México lindo y terrible


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Se entremezclan los pasos en el danzón, acertijo de piernas, o pronto caes o es tan tenue el toque del muslo de ella que de todas formas pereces. “Si Juárez no hubiera muerto, bailaría este danzón”. “Juárez no debió de morir, ay de morir”; al ritmo de marimbas chiapanecas probablemente no. No estaría muerto, andaría de parranda… Muchedumbre de instrumentos, complicada matemática. Mis amigos Teresa y Martín bailan Nereidas. Ritmo lento y sobresalto; pegados y separados, de lo señorial a lo casi popular. Las alturas de Simpson… En Estados Unidos conocí el baile. Ahora que el disco va a La Adelita, todavía en marimbas de Chiapas, le hago espacio a la noche. La almohada sola invita, los solos bailamos con la muerte, a veces danzón, a veces sonidera, hasta ponerla cansada a secar sus negras calzas.

Felipe Ángeles, general artillero. Mi tío, el coronel José Ferrufino Camacho, lo conoció en la escuela militar de Fontainebleau, Francia. Al fusilar a Ángeles, se fusiló la revolución. Ahora en el panteón de los héroes están juntos los irreconciliables Villa y Obregón. Y hasta se puede considerar que el perverso barbudo, Carranza, tuvo aciertos. Tanta crueldad, tanta ceguera. Francisco Murguía ordena ejecutar a Benjamín Argumedo. Al menos a bala, porque el mote de Murguía era “Pancho Reatas” por su peculiar gusto de ahorcar a la gente. A tal hombre, Argumedo, que osciló entre un lado y otro de las huestes rebeldes, ora al lado de Villa, y antes de Pascual Orozco, lo llenaron de “balitas” (para hacer una concesión a Rulfo). El corrido dice, voz del Centauro: “¿Dónde te hallas, Argumedo? Ven, parate aquí adelante, tú que nunca tienes miedo”. Tierra de hombres bragados. ¿Fue en la toma de Ciudad Juárez? Un hideputa periodisto me escribe que hablo humo, creyendo insultar. Humo tengo. Hay una niebla de cincuenta años en la estación de ferrocarril de Juaritos; ni suenan las ametralladoras. Enfrente duermen los gringos, binoculares prestos para divertirse observando cómo se matan los mexicanos. Pass me the mustard, please. Historia con hot dogs. Yo miro la escena desde el tiempo que no fue.

Antes de que a papá lo atacara el cáncer (le tomó quince años matarlo porque el viejo era bravo), habíamos pensado hacer un viaje a través de la revolución. No iniciaríamos en Júarez sino en Ojinaga, Chihuahua, al otro lado de Presidio, cruzando el río Grande. Lugar de aquella memorable foto de Villa cabalgando entre cañones. ¿Era Felipe Ángeles a quien se ve detrás? Pues México fue una constante de infancia. Leí a John Reed, recuerdo todavía las tonadas que se cantaban entonces y que él anotara:

“Si a tu ventana llega Porfirio Díaz, dale para que coma tortillas frías. Si a tu ventana llega Inés Salazar, cierra todas tus puertas, que va a robar. Si a tu ventana llega Maclovio Herrera, abre sin miedo alguno la casa entera”.

Obras de Martín Luis Guzmán, tanto El águila y la serpiente como Memorias de Pancho Villa; clavado tengo el número de páginas de aquel libro último, 911, y mi padre que me muestra orgulloso a sus amigos con el libraco mayor que mi cabeza de diez años. Humo, de humo me nutrí, con olor a pólvora de los obuses de Rubio Navarrete, con la furia de los rurales desollando mujeres, con Pancho Villa arrastrando entre espinas, amarrado a su caballo, al patrón que violó a su hermana. Tira humo el tren que se acerca al notable Abraham González, “don Abraham”, le decía respetuoso el caudillo, para despedazarlo, atado él al riel por la violencia de Victoriano Huerta.

