Víctor, no avisaste que te ibas…


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Morir es una costumbre que suele tener la gente, anotaba Borges en un mundo de taitas y cuchilleros. Escribir sobre nuestros muertos también parece serlo. Lo digo con tristeza, porque en la brega de los facones se sabe lo que se arriesga; otra cosa es que algo sombrío y oculto nos venza con inesperados ardides.

Despierto el lunes con una nota de Maurizio acerca de la muerte de Víctor (Ramírez). Me había dicho no hace mucho que lo internaron porque la peste se le aproximó. Le escribí. Notas en el mensajero que nunca fueron abiertas ni lo serán. Junto a algunas fotos. Reviso aquella correspondencia, no muy nutrida pero sustanciosa.

Conocí a Víctor hace unos años, en un conversatorio sobre mi novela Muerta ciudad viva que lentamente, en la clandestinidad, se va convirtiendo en el libro de la Cochabamba enmascarada, la máscara de la muerte chicha. Sita en buena parte en el barrio de Caracota. Víctor, que hizo preguntas y comentó con agudeza las páginas, dijo que mi novela comenzaba con “el Claudio sentado al amanecer debajo de la ventana del Ñahuilo” ¡cómo lo recuerdo! El Ñahuilo me observaría del segundo piso mientras los intestinos animales hervían en el suelo y susurraban con voz alcohólica. Ese Ñahuilo para quien había él trabajado, primera labor, esquina Lanza y Uruguay, cuidando una mascota que sería una boa constrictor o pitón. Me gustó su entusiasmo porque mi novela comenzara allí, en su barrio, muy cerca de donde se construyó ese imperio familiar suyo de las deliciosas empanadas del Wist’upiku, sobre la vieja calle Lanza.

Es lógico que las ciudades se vayan despoblando, que los países cambien de fisonomía, que la memoria sea inútil lujo. Pero no me acostumbro. No ahora en que preparo un ilusionado retorno que sabe bien que de rosas no ha de ser pero decidido y consciente. Le hablaba en el café Fragmentos, mientras tomábamos ron Zacapa guatemalteco y la joya de la casa, caipirinha, al respecto, y que cuando estuviera allí tendríamos sesiones de gula, alcohol y música en el sexto piso por encima del espectro de los molles.

Su mote feisbukero y de Messenger era Uchu Karacotaladumann, del lado de Caracota con un dejo de Thomas Mann. Hombre leído, viajado, mientras le firmaba unos libros hablábamos de la belleza de las mujeres armenias; con ellas yo en Aurora; él en Buenos Aires. Cabello negrísimo en piel blanquísima. Ojos de noche. Linda conversación. Ya con distancia de inmensidad entre nosotros, intercambiamos palabras. Me envió una foto de la Casa del Pueblo en La Paz: la torre de Saurón, subrayó, y en el último piso la agencia de Sarumán, el mago blanco…

Ante un chicharrón que inventé, con fotografía añadida, comentó: “UMAMI, Anchata kusikuniy. Jinaj khapashan, kikin La Chola Flora auténtica Calacaleña, mayu cantitu, wasin wisaj… Mayorazgohatunwasi”. Cochabamba desnuda allí, en su lengua y sus platos, en las torrenteras que llamábamos “mayus”, en la casa grande donde durmió Bolívar y los amantes anotaban en el descascarado empapelado que allí estuvieron… juntos.

Un día le pregunté por dónde andaba. En Angola entonces. Agostinho Neto y los diamantes. Cuito Canavale, UNITA y MPLA, sangre, fuego en las sabanas de Cayatte, escribía Neto.

A la sentencia en quechua le respondí que hacía cuarenta años que no comía en la Chola Flora, famosa además por sus cuises parecidos a doradas ratas sacrificadas a la infinita hambre cochala. Prosiguió: “Claudius, nombre de espada como la del Centurión que pidió salud para su exlabor”. Del quechua que hice como que comprendía completo, dijo: “no me digas como el Z, tendré que ir a la Kankillería de la Plaza MURILLO para una traducción”. El Z, nuestro amigo común Maurizio Bagatin, no Costa-Gavras.
La próxima fue Grecia. Charla sobre rembétika, la lírica y música de los gansters a ambos lados del Bósforo. “Cuando le escribo en Elenikie al Z o a Chaly, desde Tesalonikie, me dicen: Rebajá pues casero”. Salónica, la antigua, la más nueva de putas y navajazos. Allí también se habrá perdido una ética criminal casi provinciana. Heroína y cocaína suelen transformar rigores y costumbres. “Estaba lleno de chinoisse. La privat del porto de Pireo, trajo Asiáticos como langostas”. Transcribo tal cual fue escrito. En líneas que hasta pudieran semejar esquizofrénicas se nota el espíritu de un viajero para quien el idioma es un picante mixto. Así se construyen historia y literatura, con los chinos del Pireo y torres supuestamente mágicas retratando andinos falos.

Como narré ya, su última foto estaba en MORDOR. Habíamos charlado aquella vez de Fragmentos y en el mercado orgánico cerca del Loyola sobre Ucrania, de Kiev y Odessa en específico. Cuba también. Aparecieron unas salteñas ¿fue así?, una aristócrata blanca como armenia compró papas diminutas y coloridas y le pregunté cómo las prepararía. Maurizio dijo que era tal, sobrina y prima de cual, divorciada o viuda, con hijos que no tendría yo por qué no adoptar. Papas que fueron digeridas y ella y yo envejecidos y Picha y Víctor muertos. ¿Con quién brindaremos el próximo Zacapa? Se lo tengo prometido a Cingolani y a Nelson. ¿O nos llevarán las olas hacia Salónica y el viento al Épiro?

Hoy sonaba a lunes normal día de trabajo. La noticia me tomó como la plaga, me dejó inerte, tieso. Me vestí automático y quedé sentado con zapatos lustrados de amarillo sin salir.

Escribiré todavía mucho acerca de Caracota, el mercado Calatayud, pero los ojos de mi amigo no ya leerán ni aprobarán el tono. Vamos también desluciendo los ojos. Caminaré por Cochabamba con muchedumbre y ruido. Pero habrá imposible silencio. Las masas corren alocadas y agitan banderas. No saben que la esencia tiene sabor de paz. Es fácil ser tolstoiano, dirán, cuando no tienes que ganarte la vida. ¿Ganármela? Pucha, a veinte o diez y seis horas por día, como asno y como esclavo. ¿Ganármela? Más bien la he perdido. Lo que quede, difícil saberlo, irá por otro rumbo, que el poder y la estupidez nos inclinan a no vivir y creer que lo hacemos.

Tu último críptico mensaje a mí, querido Víctor Ramírez, fue: “Metaxa, Arak”. Metaxa en griego significa seda, y el arak es un antiquísimo trago de semillas de anís en aguardiente de uva, desde el Líbano al Mediterráneo. Supongo que quisiste decir que brindaríamos un día con arak. ¿Lo haremos? Recurro a Homero y su entorno de dioses mundanos y por hoy lo he de creer, porque si no ¿cómo combato la pena? Salud, pues, ps, que la nave Argos nos aguarda para ir a por el vellocino de oro, o detenernos en cualquier taberna, junto a Ulises confundido y Héctor degollado, mientras la furia del Levante tuesta cabezas y emborracha a los hijos del sol doquiera se encuentren.

14/06/2021

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