Pablo Cerezal
Mi casa se estaba quemando y solo podía salvar una cosa.
Decidí salvar el fuego.
Jean Cocteau
Imágenes típicas del verano regresan a los noticiarios: costa levantina, profusión de sombrillas y desnudos afortunadamente a medio hacer, sonrisas al viento que no existe y 15 segundos de fama televisiva (lo lamento, querido Warhol, equivocaste la medida del tiempo) en que proclamar, sonriente y victorioso, ese aquí disfrutando de la playita y la familia, que ya era hora súbitamente mutado en un esto es irrespirable, imposible dormir, pero nada que no solucione la playa y la cervecita. Y es que hemos sufrido una ola de calor (sí, ya ha pasado, pero quien aún me siga leyendo sabe que escribo con retraso): viento del Sahara y silbidos subsaharianos que amenazan atracar en nuestras costas sin ánimo de que nadie les invite a refrescar su gaznate cercenado de hambre y miedo en el primer chiringuito playero.
No quiero ser agorero, pero me parece, tanta celebración, paso previo antes de un nuevo encierro propiciado por el fin del verano y, tal vez, por el terror a ese virus que amenaza arrebatarnos el turismo, la cerveza y nuestra sempiterna «gana de vivir». Quiero imaginar que es por ello que me adelanto, olvidando las playas patrias, amor, y me encierro entre cuatro paredes contigo: para celebrar a mi modo este largo y cálido verano, ola de calor incluida, y compartirte cerveza sin aperitivo y sudor sin Mediterráneo que lo aquiete.
Algunos enfrentan la ola de calor proclamando su ansia por liberar del burka a las mujeres afganas que hasta hace unos días vivían tan libres que ni siquiera existían; otros exclamando que solo faltaba que tuviésemos que acoger a más extranjeros ahora que salíamos del agujero; los hay que clamando por el reinicio de la jornada futbolera con público en las gradas, extranjeros en el césped e improperios en los tímpanos; no pocos que vendiendo a los circundantes sus proezas laborales mientras se quejan de que otros extranjeros cuya única proeza es haber cruzado a nado kilómetros de arena y marea vienen a robarles el dinero que les permitiría extrarradiarse, el próximo verano, a uno de esos paraísos del lujo low cost en que no hay calor y sí daiquiris y pitanza a ritmo de orquesta de pueblo puesta al día y derroche todo incluido; una multitud, al fin, acribillando, con sus rostros de beatitud recién alcanzada al pisar el veraneo, a ese vulgo que no pudo pagarse unas vacaciones y que pulula las redes sociales con resentimiento de parado o asalariado sin medios.
A mí, ya ves, lo único que me cura el calor es sudar, profusa y profundamente, y empaparme de otro sudor: sí, el tuyo, ya sabes. Y es que mientras los veraneantes hacen del sudor bandera de fastidio y clamor contra esa meteorología que animan, diariamente, a que torne más inestable, yo hago de este bandera apátrida y la extiendo sobre la cama o el sofá para que tú la ondees cual pirata cegada por la promesa de un botín de músculos rebeldes y labios que pierden el norte en las mareas de tu sur salitre e isleño. Afuera, la fiebre del sol increpando a la ciudadanía, y aquí, dentro, entre estas cuatro paredes que gotean nuestros nombres, la fiebre quirúrgica del sudor dibujando garabatos alrededor de tus venas como niño que sabe que el lienzo es solo el comienzo y que, ignorando fronteras, culmina esa obra de arte en que da, más bello y violento que un Basquiat, nuestro amor.
Y el sudor tronando. Y nosotros, hechos de saliva, enmudeciéndolo. Y espesos de exceso rompiendo los márgenes porque nunca agua estancada, haciendo estanque de nuestro sudor y ramoneándonos la humedad calmos, feroces y eternos como bisontes de fiebre sobre la pradera de nuestros cuerpos.
Muchos rompen las normas de la distancia social en los bares, con algarabía de vidrios y espumas de soflama ebria que reconduce las normas de la política, el fútbol, la moda y el trabajo que todos increpan antes de, ya finalizado agosto, calzarse sumisos el yugo del fin de mes y el ahorro para el siguiente veraneo. Mientras, nosotros nos rompemos distancias, miedos y ropas con estruendo de respiraciones sin tedio para rompernos la piel, afilando los colmillos en el giro canicular de nuestras articulaciones, haciendo yugo de eternidad con nuestros labios y dilapidando jugos sin pensar en el verano próximo, anclados en el presente, anclados uno en el otro y con la mirada extraviada en los secretos de nuestra carne hecha pulpa y en el misterio de nuestras pupilas sudando lágrimas inversas que nos recuerdan que es verano y nos azota una ola de calor y que, a pesar de todo, solo nosotros, cuando nos amamos, encendemos el fuego que incendia todos los termómetros.
Cuando llegue el verano próximo, la población habrá dilapidado el plástico necesario para generar nuevas olas de calor, y los grifos aullarán promesas rubias y victorias de la tarjeta de crédito.
Yo, cuando llegue el próximo verano, amor, sólo espero haberte sudado entre los dedos y haberme sudado de tu vientre y tu cabello con la intensidad suficiente para avivar el incendio que nos sobreviva al largo y frío invierno.
*Publicado originalmente en el blog del autor, postales desde el Hafa (18/8/2021)
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