amigos de Alfonso.

Como supondrán, pasó lo de siempre: es muy difícil convencer a los primermundistas de colaborar en un proyecto tercermundista si ellos, los de arriba del mapa, no están interesados, a priori y por el motivo que fuere, en hacerlo ellos. Una perdida mina de azufre volcánico en un perdido cantón llamado Quetena en un perdido desierto conocido como Los Lípez no les movió un pelo a estos tipos que si mal no recuerdo tenían oficina en Birmingham.

A todo esto, años después, la UNESCO declaró el paisaje minero de Cornualles como patrimonio de la humanidad, así que supongo que los señores ingleses tenían harto trabajo en su comarca como para dejarse caer por aquí. Además, así las costas y colinas del Land’s End sean escarpadas, imagínense a los británicos en medio de la más absoluta desolación cordillerana, en medio de esa belleza tan extrema…tan nuestra, en suma.

Ya te dije que Quetena podía devenir, bien visto, axis mundo. Cerca de allí, de las Quetenas, hay otra mina abandonada del mismo azufre, situada en la falda de otro volcán, el Uturunco. Resulta que hace algunos años, la mismísima NASA con algunas universidades gringas, vinieron a estudiar la montaña y resulta que, debajo, se toparon con uno de los tres o cuatro supervolcanes que alberga la Tierra. Si estalla uno de estos, en Yellowstone, en Indonesia o en Quetena, ni mundo quedaría. Herzog hizo una película, fiel a su estilo, mezclando la tragedia del Mar de Aral con una hipotética erupción del Uturunco, pero no lo filmó, lo cambió por el Tunupa, el volcán que está en la orilla norte del salar del mismo nombre, ahora conocido como Uyuni. La película se titula Sal y fuego.

 

Hay muchas historias más que se pueden rememorar, pero este texto ya se hace largo como el camino a Quetena. Cuento una más: fuimos con Gastón Ugalde y Guillermo Aguirre a grabar otro documental, esta vez para el Servicio Nacional de Áreas Protegidas, los parques nacionales de Bolivia. Gran parte del sudoeste está bajo protección estatal bajo la forma de una reserva de fauna andina. Volvíamos de trajinar algunas semanas por ahí, era verano y debíamos volver a cruzar el salar citado para regresar a casa.

Cuando las lluvias, el reseco lago de sal -que es el más extenso del orbe. 12 mil kilómetros cuadrados de “sal cuajada”, como anotó en su libro El arte de los metales el ya referido padre Barba, agregando que era una de “las maravillas del Nuevo Mundo”, visionario el fraile-, el salar se colma de agua y hay lugares más hondos, donde el líquido se acumula más, por ejemplo, en la entrada de Colcha K que era, justamente, donde debíamos ingresar al mismo.

La historia es muy larga, llena de vicisitudes, la mayoría tragicómicas, como somos por estos lados del mundo. Elijo la parte que más me gusta contar. Obviamente, nos plantamos en medio del agua. La vagoneta, fue, se ahogó, sucumbió sin remedio.

Hubo un primer intento de rescate encabezado por quien suscribe y secundado por “El mortero”, un diestro mecánico uyunense que nos acompañaba -un mecánico por esos desiertos de Dios es más útil que cien intelectuales, cien políticos y cien economistas juntos- para ir a buscar un tractor que según informaciones estaba en una comunidad llamada Mañika. Caminando por el agua, llegamos hasta el terraplén donde una vagoneta turística, amigos de Mortero, nos esperó y, colgados como pudimos -adentro estaba lleno de búlgaros y noruegos- llegamos a Colcha K, pueblo histórico desde la época del señorío Lipe y entonces un triste cuartel fronterizo, digno de Buzzati.

Mientras traqueteábamos encima del carro, chupando un tremendo frío, le insistía a Mortero:

-Ahora llegamos y, como sea, nos conseguimos un buen singani y nos tomamos unos buenos “kajs” (tragos), si no nos enfermamos, Tornillo…

Mortero no quería mutilar mi deseo, pero yo sentía sus dudas. Decía:

-Mmm, ¿Singani? ¿habrá algo qué comprar?

