Crucificada


Concha Pelayo

A veces me siento crucificada, atada de pies y manos, sin posibilidad de movimiento. Otras, ocurre lo contrario; de mi cuerpo brotan alas, alas de colores de las más exóticas aves y me siento liviana, frágil, sin peso específico que me ate a la tierra. Es entonces cuando yo soy yo y mi circunstancia. Es entonces cuando la vida, a mi alrededor, me facilita atrapar el aire que me rodea, respirar hondo y percibir que me lleno de pétalos de multicolores flores; flores que cubren mi cuerpo y perfuman mi piel. Y así vuelvo a ser niña, aquella niña que no tenía cuerpo porque no lo sentía, no le pesaba y todo era bello.

He estado unos días en mis lugares de infancia, recorriendo los caminos pedregosos, bordeados de zarzales, que me iban ofreciendo su fruto dulzón y evocador. A cada paso me he detenido en uno de esos zarzales y me he dejado embriagar por el sabor de las moras. He cerrado los ojos y retrocedido en el tiempo, y ¡oh milagro!, he sentido la misma sensación, el mismo candor e inocencia. Me he detenido en esos pequeños hormigueros y he visto la laboriosidad de las hormigas. Me fascinan esos montones de pequeños foleos que antes cubrieron el grano de trigo y ahora cargan las hormigas que se cruzan afanadas. Van y vienen, cada una a lo suyo y consiguen dejar extasiada mi mirada. Sigo mi deambular mientras percibo el aroma a tomillo o a jara; a verano, a tierra seca y polvorienta, misteriosa. Aparecen formas pétreas que me hacen soñar: Tortugas gigantes en procesión, rocas a las que se ha dado un tajo longitudinal y allí permanecen, impasibles al tiempo. Los terremotos, imagino, labraron este paisaje de mi infancia, pero también la mano del hombre dejó su huella.

Mi cabeza se ha liberado de ataduras, de convencionalismos sociales y mi corporeidad se ha escapado de mi misma. Camina a mi lado para no abandonarme, pero sin molestarme. Sólo siento lo que no se siente y siento que estoy en el lugar exacto y deseado porque éste es el sitio donde confluyen todos los caminos iniciados. Aquí se mitiga el ansia y se llega a término, como ese tren que pita ante la próxima estación y se para. Misión cumplida.

He estado unos días en el lugar donde las noches son estrellas que me miran y protegen, que velan mis sueños mientras los grillos rompen el silencio de la noche con su sinfonía inconfundible. Es como si aquellos grillos que yo oía de niña no hubieran desaparecido y siguieran cantando día tras día, año tras año, para siempre, para que yo los oiga. Esta tierra es así: firme, serena, compacta, luminosa, acogedora, liviana. Esta tierra proporciona un aire limpio; tanto, que las llagas del alma van desapareciendo lentamente, como desaparecen las marcas de las heridas, con el tiempo, y la piel se vuelve otra vez blanca y luminosa.

He dejado que mi cuerpo se sumerja desnudo en la placidez de estas aguas tranquilas, suaves, finas, reparadoras, y he notado un inmenso bienestar a nada comparable. Y cuando esto ocurría, el sol se aliaba a mi piel para calentarla y secarla mientras me dejaba acariciar sin oponerme. Así han transcurridos unas jornadas que se me antojan ya contadas, como contados son los días, como contado es el tiempo que me separa de mi tiempo.

Hoy he suspendido esta tregua y he vuelto a poner en guardia mis fibras más sensibles. Hoy he suspendido bruscamente este abrazo incondicional que me proporciona la naturaleza. Y es que yo quiero volver a la tierra, hacerme agua o liquen para que nadie turbe mi placidez.

El camino siempre se bifurca y nunca se sabe a ciencia cierta, cuál es el que conviene.

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