Memorial Zappa

 

Ahora lo sé: cuando escuchábamos a Zappa lo hacíamos por un no consciente afán terapéutico y una secreta búsqueda de redención.

 

Zappa era una eficaz cura contra el clima social reinante -el miedo ensordecedor que inoculó la dictadura militar- y era una llave devocional que abría puertas que te habilitaban el acceso a mundos que intuías pero que, con la música reventando parlantes, la música chorreando por las paredes y demoliendo hoteles, se develaban, estaban ahí, podías tocarlos con los ojos, con los oídos, con tus manos.

 

Las murallas del temor eran demolidas por el sonido abrumador, compacto, total, que creaba Zappa y la película mesiánica de tu vida, cargada de epifanías cotidianas, siempre tenía un final feliz, el que te procuraba la púa ardiendo, la guitarra electrizando el momento, que se volvía eterno y latía con vos en las calles donde probabas que no necesitabas de otro héroe que no seas vos mismo.

 

Eran los días donde mezclabas todo en tu cabeza, tensabas tus neuronas y tus estados de ánimo, y te admirabas de que en el mundo hubiera Zappa y por eso, sólo por eso y era un inicio, confiabas en la abolición del mal y, secretamente, comenzabas a soñar con volarlo todo, acabar con la prisión de la realidad pautada, regimentada, domesticada: convertir a la vida en una celebración permanente, sin final, definitiva.

 

Hubo un tiempo que fue hermoso y fue ese: cuando escuchábamos a Frank Vincent Zappa y todo lo demás podía esperar, cuando nos embarcábamos en su nave ebria de sonidos, de colosales montañas de sonidos que te lanzaban a un cielo nimbado, colmado de rebeldía, de no-me-conformo-con-lo-que-ustedes-me-ofrecen-y-pueden-meterse-su-sistema-en-el-culo (y a la dictadura también)

 

Así sobrevivimos. Sin la magia desatada por Zappa, todo hubiera sido mucho más difícil (y muy aburrido)

 

Cuando el tío Frankie partió hacia las estrellas, ya vivía en La Paz y su despedida acá fue más que honorable: era de noche un día de semana y en un sótano, proyectaron 200 Moteles en una sábana y todos los asistentes -un puñado de alucinados- nos volamos prolijamente el bocho en honor a una de las mentes más creativas que, con fiebre y fervor, habíamos introducido en nuestras vidas. Todavía late, sigue latiendo.

 

Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 27 de julio de 2021


Esa noche del adiós, uno de los conjurados fue el Cé Mendizábal que laboraba en el extinto periódico Última Hora. El tuvo a bien publicarme el texto que pueden leer aquí:




Un día de 1979 o 1980, por ahí, desde Buenos Aires, Argentina, le escribí una carta a Frank Vincent Zappa. Me respondió sorprendido que en un país tan lejano lo escuchásemos. Y, en un sobre color madera, me envió esta foto con su firma.



En esos días, todas las mañanas, religiosamente, escuchaba este blues, el blues del tío Remus. Después, en la vereda de la calle Bacacay, en el Flores de Roberto Arlt, me iba a tomar cerveza con el Sergio y el Julio y, luego, entrábamos a clases, a aburrirnos con lo que nos enseñaban en el secundario, ese que Pasolini, con toda razón, dijo que había que abolir porque, tal como lo diseña el capitalismo, no sirve para nada.



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