En Colcha K y en todo Lipez, deben saberlo, nunca hay nadie o casi nadie. La cosa fue que llegamos y, de bajada del carro, nos topamos con una vidriera bien iluminada donde una botella del mejor singani -un Casa Real etiqueta negra- brillaba y nos estaba llamando. Susurraba:

-Ven, tómame, soy tuya…

Los milagros no se discuten: se celebran nomás. Nos pusimos a libar con Mortero en la única mesa del portentoso boliche y, tras que recuperamos la temperatura corporal y vencimos a la hipotermia, empezamos a notar algo inusual: había demasiada gente alrededor, yendo y viniendo, no entendíamos por qué. Se fue aclarando la cosa cuando de la nada apareció un emisario de los mandamases del pueblo -civiles y militares- que, dada nuestra inusual, aunque precisa presencia en vísperas del inicio del carnaval, nos invitaban a participar de la fiesta. No se diga más: terminamos en un bailongo y machadera colectiva que empezó en la plaza y terminó, como no, en el cuartel de los milicos. Lógicamente, como era de esperar, cuando hablábamos de nuestros “pobres y queridos” compañeros y la necesidad de rescatarlos del medio de las aguas, t-o-d-o-s y uno por vez nos dijeron lo mismo: mañana veremos. Esa mañana, el pueblo estaba dormido, y los más capos, seguían con la farra. Ni modo: pateamos hasta Mañika, estaba cerca, unos 15 kilómetros, el desierto nos curó la resaca, y ahí lo vimos: el tractor estaba hecho pomada, era una lágrima, una carcasa herrumbrada, no servía.

-Mortero, primero lo primero: curemos la resaca, por algún lado debe haber cerveza…

En estos pueblos, no hay gente, no hay qué comer, no hay nada, pero cerveza siempre hay. Y efectivamente, conseguimos un par de botellas al tiempo -es decir, heladas- en la casa de una doña que vivía al lado de una cancha de futbol. De repente, Mortero salió como flecha, cruzando el campo de juego. Una 4x4 amiga del mecánico nos podía devolver al medio del agua. Nos fuimos, pero esta vez nos metimos entre medio de los gringos. Cuando llegamos a la isla vagoneta y Gastón se enteró de que, hacia el sur, no había posibilidad de rescate, dándonos un discurso (incluyendo el dato de que el tenía más amigos en el gobierno de turno -era el 96, y era verdad: eso podía ser más útil para organizar el salvataje), se escabulló con Mortero en la vagoneta amiga y, optimista, gritó a nosotros y a los vientos:

-Llego a Uyuni y por la tarde, ¡vengo a rescatarlos!

Serían las 9, 10 de la mañana. Se demoró dos días. Dos días en el medio del agua abandonada. Estaba el director del área protegida -un tal Báez- que, desolado, para el terminarían siendo tres días de aislamiento, se encerró en su mutismo.

El gordo Aguirre, previsor de desastres -eso también, es un buen productor y el Guille además de ser un gran fotógrafo y mejor guionista también era un dedicado productor audiovisual- había traído dos mamelucos de agua. De hecho, ya los habíamos usado para la incursión fallida en busca del tractor. Comida casi no había -unas galletas que conseguí donde la doña de las cervezas y alguna lata de sardina; lo crítico era el agua que, intuyendo la demora, la racionamos. No teníamos radio: comunicación cero. Estábamos a unos cuarenta o más kilómetros del terraplén de Colcha K, al que no veíamos, más lejos de la primer plantada, la vagoneta de Mañika había intentado jalarnos y lo único que habíamos conseguido fue internarnos salar adentro.

El gordo estaba inactivo y se alteraba si no hacía nada. Ya habíamos pasado por una parecida unos años atrás, grabando Imagina Bolivia: tuvimos que improvisar un rescate en el mismo salar. Recordando esa historia -delirante si las hay, pero aquí no entra-, le propuse al Guille, calzarnos los mamelucos y fijar en nuestros ojos una hipotética ruta de evacuación:

-Hermano: caminemos hasta que volvamos a ver el terraplén de Colcha K…

Caminar no era el fuerte del gordo.