Sonora, Durango, Agua Prieta, Columbus, Pershing, la Punitiva, ficciones del mundo real en mi cabeza, con pepitas de molle seco que caen sobre las páginas, y a veces una especie de miel pegajosa imposible de quitar. Ficciones que el tiempo sopló hacia mí. En la Convención de Aguascalientes, Villa propone la solución al drama nacional: “Que nos fusilen a los dos, a Carranza y a mí”. A decir verdad, Carranza tampoco era cobarde. Del mismo Martín Luis Guzmán está el detalle de sus postreros días hasta el fin en Tlaxcalantongo, mera sierra de Puebla. Sabiendo que iba a morir, el Primer Jefe no echó llantos. Bragados. ¿Entiendes, hijo de perra, acerca del humo rojo, del cielo rojo? No podrías con tus nalgas purulentas.

Papá nos enseñó a disparar desde muy chicos, incluso a las hermanas. Revólver de caño corto, rifle, y como suceso especial la Beretta calibre 32, una rareza que heredó Armando. Cierta vez había fiesta en casa. En la esquina se vio movimiento, hombres armados que subían las paredes. Padre, cuñado e hijos salimos disparando al aire, hasta que se aproximó un hombre púrpura que dijo ser de la secreta. Buscaban a Mario Jordán, afamado paramilitar que al parecer vivía allí. El viejo se disculpó con firmeza. El hombre púrpura, marciano, se alejó volando y todos se subieron a la nave espacial, sin Jordán, y desaparecieron del universo. Cuando lo real se dice ficción y viceversa. Pálido cordel de separación que con el sol no se puede distinguir. Literatura. En ocasiones disparábamos por ahí. Cuando papá se acordaba de sus enemigos, les rompíamos las tejas. Venía la tormenta, los tigres de la ira de Blake.

Digresión bélica ya que hablo de un país dolido y martirizado, donde la muerte suele ser más asequible que migas de pan. Enanas ahorcadas por los gringos en la película de Felipe Cazals acerca de la Expedición Punitiva (Chicogrande). Como en la leyenda de Ruy Díaz de Vivar, un hombre muerto cabalga amarrado a la silla. No es Villa, pero se quiere hacer creer a los enemigos que el jinete va en busca de él, alejándolos de su cercana presencia. Pancho Villa estaba en una cueva, herido.

¡Viva Villa!, notable libro de Edgcum Pinchon. La edición de casa tenía la tapa suelta. Se leía más que la Biblia. Creo que separé aquel libro y lo dejé encajonado para mi retorno. Cuando con tristeza fuimos viendo uno a uno los volúmenes de la casa que ya no tenía padres, orfandad de los ladrillos, silencio de la máquina de lavar paralítica. Polvo de páginas, cada una con nombre y fecha anotados, cronología de pasos, de aprendizaje. Tanto México allí, cananas que el tiempo ha borrado.

Zapata, los Flores Magón, el general Buelna.

José Santos Chocano, poeta peruano, se embelesó con México, coqueteó con Carranza, lo sedujo Villa. Conoció a Villa en Torreón, 1914. Escribe:

Me brinda con licores, pero él bebe sólo agua. Le ofrezco un cigarrillo, y me da las gracias sin aceptármelo. ¿Cómo es posible —le interrogo— que no le guste ni el licor ni el tabaco? Me responde sonriendo socarronamente: —he pasado veinte años en el desierto y he aprendido a ser tan sobrio como él. Tal frase no era sólo feliz, sino verdadera. Villa tuvo siempre dos grandes obsesiones, poseer la hembra, matar al enemigo. Sobrio como el desierto, no se sentía atraído más que por el Amor y por la Muerte.

He puesto un alto a la música. Desde ayer que voy de la Huasteca al norte, de Guaymas al Sumidero. Sigo con el tin tin de la marimba. En Xela, Guatemala, en la garganta del bosque esmeralda, mi hija Emily vio mayas de mil años golpear la marimba con los dedos en cuyas puntas crecían bolas de jade.

