La serpiente del Sajama


Es mi serpiente personal. Doméstica la víbora: la que cuida mi morada, la casa y a los que vivimos en ella. Se está con nosotros un cuarto de siglo, algo más, mudanza tras mudanza. Llegó hasta nosotros desde lejos, desde las gélidas punas que custodia, precisamente, el “Gran Señor Alejado”, el más alto, el solitario, el Tata Sajama, un nevado que trepa encima de los 6500 metros sobre el nivel de las aguas. En los faldeos del volcán apagado, superando la cota de 5200 metros, se aferran los bosquecillos más altos del mundo: la especie dominante es la queñua, una variedad de arrayán de los Andes tropicales, un árbol precioso de corteza roja. Dada esta presencia vegetal, el mítico coronel Germán Busch, el año 1939, alrededor del volcán, decretó la creación del primer parque nacional de Bolivia. Bajo el volcán, se sitúa una comunidad de indios aymaras que porta el mismo nombre que la mole. De las laboriosas manos de un campesino sajameño, pintada en una rama de queñua, llegó a mí la serpiente, mi serpiente familiar, la que señorea desde mi biblioteca donde antes había libros y ahora hay piedras.

Es impactante el Sajama: nadie lo desafía y a más de cien kilómetros de distancia ya puedes avistarlo y por eso te imanta, te imanta sin remedio, y vas, vas, hacia él ensoñado, cautivo, hasta que el aislamiento de su altivez se te cae encima, tus ojos se llenan de nieve inmemorial y de roca eterna, tu corazón late con más fuerza, tus emociones se desatan, y no puedes sino honrarlo: es un dios, un dios en desgracia -por eso está solo y alejado, fue un castigo que le impuso Viracocha- pero donde nada desmiente que el dolor, el desgarro, el extrañamiento lo han embellecido tanto en ese su labrarse a sí mismo en soledad y silencio que lo que antes fue padecimiento, desasosiego y destierro hoy, está allí y se estará por siempre, trasfigurado en virtud.

Era tenaz aproximarse al Sajama cuando empecé a frecuentarlo. Además, solíamos arrimarnos por caminos desusados, perdernos por el altiplano y guiarnos, tan solo, por el faro colosal, por su mole azulada y nívea. Por eso, arribar siempre era motivo de celebración y meta challa. Éramos, además, bastante salvajes, de esos borrachos insolentes que van a golpear las ventanas de las casas para ver si conseguíamos más trago a eso de las cuatro de la madrugada cuando hasta las estrellas se guardaban del frío inclemente que azota esas altipampas. Igual nos terminaron queriendo los comunarios: por allí, esas épocas, cuando la carretera a Tambo Quemada no existía, no iba nadie y la banda de gitanos que conformábamos, al fin y al cabo, los alegraba, más allá del quilombo que armábamos.

Ahora que lo escribo, me acuerdo de un tal Guzmán, un tipo duro, curtido, orureño, que ese entonces era el tozudo director del parque. Al principio, se asustó un poco de nuestro desenfreno, luego, segunda noche de fogón y cañazo, se acercó a compartir sus historias. En esas soledades de la geografía, con tremendo zarpazo del clima, siempre hay un recuerdo que compartir si alguien lo escucha, mejor afuera que adentro, uno nunca sabe cuándo puede acabarse la memoria, extraviada en los eriales, abducida por los vientos, perdida entre las arenas. Si entrabas por los lados de Curahuara, allí estaba Calisaya, allí estaban los milicos andinistas que una noche, a nuestra imprevista llegada, nos confundieron con su comandancia y nos recibieron con fanfarria y nosotros, cagados de risa, saludando marcialmente, listos para una batalla imaginaria, capitanes del desierto, locos de vida.

Es de admirarse tanto Pacajes profundo como los enigmáticos Karangas: de hecho, el Sajama es una intrépida bisagra geocultural dentro de un continuum alucinante como es el Altiplano Sur que si lo ves bien se alarga hasta la Catamarca argentina y se derrama hacia el Pacífico por el temible Atacama. Debes aventurarte y si es así, los días siempre te obsequian prodigios. Si vas bordeando el límite y te entras por los Machacas, das una vuelta inolvidable por el frío espectral de Achiri, la comarca de Nieves, la yatiri más poderosa del Urcusuyu, y luego, dejando atrás Río Blanco y la histórica Sepulturas, accedes a la montaña por atrás, viendo su cara norte, la más desconocida. Hay otra vía, insensata: vas hasta Muruamaya, la Ciudad de Piedra, la lava fosilizada de la erupción del volcán Anallajchi que si no hubiese reventado sería no sólo más alto que el Tata sino la montaña más elevada del orbe -los geólogos calculan que su altitud rozaría los 10 kilómetros-, de ahí a Okoruro y otra vez a la meta. Del Sajama al sur, empieza el país de los salares y hay tantos volcanes como en Indonesia. Hay secretos bien guardados como pequeños pueblos, abandonados, yaciendo bajo inmensos médanos. Sólo es cuestión de perderse, sólo se trata de encontrarlos.

Por esas cosas de estarse una vez, tantas veces, de compartir con los moradores, terminó en mis manos la serpiente de queñua. Luce un color verde que no existe en esos páramos donde todo es escueto, el cromatismo es duro como el territorio, la aspereza es cotidiana y ritual, es lugar de estéticas extremas que reflejan esas épicas ancestrales cuando las montañas dominaban el espacio y lo forjaban para sí mientras los hombres intentaban comprenderlo, aprendiendo a convivir con su desolación, con su imponencia y su grandeza.

La serpiente, su color ilusorio, es puro deseo, es un lazo con otros mundos -vergeles intuidos, paraísos impuestos, luego soñados- que esos hombres y mujeres que habitan bajo la tutela del Sajama también atesoran en sus espíritus.

La serpiente es el ajayu de lo que no son, pero también son porque un hombre es cualquier hombre, pero es también todos los hombres, así resista en medio de esas vastedades que abruman y que la mayoría desprecia porque allí no hay edificios ni teatros ni licuadoras. Allí, no hay cosa que te distraiga de la colosal presencia del cosmos y su guardián inmutable y terrenal, la montaña omnipresente, el Sajama.

La serpiente encierra toda esa mística: reliquia de ámbitos tan sagrados que, si has sido honrado, ni se te ocurra desmentir su poder y menos olvidar que no sólo te ampara, sino que, sin su inspiración y su guía, tú no eres nada.


Pablo Cingolani
Antaqawa, 29 de enero de 2023

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