Mesiánicas 4.0: Cuando un hombre habla el idioma de su pasión.


El mundo de arriba estaba en guerra y, en el mundo de abajo, un hombre, un sufridor, un escritor de raza estaba también en guerra, en la suya personal, intimísima. Escribía, sin saber, que, en menos de un año, estaría muerto: “Cuando un hombre habla el idioma de su pasión, de su desorden, de su odio, o de su iniquidad, involuntariamente hace estilo”. Hablaba a su manera, singular en grado sumo, hablaba desde su piel tatuada por el dolor, desde sus ojos cansados de ver injusticias, desde sus manos que escribían tecla a tecla sus verdades, hablaba con su hígado fatigado, pero, sobre todo, hablaba con su corazón lacerado. Seguía haciendo foco: “Cuando un hombre hace estilo, agravia, también involuntariamente, la falta de estilo de otros hombres. ¿Por qué el estilo es un agravio? Porque debajo del léxico, como decía usted, se encuentra un determinado edificio espiritual o psicológico”. Hablaba con todo su cuerpo maltrecho, poniendo el cuero para que el destino, así de arisco, así de despiadado y cruel, lo siga cortejando. Eran sus verdades y era su guerra y capitular o rendirse no figuraban entre sus opciones: era una apuesta en sangre, era una vida clamando desde el desgarro infinito.

Dispara: “La mayoría de los hombres llevan en su interior monstruosas arquitecturas de juicios, construidas con ladrillos amasados de barro de lugares comunes, y la grosera fábrica en la cual habitan intelectualmente se les antoja lujoso palacio”. El hombre, en su guerra, había parido libros inmortales, libros invencibles, libros que hoy lucen como joyas entre la basura o fértiles oasis en medio del desierto de la modernidad pero que, en su momento, fueron objeto de críticas feroces y banales, de ninguneo académico, de perturbación entre los mandarines del canon, los señorones y los pavos reales de la torre de marfil desde donde lo escupían y lo martirizaban con sus diatribas. Esos libros, que hoy perduran y brillan, fueron bautizados como Los siete locos, Los lanzallamas, El juguete rabioso

Solo y desnudo, se para frente al pelotón de fusilamiento y culmina su declaración de principios, su andanada de sinceridad brutal, su testamento invisible: “Cuando otro hombre cuyo idioma no está ensamblado de lugares comunes les expresa realidades espirituales o psicológicas diferentes a las que ellos están acostumbrados a reverenciar, se les antoja que están escuchando a un ladrador de injurias y entonces odian atrozmente al hombre que, por no expresarse con frases hechas, ofende sus convicciones con la fortaleza del estilo”.

El hombre de las verdades se llamaba Roberto Arlt y todas las citas corresponden a su memorable crónica titulada Necesidad de un “Diccionario de lugares comunes”, publicada en Buenos Aires en el periódico El Mundo el 15 de septiembre de 1941, incluida en El paisaje en las nubes, una antología de su obra periodística, editada por el Fondo de Cultura Económica el 2009.

Casi medio siglo después, en 1988, dos filósofos europeos, volvieron a encuadrar estos asuntos existenciales y esencialistas a los que aludo y escribieron sobre los tres, los cuatros peligros que nos acechan y en una asombrosa y nutritiva síntesis dejaron sentado que “Nietzsche le hacía decir a Zaratustra, Castaneda le hace decir al indio Don Juan: hay tres e incluso cuatro peligros, primero el Miedo, después la Claridad, después el Poder, por último, el gran Hastío, el deseo de matar y de morir, Pasión de abolición”. [1]

El hombre de las verdades caminaba aquejado por su salud y sin un mango por las calles del Buenos Aires lluvioso de invierno y le decía a “Baby Face”, como llamaba a su esposa, Elisabeth Shine de Arlt: “Pensar que cuando yo me muera, estos árboles van a estar y yo no los veré”. La noche del sábado 25 de julio de 1942 se encontró con César Tiempo y le exclamó en el idioma de su pasión: “¡Cuidado con la tristeza!” Es un vicio…”. Y luego, apuntó para la despedida en el único lenguaje que conocía: “No aflojemos”. Un día después, domingo y antes de tomar el desayuno, su corazón no aguantó y cayó fulminado. Tenía 42 años y los árboles siguieron allí (y, fecha maldita en el sur, diez años después, en 1952, a los 33, el mismo día, otro 26 de julio, se moriría Evita).

Arlt, Deleuze, Guattari, Nietzsche, Castaneda, Evita, las montañas eternas, una mañana helada: say no more, diría el que sabemos.


Pablo Cingolani
Antaqawa, 4 de julio de 2022


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[1] Gilles Deleuze y Félix Guattari: 1933. Micropolítica y segmentariedad. En: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Pretextos, Valencia, 2004 [1ª. Ed. 1988], pág. 230

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