El Puerto de Todos Santos, el Chapare 1927. Tragedia y destino


Rodolfo Henrich Araúz

En aquellos años, mi abuelo Rudolf Henrich Pliem, inmigrante austriaco, y Adela Antelo Ríos, su esposa, vivían con sus 4 hijos en, y entre Trinidad, Guayaramerin y Todos Santos navegando el majestuoso Mamoré. Mi abuelo, al igual que su hermano mayor Franz Sales Henrich Pliem, era comandante de lancha además de explorador, contador, violinista y generoso manirrota en el buen sentido de la palabra.

Mi abuela me contó la historia de un fenómeno inexplicable ocurrido un domingo despejado y apacible, casi a la oración, cuando los pocos habitantes de Todos Santos escucharon un tremendo y prolongado estruendo que parecía llegar desde lo alto del cielo, algo así como el ruido que ahora dejaría el paso de un avión supersónico a baja altura y, fue tal el espanto, que corrieron despavoridos a esconderse. Alguien, de entre los que salieron luego de su escondite, dijo, que “el Judío Errante había pasado por allí y que era el anuncio de tiempos terribles para el pueblo y que el puerto de Todos Santos tenia los días contados.

Así fuera cierto o no, al poco tiempo naufragó, temprano por la mañana, una embarcación muy cerca de arribar a Todos Santos. Entre las víctimas se contaron algunos niños que murieron arrastrados por las aguas del río.

Tiempo después, un domingo por la mañana, – evoco el hondo y amargo llanto de mi abuela al contarlo– la Ana Catarina, una embarcación de dos pisos con casco de madera y a rueda, se aprestaba a zarpar con destino a Trinidad en medio del bullicio de la gente y, sobre todo, de los niños del pueblo que, siempre que arribaba o zarpaba una embarcación, se dirigían al puerto para entretenerse viendo quien llegaba y quien se iba, Saber novedades, recibir o enviar correspondencia rompiendo así la rutina diaria del pueblo.

Niños que jugaban y correteaban sobre la cubierta, y otros en tierra cerca de la rampa de acceso. Los viajeros abordaban la embarcación. Los pequeños se disponían a bajar para ubicarse, como siempre lo hacían, a corta distancia para escuchar las campanadas y el pitar de la lancha al verla alejarse hasta perderse en los meandros del río.

En la sala de máquinas de la embarcación, se cuenta que el encargado repetía la frase “no chupa”. No se había dado cuenta de que el tubo de la bomba que succionaba el agua del río para el sistema de enfriamiento del motor lo que hacía, era succionar la arena de la playa, ocasionando el sobrecalentamiento de los calderos que, por la presión acumulada explotaron con tal fuerza, que sus escombros volaron en un perímetro de hasta 300 metros dejando un tendal de 17 muertos, la mayoría de ellos niños pequeños con sus cuerpecitos mutilados y destrozados y 21 heridos graves. Entre ellos estaba, a sus 10 años, Rodolfo (Fito), el tercero de los hijos, a quien mi abuelo encontró aún con vida con ambas piernas mutiladas. Fue vano el supremo intento por salvarle la vida, murió al día siguiente en medio de una terrible agonía y en brazos de sus padres preguntándoles ¿cuándo me voy a curar...?

El Puerto de Todos Santos, a orillas del río Chapare, que había sido la puerta de tránsito de carga de todo tipo, desde y hacia el oriente y occidente, empezó a morir también. Fueron cesando sus actividades, decayó el intercambio y el flujo fluvial. Muchas familias fueron abandonando el pueblo, entre ellas, una familia que perdió 3 de sus hijos pequeños en el horror de la explosión, mientras el río, implacable, iba carcomiendo poco a poco el pueblo hasta devorarlo por completo. Nada queda de él, tan solo el olvidado testimonio de quien vaticinó la desaparición de ese puerto que parecía tener vida propia en la dinámica de su tiempo, su historia, y su destino.

En la foto: Mi abuelo; Adela, la primogénita, primera a la izquierda; mi abuela con Hans, mi padre en sus brazos; y Selva, y Rodolfo (Fito)

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Publicado originalmente en Sugiero leer (28/10/2021)

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