Ahora lo sé: cuando escuchábamos a Zappa lo hacíamos por un no consciente afán terapéutico y una secreta búsqueda de redención.
Zappa era una eficaz cura contra el clima social reinante -el miedo ensordecedor que inoculó la dictadura militar- y era una llave devocional que abría puertas que te habilitaban el acceso a mundos que intuías pero que, con la música reventando parlantes, la música chorreando por las paredes y demoliendo hoteles, se develaban, estaban ahí, podías tocarlos con los ojos, con los oídos, con tus manos.
Las murallas del temor eran demolidas por el sonido abrumador, compacto, total, que creaba Zappa y la película mesiánica de tu vida, cargada de epifanías cotidianas, siempre tenía un final feliz, el que te procuraba la púa ardiendo, la guitarra electrizando el momento, que se volvía eterno y latía con vos en las calles donde probabas que no necesitabas de otro héroe que no seas vos mismo.
Eran los días donde mezclabas todo en tu cabeza, tensabas tus neuronas y tus estados de ánimo, y te admirabas de que en el mundo hubiera Zappa y por eso, sólo por eso y era un inicio, confiabas en la abolición del mal y, secretamente, comenzabas a soñar con volarlo todo, acabar con la prisión de la realidad pautada, regimentada, domesticada: convertir a la vida en una celebración permanente, sin final, definitiva.
Hubo un tiempo que fue hermoso y fue ese: cuando escuchábamos a Frank Vincent Zappa y todo lo demás podía esperar, cuando nos embarcábamos en su nave ebria de sonidos, de colosales montañas de sonidos que te lanzaban a un cielo nimbado, colmado de rebeldía, de no-me-conformo-con-lo-que-
Así sobrevivimos. Sin la magia desatada por Zappa, todo hubiera sido mucho más difícil (y muy aburrido)
Cuando el tío Frankie partió hacia las estrellas, ya vivía en La Paz y su despedida acá fue más que honorable: era de noche un día de semana y en un sótano, proyectaron 200 Moteles en una sábana y todos los asistentes -un puñado de alucinados- nos volamos prolijamente el bocho en honor a una de las mentes más creativas que, con fiebre y fervor, habíamos introducido en nuestras vidas. Todavía late, sigue latiendo.
Pablo Cingolani
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