On the Road, Again


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ayer domingo, mi hija Aly me pidió acompañarla a parchar la llanta de su auto. “Tú conoces”, dijo. Claro, si conoceré, más de treinta años de inmigrante.

La llevo a llanteros tailandeses. Los de la otra cuadra, mexicanos, son demasiado rateros. Nay Nay, el joven thai, me llama “Papa”; esta barba blanca tiene un precio, supongo. Hace un trabajo estupendo, rápido. Le alcanzo un billete de veinte dólares. Todo en efectivo, acá no existen tarjetas ni el drama norteamericano del crédito. Aquí no construyes “crédito”, pagas en papel por una buena labor porque tienes que seguir viviendo. No es el caso de Aly; lo fue el mío, cuando dependes de tu vehículo para comer. O no comes, aunque al frente un mercado al aire libre presente una sinfonía de colores en fruta y verdura, rojas cebollas y marrones cantalupes. Sandías de la sierra de Durango y melones en cajas con la foto del Centauro, mi general Villa.

La hija me devuelve a casa. Todo el trayecto de ida y vuelta es por la avenida Colfax, East Colfax. Entramos a mi barrio, Capitol Hill, y vemos que están demoliendo la antigua lavandería Smiley's. Dice la leyenda que en los departamentos de arriba vivió Jack Kerouac. Pasó por allí, seguro, con Cassady Y Ginsberg. Su presencia se marca con stenciles de su rostro. Poemas en las paredes, dibujos, un par de complejos habitacionales llevan su nombre. Banderas en las ventanas, multicolores del poder gay, alguna azul amarilla de Ucrania. Capitol Hill es un hermoso barrio que fue de élites en los años 20 y que a partir de los 30, al menos sobre la Colfax, fue transformándose en región de comercio. Después vicio y miseria. El laundromat es del año 32; era, porque ahora yace derribado al pie de monstruosas grúas. Todavía, en Denver, hay sesiones de poesía nocturna en las lavanderías, casi siempre regentadas por chinos, donde se leen versos al ruido de secadoras.

La antigua mansión en que vivo es de alrededor de esa época, 1920. Es tan grande que tiene 12 departamentos en alquiler. El mío es el 1, a la izquierda de la puerta de entrada, del vitral que brillaría en las fiestas mineras de ayer. Estoy a cinco cuadras del Charlie Brown's donde todavía hoy elegantes mujeres beben martinis recordando a Kerouac. Por un año lo frecuenté, hasta que la peste lo cerró. Nikki, la bella bartender checa, se fue. Subía a un banquillo para sacar botellas de Fireball sabiendo que mostraba las hermosas piernas tatuadas a quienes estábamos en la barra. Pelo negrísimo, sostenes azabache con floreados, senos que agachada parecían blancas lunas para hambrientos gitanos. Íbamos con el Arcángel y cuando reconocíamos a quienes estaban en la “transa” conversábamos con ellos. Nosotros, de cerca y lejos, parecíamos de la transa. Un día una muchacha me dijo lo raros que éramos, que de seguro estábamos de incógnito en la lista de testigos protegidos. Aura que no desmentí. Un grandote ebrio me abrazó y en alta voz afirmó que conmigo no se jugaba. Pobre, si las mujeres, gatas, siempre me tuvieron de ratón. No extraño sus garras sino sus aromas. Las heridas cerradas valen tanto como un buen libro. Cicatrices del cuerpo, tatuajes del alma, como canta el vallenato.

Llego a las tres de la mañana del trabajo y me siento en la terraza con seis sillas rosadas y ajadas. A veces con un ron, un Plantation de Barbados XO, entonces la noche se llena de perfume mientras el disco gira con Águas de março en voz de Rosa Passos. Cuatro años ya. He sido feliz en esta cueva soleada. He dormido bien y mucho y desnudo y vestido con un pensativo Jorge Zabala en la pared de la sala y un kusillo que parece volar.

Formalmente ya estoy jubilado. El 13 de marzo (día aciago para Austria, reza su historia), domingo, cumplí 62. Si hago números ganaré un montón de dinero hasta cumplir 67, año de jubilación completa y no parcial como la mía. Si vivo estoy; con el trabajo físico seré un adobe colonial perdido en la modernidad. Me niego a hacerlo. ¿Que si me acuerdo de ella? Cada día la recuerdo, a ella y cada otra, unas de amor mayor, menor y carne jugosa. Una cosa no niega la otra. La cuíca suena extraña, como suenan el banjo y la concertina (igual a aquella que tenía en mano Cayo Salamanca en el mural del Bocaisapo).

He dejado regadas mis cosas por todo rincón. A mi manera he sido cíngaro en carromato leyendo la suerte. Cuanto he perdido es más que lo que tengo. Pero de lo perdido se tiene memoria y eso es un tesoro. Beth Carvalho canta sobre la soledad. Não esqueço. Je me souviens, yo y el escudo de armas de Québec.

Recordaré la calle Clarkson Norte. Y cómo. Escribiré mucho sobre ella, sobre el barro que se formaba con la lluvia en el patio que da a mi puerta de atrás. Rojos ladrillos, humos de calor en el polo invernal que dobla los árboles. Pero ha llegado el tiempo de partir. O me convierto en dinosaurio. Hay guerra hoy, orcos de toda especie en los túneles inolvidables de Tolkien. No importa, todos los caminos conducen a Poltava. Allí yacen los muertos contemporáneos y los de Pedro I, Carlos XII y Mazepa. Allí aguarda mi vida, con labios de tulipán rojo.

Cuando dormía Kerouac, los ruidos de la lavandería le tornarían la cabeza. Casi un viaje espacial, gira y gira, un tiovivo, carrusel dramático que comienza y termina con electricidad. No basta la fuerza de los brazos sino una moneda que incrustada agite las aspas del futuro y las mezcle con el recuerdo como fabricando panqueques. Marimbas de Usula. De Quetzaltenango.

29/03/2022
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Imagen: El viejo Hotel Colburn, encima del Charlie Brown's

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