Tengo amigos de Zihuatanejo, del borde entre Veracruz y Oaxaca, del Jalisco y del Michoacán rulfianos, de la Mixteca Baja, de Cuauhtémoc y ranchos de Durango. Siempre que voy a un restaurante, cien mexicanos por cada gringo, pregunto de dónde son. Y miento, descarado, de dónde provengo. Que de Sombrerete, Zacatecas, que del Bajío, que del bolsón de Mapimí o de Gómez Palacio (hoy Gómez Balazo), que de Pascual Orozco, ahicito de los menonitas, bosque de pino y sombra de pino. No he llegado a las quebradas entre Chihuahua y Sonora, a las cuevas tarahumaras, al Cañón del Cobre, pero he acariciado azulejos talavera de Puebla, y hecho el amor a mi mujer en las cavernas debajo de la pirámide enterrada de Cholula. Tú y yo y si era calor de fuego o hielo de tumba, no recuerdo, solo la suavidad de tu entraña, el silencio absoluto, el coro de fantasmas mudos. Otra vez la luz del sol, subiendo hacia la monumental iglesia al tope de la colina. Debajo tierra y piedra, dicen que varias pirámides. Caminamos por los pasadizos excavados; a ratos una entrada cerrada con reja de hierro y candado. Si nos perdíamos allí momias hoy seríamos sin escuchar la sangre que desciende por las sacrificadas escalinatas de Cholula. ¡Ay, Cortés! Practicamos vida entre el polvo de la muerte.

El mar de Cancún es verde. De ida y de vuelta de La Habana brilla así, ópalo que asombró a España cuando las naves se acercaban a Tulum. Viajo con Stefano Varese, autor del inmenso libro La sal de los cerros que me autografió en una bella edición del congreso peruano. Nos fumigan al llegar y al salir de la isla. DDT sería, para lo cucarachas que somos. Pierdo a Varese en el aeropuerto. Aunque es casi medianoche hay demasiada gente y cúmulo de burócratas, ya en el DF. Mi vuelo a Houston sale mañana y debo tomar un hotel. Varios mini buses alertas para agarrar pasajeros. Da temor, cierto, con las historias del narco y cabezas colgadas de pasos a nivel. Pero no tengo otra, me animo. Veo la capital, los muros decorados de sarro, y me meto en cama con zapatos. Lo primero que toman los ladrones son los zapatos. Recuerdo, en hotel de putas en DC, poniendo las amarillas botas Manaco debajo de la almohada. Con suerte, porque a pesar de estar con llave el dormitorio me despierta una fantasmal vieja afroamericana y me dice cabrón te tienes que ir. Antes de partir rumbo a Colorado de destino final me asomo a una exhibición del INAH. Coatlicue, diosa de la tierra, creadora y destructora, inmensa, tétrica, sanguinaria. Tierra que amo y que gotea espinas.

No puedo ceñir a México en un texto. Treinta y tres años de mi vida viví asociado a las diversas culturas de aquella geografía. Aprendí a hablar en mexicano, y los bigotes me dan el pase libre para mimetizarme entre ellos. He escuchado mucho, aprendido. Esa riqueza ya es intrínseca, su música es parte de mi diario. La Sandunga, La llorona, El pajarillo jilguero, La Petrona, La Martiniana, El toro sacamandú, solo para hablar del istmo y del son, que al norte guardo mucho más. Y en la memoria queda aquel grupo norteño, amaneciendo ebrios en una mesa del mercado de Puebla nosotros, con el músico tuerto enamorado de mi hermana Elena (ese ojo maltrecho lagrimeaba con pasión de guitarrista) mientras le pido que toquen Caminos de Michoacán. “Cariñito dónde te hallas, con quién te andarás paseando…”

Aires de sotol, de vino, como llaman al tequila, de mezcal agusanado y colores del pulque moderno. Dulces de tamarindo con chile picoso. Órale, cabrón.

Sopes con chapulines. Tacos de ojo.

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Publicado originalmente en el blog del autor, Le Coq En Fer, 23/06/2022

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2 Comentarios

  1. Gran texto, querido Claudio.

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    1. Gracias, querido Jorge. Falta mucho por decir acerca de México. De a poco. ¡Abrazos!

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