Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Tambores japoneses en la mañana del 27. Fría pero todavía otoñal. Aguardo la llegada de un libro. Y de alfajores argentinos, Guaymallén, rellenos de dulce de membrillo. Los obreros argentinos comían queso parmesano y carne de membrillo, a ellos eso, lo que el plátano y el pan a los albañiles bolivianos; baguette, leche y gruyère, para mí en París, más cuscús en lata. Escondido entre arbustos del Bulevar Brune. Enfrente un gran cartel de Jean de Florette seguido de otro menor con Jodie Foster en The Silence of the Lambs.
En el país poderoso los pobres duermen a la intemperie, abrigándose contra paredes de bibliotecas públicas, hasta que llegue la policía y los suelte en la noche. Una mujer, en Wendy's, cuenta monedas para pagar un milk shake de dos dólares. Araña el fondo y las monedas no están. Hasta que mi hermana le pide que la deje ayudarla. Un setentón, gringo, en Save a Lot, está varado en la caja, no puede pagar la compra de 18 dólares. Me ofrezco a ayudar pero se me adelanta una señora mexicana y lo hace. “Tengo hambre”, repite él. Allí mismo, otro día, un anciano negro compra media docena de mandarinas casi podridas. Batalla para llegar al dólar y medio que cuestan. Deja la tienda y lo veo en el parqueo pelando la fruta. Mandarina de día, mandarina de noche, mandarina nuestra que estás en los cielos.
A las cinco de la mañana, en un kiosco al lado de la terminal de buses de Córdoba, Julio Dueri y yo tomamos café con leche con facturas: medialunas. Listos para caminar a la fábrica, a ensuciarnos todo con el aluminio de las estructuras metálicas. Que fuimos obreros metalúrgicos, lo fuimos, breves pero mugrientos de cabeza a pies. Todavía hablaban los compañeros argentinos de Vandor y de Agustín Tosco. No había mandarinas sino frutillas, que los “negros” de la fábrica ofrecían ponerles entre las piernas a las muchachas que pasaban por la vereda.
Salgo de un lujoso hotel en Cienfuegos a caminar al borde de aquel increíble mar. Aparece una señora menuda y delgada como es el hambre. Pregunta de dónde soy. Le gustan mis zapatos y mi camisa. Me los pide, afirma que su hijo es más o menos de mi tamaño y le vendrán bien porque no tiene. El sol rebota en el mar y me calienta los brazos. Pronto almorzaremos en un palacete contiguo al hotel. Colas de langosta, dijeron, enrolladas en cecina. Me mira los zapatos; no recuerdo cuáles eran. Seguro que siguen en mi ropero, once años después. Me gustan, repite, le quedarán… Está usted bien alimentado, joven; nosotros no comemos. Espérese, ya vuelvo. Abro mi maleta y saco dos de las cinco camisas que traje y se las llevo. Quiere besarme las manos. Ni a Dios, digo.
Frente al Capitolio de La Habana se me acerca alguien ¿me puede regalar su lapicero? En otro año, la misma ciudad, en la magia decadente de El Vedado, en el hall del hotel hay una vitrina. Por lo general se pone objetos valiosos detrás de vitrinas; aquí hay chicles. Nunca supe el valor que puede tener un chicle. Los funcionarios de aduanas, al salir, preguntaban si no me quedaba chicle. Y pasta de dientes. Y jabón. Y cualquier cosa. Tiempos en que uno carga vergüenza de sí mismo. En Odessa saqué unos de menta del bolsillo. Los miraron, giraron, volcaron. Chicles norteamericanos, casi el paraíso.
Con mi mujer, ante una nota de despedida de la, o las mucamas, más un decorado en servilleta doblada que semejaba un pato puesto sobre la cama, dejamos la ropa que traíamos y nos fuimos con lo puesto. En la galería, la comisario de recepción instruía que denunciásemos si alguien nos había pedido algo. Vete a tomar por culo. Volamos desde la hermosa Cuba hasta el mar verde de Cancún, retornando a la historia de duro trabajo pero de comodidades inimaginadas en otro lado.
No soy hombre de palmarés ni de aplausos. Trajino por el subsuelo, el de Dostoievski del sufrimiento y el mal. Este mundo hiede, peor cada vez. Alucinación colectiva. Hocicones políticos, habladores, pajpakus. Hambre en medio de inmensa belleza, dolor y esputos flamígeros bajo sol y bajo luna. Artistas del hambre, a lo Kafka, pero no voluntarios. El trabajo libera, señalaba el portón de Auschwitz. Mentira, el trabajo esclaviza porque es una pirámide, digan lo que digan gerentes o camaradas, del color que fueren, nativos o foráneos. Estamos ante lo mismo y no hay bomba tan grande como para hacerlo saltar. Busco al flautista de Hamelin, quizá él pueda arrear a las ratas a la sofocación completa y luego ahogarse él. Pero es fábula. Grandes tambores de Hokkaido, los pescadores del mar del norte japonés van por cosecha. Truenan los tambores como apocalípticos. Nada ha de moverse, los pobres seguirán arañando y los caciques lucrando. La calle está decorada de árboles de cada color. Preparo un café caliente y pienso en Paul Celan: “Negra leche del alba la bebemos al atardecer…”
27/10/2021
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Imagen: Phidelis Hassan Kamwona, circa 1990
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