- ¿Y hasta dónde vamos a caminar, Chingo? -Él me decía Chingo como mis compañeros de la JUP.

-Y, hasta que el veamos ese puto terraplén, Guille. Nosotros estamos perdidos, ¿qué pasa si también el Gastón se pierde?

Aún hoy, con GPS y esas vainas, siempre hay gentes que se pierden en el salar. Muchos de ellos, terminan muertos por acción del frío. Comunarios y gringos, es indistinta la zafra de la parca. El gordo sabía eso, es más ya lo habíamos experimentado dos años atrás…

-Dale, gordo, aparte nos vamos contando historias…

Si algo le gustaba a Guillermo Aguirre era contar historias: así tejía sus guiones, primero los contaba, los narraba, los iba escribiendo con su voz, con su inolvidable labia, los iba cincelando, detallando, hablándolos, comunicándolos, además te involucraba. Eso -y la guadaña- lo terminó de convencer.

-Vamos, Chingo.

Fuimos. Caminamos algunas horas. ¿Cuatro? No teníamos reloj. Al final, a lo lejos, vimos el terraplén salvador. Habíamos llevado un palo y un trapo, dejamos una marca. Mientras tanto, el gordo hablaba y hablaba, yo estaba feliz. De vuelta, no veíamos la movilidad. Habíamos caminado, suponíamos, más o menos en línea recta. Hicimos lo mismo para regresarnos. Caminamos una hora, algo así, otra hora, la movilidad no aparecía. Yo no decía nada, no quería que el gordo se pusiera nervioso y me hinchara las pelotas con lo obvio. Desde ya que estábamos jodidos si no llegábamos al carro, pasar la noche en medio del agua helada del salar, no era una opción: podía ser la muerte. Pero, bueno, en algún momento tenía que pasar…

-Chingo, ¿dónde mierda está el carro?

-Ya va a aparecer, Guille, no me jodas…

-Chingo…

-Chingo, nada -lo corté- ¿vos acaso no sos devoto de Santa Bárbara? -El gordo amaba a la santa guerrera sin mengua, sin fisuras, su devoción era de piedra, eterna.

-Si, Santa Bárbara…

-Bueno, ahora es cuando nos tiene que ayudar, así que rezale y seguí caminado que ya va a aparecer…

Y así pasó. Primero fue un punto negro que semejaba una hormiga, luego fue creciendo, se veía como un escarabajo en medio de una bolsa gigante de azúcar: era la vagoneta, estábamos salvados. Pero lo mejor de toda esta historia es este final: ya relajados de ánimo, ya sabiendo que llegaríamos a donde estaba el alunado de Báez, cagados de hambre y de sed, agotados de trajinar, de repente nos dimos cuenta que una extraña luz nos había empezado a envolver.

Era una luz anaranjada, cálida, que se reflejaba en la sal y en nuestros rostros, el blanco omnipresente había desaparecido. Era una luz extraña, decía, pero, a la vez, familiar, conocida, así la sentías: te suspendía en el aire, había abolido el tiempo, nos hacía olvidar el cansancio, la incertidumbre padecida, todo lo que no sirve para vivir, y nos elevaba, nos acercaba, nos alentaba, todo lo que sí sirve.

Era muy placentero, muy inspirador lo que nos sucedía, tanto que, como imantados, en vez de seguir hacia adelante, hacia el carro, hacia la salvación, nos detuvimos y nos dimos la vuelta.

Allí estaba. Allí, lo vimos. Allí, delante de nuestros ojos, desplegándose en toda su majestad y su belleza, en su esplendor más puro, estaba el origen de la luz, la fuente de esa energía cósmica que nos había atrapado y seducido: allí estaba el más maravilloso de los celajes que compartimos con el gordo, allí estaba el sol del atardecer deshilachándose en luces infinitas y embriagadoras de dicha, sólo para nosotros, solos y felices en el medio del desierto.

 

Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 25 de junio de 2021

Publicar un comentario

0 Comentarios