Los guanacos del alto Loa


Imaginen la inmensidad de un mundo casi vacío. Allí está el. Había cesado la era del hielo y desaparecido los leviatanes del suelo. El último gran plegamiento de la corteza planetaria había sucedido: los mares se volvieron montañas, las montañas, mares. La fisonomía de la Tierra fue, empezó a ser, es, tal cual, la conocemos ahora. Si hoy nos estremecemos frente a los grandes vacíos geográficos, frente a la “estéril belleza de la desolación”, imaginen a ese hombre, solo, solo frente a la intrepidez del cosmos, acechando a su presa. El: el cazador.

 

Debía comer, debían comer los suyos, y el debía proveerlos. Para ello, caminaba distancias enormes, vencía riscos y abismos, insistía, recurría, arreciaba, persistía y así iba elaborando sus mapas mentales, sus estrategias de cacería, su propia cartografía del espacio: aunque lo hayamos olvidado y lo tengamos ausente, a él le debemos todo.

 

El cazador fue el primero que, viviendo en el paisaje, éste se fue volviendo parte de nosotros como nosotros nos vol­vimos parte de él. Esa enseñanza, esa virtud primordial y fundante, esa forja nutritiva e infinita, empezó con él, a través suyo: de su piel agrietada por el sol, de su entender al viento, de su inteligencia, labrada a pulso, de alejarse y saber volver.

 

La verdadera cultura humana -la raigal, esa que desdibujaron las urbes y la escritura- abrevó allí, nació allí, creció en los ojos y el corazón de ese cazador que nos legó no sólo sus testimonios de cacería -sus flechas, sus mojones, sus refugios- sino también su arte, su trascendencia, su respeto y su pasión por lo obrado.

 

* * *


En el alto río Loa,[1] en las estribaciones cordilleranas de los Andes, hay un sitio donde la arqueología registró las más antiguas expresiones artísticas de los cazadores.

 

Estas, asombran por su genuino refinamiento de líneas, su potente encanto: su belleza. Yo venero esas señales inequívocas de amor por la tierra y por la vida.

 

Hace añares, Carolina me regaló un dibujo, una reproducción en cartulina del arte de los cazadores. Cada vez que lo veo, la magia de ese primer contacto trascendental con el mundo real, se restituye y me conmueve. Siento la mano que tensa el arco, el ojo avizor que lanza la flecha, siento el respetuoso agradecimiento de ese ser por la carne que lo nutre (siento la alegría de los que comparten la comida con él, y el fuego que los ampara y las historias que se van contando), siento su fervor pintado en un alero de la roca o en las paredes de una cueva. Así de simple y de profunda era su vida.

 

Ese hombre -cualquier hombre, cantaría Drummond-, de seguro, era feliz.

 

Los guanacos (o las vicuñas o las llamas salvajes) del alto Loa están ahí para atestiguarlo, están ahí para probarlo, están ahí para que volvamos a reencontrarnos con esos rastros que son esenciales para desmentir el no-hay-futuro y afirmar la condición humana.

 

Si lo ves bien, los guanacos del alto Loa, no son solo las huellas del pasado: son el horizonte que nos vuelve a congregar, a inspirar, a apasionar. Hay otros mundos, mi hermano, pero están aquí, dentro de este mundo. Sólo se trata de abrir los ojos. Sólo es cuestión de encontrarlos.

 

Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 29 de octubre de 2021



[1] El Loa es un río que siempre ejerció sobre mí una atracción magnética. Su nombre lo vincula con las culturas isleñas de Oceanía, con esos viajes que recreó la Kon Tiki. Es la única gran corriente de agua que atraviesa Atacama, el gran desierto sudamericano. Lo conocí en varios tramos, pero lo más emocionante fue asistir a su desembocadura en la Mama Kocha, en el antiguo Mar del Sur, en el océano Pacífico. Es un ámbito donde no puedes dejar de sentir la presencia divina. Es la tenacidad del agua. El cauce de lo imposible. La realización de una voluntad suprema, honorable, invencible. Ahora me cuentan que las mineras lo están contaminando y que amenazan su supervivencia. Salvar al Loa es salvarnos a nosotros mismos.


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