«Los seres humanos compartimos los mismos problemas comunes. Una película solo puede ser entendida si disecciona esto correctamente». La frase pertenece a Akira Kurosawa, y en ella explica su peculiar capacidad para realizar películas de alcance global sin renegar de su cultura japonesa natal. Nacido en Tokio en 1910, el cineasta fue el séptimo hijo de una de las familias acomodadas de la ciudad.
Kurosawa no se dirigió inmediatamente al cine, un arte que en el momento de su nacimiento aún estaba en pañales. De hecho, mostró sus primeras actividades creativas en el ámbito de la pintura, si bien pronto abandonó esta disciplina por no considerarse lo suficientemente hábil. Cuando el cine occidental entró en Japón, sin embargo, al joven Kurosawa le fascinó rápidamente: pronto lo convertiría en su vocación. Tras varios años de aprendizaje, su debut como realizador llegaría en 1943 con La leyenda del gran judo. No obstante, ni esta ni sus seis cintas posteriores cubrirían las expectativas de Kurosawa. La Segunda Guerra Mundial, además, desvirtuaría su manera de entender el cine, ya que las autoridades supervisaban el guion y cada uno de los fotogramas: su estilo, considerado demasiado occidental, tuvo que ser suavizado en aras de una visión orientalizante cargada de soflamas nacionalistas.
Aún así, Kurosawa amaba el cine de Hollywood, y lo hacía con especial pasión respecto a la obra de John Ford. También se apasionaba por la vertiente occidental de otras disciplinas artísticas como la literatura, que tuvo un gran peso en su obra posterior. De hecho, Shakespeare y Dostoyevski le servirían de clara inspiración dentro de su obra cinematográfica.
Una vez finalizada la guerra, el cineasta pronto comenzó a realizar películas capaces de retratar los conflictos sociales e históricos de su país; en el fondo, sin embargo, aquellas películas le servían como excusa para reelaborar géneros cinematográficos tan poco orientales como el western. Es el caso, por ejemplo, de Los siete samuráis, que gustaría tanto a los productores de Hollywood que terminarían creando su propia adaptación estadounidense con Los siete magníficos. No sería la única: algo similar ocurriría con Yojimbo y Por un puñado de dólares.
El verdadero hito de su nueva etapa como director, sin embargo, lo alcanzaría con Rashomon, la obra maestra de su cine en blanco y negro. La película se hizo con el León de Oro en una edición del Festival de Venecia que, además, la historia recordaría como absolutamente inolvidable: Un tranvía llamado deseo, El gran carnaval o El río fueron solo algunas de sus memorables contrincantes. Kurosawa obtuvo con ella el Oscar a la mejor película extranjera, abriendo las puertas de los festivales internacionales no solo a su cine sino al de otros realizadores japoneses.
Con un estilo asimilable para el público occidental, Kurosawa exponía las costumbres y tradiciones niponas desplegando, de paso, una serie de recursos cinematográficos totalmente novedosos. La estructura narrativa de aquella película, en que se cuenta el mismo suceso desde distintos puntos de vista, ha pasado a la historia con el nombre de «efecto Rashomon». Así, muchos de los que vieron Reservoir Dogs en su estreno se sorprendieron por una forma de narrar que, no obstante, había inaugurado el cineasta japonés casi medio siglo antes.
Kurosawa continuaría siempre adaptando la idiosincrasia nipona a una manera occidental de hacer cine. Sus películas incorporaban innovadoras técnicas de filmación y un exquisito sentido estético cuyo origen bien podría situarse en su temprano aprendizaje pictórico.
Sería a los 60 años de edad cuando sufriría el primer fracaso de taquilla con su película Dodeskaden, estrenada en 1970. No fue algo baladí: el fracaso le sumió en una depresión tan profunda que le llevaría a intentar suicidarse, propinándose más de 30 cortes en las venas. Aunque fue salvado a tiempo, su salud emocional no se vería restituida hasta que filmó otra de sus obras maestras, Dersu Uzala, en 1975: una historia de amistad entre un militar ruso y un solitario cazador de la taiga siberiana. La obra, un auténtico poema visual de sobrecogedora belleza, le valió el segundo Oscar de su carrera.
Una década después, Kurosawa volvió a sorprender a público y crítica con Ran, que compilaba todas las virtudes de su cine anterior. En este caso, el nipón adaptó libremente El rey Lear, de Shakespeare, ubicando la narración en el Japón medieval del siglo XVI. La aplastante belleza plástica de la película, así como su épica e inolvidable puesta en escena, convirtieron pronto a Ran en una de las cimas del arte cinematográfico global.
Incansable, con 85 años de edad firmó su última obra maestra, a la par que su película más personal y experimental: se trata de Sueños, un ejercicio vanguardista que muchos consideran entre las obras más visualmente fascinantes de la historia del cine. Con ella, Kurosawa emocionó al público occidental con este metafórico relato de su propia historia y la de los cambios experimentados por su país natal a lo largo de la misma.
En una ocasión, cuando se le preguntó por el sentido de alguna de las escenas que había rodado, Kurosawa respondió que «todo lo que quiero decir está en la propia película. Si lo que he dicho en mi película es veraz, alguien lo entenderá». Palabras de quien probablemente fuera el único director capaz de acercar, con tanto arte y belleza, al mundo occidental y oriental.
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De ETHIC, 14/06/2022
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