Mi otro yo: el viejo del espejo


Márcia Batista Ramos

“La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)

puede ser el tiempo de nuestra dicha.

El animal ha muerto o casi ha muerto.

Quedan el hombre y su alma.

Vivo entre formas luminosas y vagas

que no son aún la tiniebla.” Jorge Luis Borges


Envejecer es una relación con el espejo, es mirarse y no reconocerse en el otro yo que aparece reflejado. Porque la memoria aún guarda la imagen de antes, de cuando yo no era así, con el rostro surcado, las manos crispadas y la mirada opacada. Además, no me siento así, solo, demacrado, acabado, como el viejo que aparece en el espejo.

Busco olvidarme y cierro los ojos, me inquieto, busco un libro en la repisa y abro al azar, leo “Retrato” de Cecilia Meirelles: “Yo no tenía ese rostro de hoy, \así calmo, así triste, así flaco, \ni esos ojos tan vacíos, \ni el labio amargo. \Yo no tenía estas manos sin fuerza, \Tan paradas, y frías y muertas; \yo no tenía ese corazón \que ni se muestra. \Yo no me di de cuenta de está mudanza\tan simple, tan cierta, tan fácil \- ¿En qué espejo quedó perdida \ mi faz?”[i] Cecilia escribió para mí, sabía que un día así, con un cielo así, yo me miraría al espejo y no me reconocería, perdería la sombra de antes que se oculta detrás del otro yo, de éste viejo que me mira desde el espejo.

No recuerdo el momento en que ocurrió está amalgama de mi cuerpo con el tiempo, ni cuando se impuso el silencio que se olvidó de susurrarme al oído, que envejecí. Alguien abrió la puerta para que pase el tiempo y él entro con su paso firme, se acostó en mi lecho y me preño de vejez. El pasado se hizo fugaz y el futuro un lento caminar, atiborrado de recuerdos tan vívidos, que se transforman un poco cuando fluyen hacia el rio de las palabras.

El crepúsculo se instauró, anunciando el instante de eternidad que se avecina, diciéndome que mire más allá del tiempo, porque se acerca el final que empezó cuando nací. Un sabor a raíces amargas invade mi paladar. Ahora me siento obligado a caminar con una linterna amarilla por la esférica noche, en busca de un ungüento. Muchas veces, ya no me atrevo a invocar a Dios, demasiado alto me parece, demasiado grande, demasiado remoto, a infinita distancia, tras infinitos cielos, sin envejecer, siempre cuerdo, eternamente bello…

Siempre escuché a lo largo de la vida que somos cuerpo y alma, que el alma sube y el cuerpo se desintegra para volver a ser polvo, como en el principio, antes de ser barro. Ante el deterioro del cuerpo, se refuerza el alma que es más sabia e independiente. Empero, cuando percibo que hay un viejo en mí, me asusto porque no me reconozco en él. No obstante, parecemos salmuera, completamente homogenizados.

Recuerdo que me gustaba ver, por las mañanas, la evaporación en la tierra después de la lluvia nocturna. Pienso que envejecer es evaporarse, subir hasta tocar el cielo, dejar la sal, porque por más diluida que esté, siempre se separará del agua y se quedará para mezclarse con la tierra. Simone de Beauvoir, decía que el viejo siempre es el otro, e incluía la vejez en la categoría de los “irrealizables” sartreanos. Irrealizables porque no podemos reconocer la vejez en nosotros mismos, solamente la vemos en los otros, mismo que ellos tengan nuestra edad.

Sé que la mirada del otro delata mi cara arrugada, mi pelo blanco y el leve temblor que acompaña cada uno de mis gestos. Es la mirada del otro que señala mi envejecimiento abrupto. Yo sé, que yo soy el otro, que observa atónito mi otro yo: el viejo del espejo.






[i] Traducción al español Márcia Batista Ramos.

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