Díptico con dos caras de la muerte


Daniel Averanga Montiel / preámbulo rojo

Para mi padre, Hugo Averanga Ramírez

“Y confío
que algún día
no habrá más fatalidad,
y ese día,
gozaremos, corazón”
Lucha Reyes, Corazón.


¿Cómo afecta la presencia de la muerte a los que se quedan?

De niño no se me ocurrió pensar en esta interrogante; eso era tema de los adultos, de mi padre que pasaba las tardes en su taller fumando los largos y clásicos cigarrillos Big Ben que, en esos años, eran tan baratos como mortales y olían a paja brava y cedrón quemados, ambos húmedos por el rocío de marzo; la muerte era tema de las vecinas que visitaban a mi madre, quien se pasaba tardes enteras lavando ropa o enseñándome a leer, y de los primeros minibuseros de la ciudad de El Alto, que iban con la historia fresca de choques entre flotas en las carreteras antiguas interdepartamentales y mi padre, que al escuchar la historia completa, movía la cabeza con gesto serio, casi enojado, como los padres y esposos frente a los agentes de los bancos en “Viñas de la ira” de Steinbeck; ese tema era prohibido para los niños, y como tal, resultaba frágil y por ende fácilmente destructible.

Un día podías tomar un helado sin ninguna intención de entender la vida, y al otro sucedía un accidente, un asesinato, algo que pudiera romper la monotonía de los primeros barrios alteños.

Así pasó con el patriarca de la familia que nos alquilaba la tienda y trastienda donde vivía la familia Averanga Montiel, mi familia. Mis padres, jóvenes trabajadores con cuatro hijos por entonces (el primer hijo que tuvieron, mi hermano mayor Raúl, murió a los dos años, por complicaciones cardiacas), nos decían a nosotros que no fuéramos a molestar en el patio trasero de aquella casa alquilada. El motivo de aquella orden estaba justificado porque el padre del dueño de la casa pasaba sus tardes viendo el jardín, a veces con un sombrero ancho, a veces con una chiwiña que su nuera le instalaba cuando el cielo estaba limpio. Sentado eternamente en su silla de ruedas, con los ojos vivaces, a veces este señor torcía las comisuras de sus labios y gemía para que le hicieran caso.

Fue a lo largo del primer año de estadía en esa casa que aprendí, gracias a mi padre, lo que significaba parálisis en las personas: el patriarca estaba incapacitado para siempre a consecuencia de un accidente (un choque entre dos camiones en el cruce de la carretera que llevaba a Warisata, lugar de origen de aquella familia) y lo único que podía hacer era esperar la ayuda de los suyos; ni piernas, ni brazos, ni tronco o cuello se movían. Muchos años después supe que era cuadripléjico. Verlo cada tarde mirando el jardín, los pies envueltos en alfombra gris, los brazos acomodados por un tercero sobre las curvas superiores de las llantas de la silla de ruedas, y su nuera, nuestra dueña de casa, moviéndole a cada rato los antebrazos y los muslos para que no se ulceraran, fueron para mí, una forma lenta de aprendizaje sobre la fragilidad del ser humano. Así no había nacido, me decía, se había convertido en un ser que podría morir de un momento a otro, pensaba, y así, sin hacer ningún escándalo, frente a las flores de aquella casa, una tarde del mes de septiembre, dejó esta vida.

Desde entonces su ausencia fue más notoria que su presencia cuando estaba vivo: era verlo y no verlo, entre las sombras de las plantas de temporada, uno divisaba el espacio que había dejado, donde su silla hundía sus ruedas en el suelo blando, fértil, de la parte posterior de aquella casa. Las marcas de aquellas ruedas siguieron un buen tiempo, como cicatrices de una herida vampírica hecha por la muerte, hasta que los dueños de la casa hicieron excavaciones para construir nuevos cuartos.

Como el patriarca había muerto en septiembre, para Todos Santos su hijo y su nuera se centraron más en los muertos añejos, hornearon pan que colorearon con pigmentos comprados en farmacia y nos regalaron llamitas negras y amarillas, de cañahua y quispiña, que consumimos creyendo que eran de vainilla y chocolate cuando se nos acabó el pan, y ambos, los dueños, con luto fresco, decidieron esperar un año para hacerle la mesa grande al patriarca (además, así mandaba la costumbre), una llena de frutas, de panes y de llamitas de quispiña, de platos llenos de cayas, chuño, mote, carne de cui, de vaca, de peces del lago y de llama, y las morenadas con las voces de los presentadores Cacho Ordoñez y Pascual Alanoca Huallpa por único fondo.

La muerte entró a esa casa como un respiro pasivo, tranquilo, de calma, de resignación ante la vida tortuosa por depender de alguien más. El descanso final del patriarca significó otra lección para nosotros sobre la vida: a veces la muerte es un consuelo, no tanto para el muerto, sino también para los vivos.

Pero a veces no es así, a veces la muerte no hace más que dañar, sin moraleja, sin enseñanza, daña de una manera imposible de entender y nadie está listo para recibir el golpe.

Sucedió unos meses después, y afectó directamente a mi familia.

Mi tío Richard Averanga Ramírez nos visitaba frecuentemente, yo tenía 5 años, muchas preguntas y él solo 22, con pocas o casi ninguna respuesta; lo que sí tenía era estilo, lo recuerdo perfectamente con su chamarra de cuerina café, con su peinado a lo Ulises Hermosa de los primeros discos de los Kjarkas y su sonrisa siempre presente, digna de alguien que vive y deja que los demás vivan o mueran. Era uno de los tíos que me caía tan bien como cuando uno ve a una persona mayor y desea ser así de mayor, con ese estilo poco visto pero envidiado de alguien a quien la opinión ajena le resbala como el aceite en la superficie de su chamarra brillante. Siempre busqué una chamarra así, y sé que nunca la hallaré como la recuerdo en las ocasiones en que mi tío entraba al taller de tapicería de mi padre y saludaba con su movimiento de cejas y su sonrisa irónica, casi cruel.

Mi tío creció como la mayoría de niños y adolescentes sin oportunidades en Bolivia crece, en un ambiente de negatividad, de pobreza, de aventuras con señoritas y cholitas que hoy son dueñas de complejas construcciones o señoras en toda regla de negocios imponentes; él fue un hombre noble, pero con travesuras de carajos y mierdas y expresiones de amargura frente a parejas felices en los parques, y resultó siendo un diamante en bruto porque era una persona buena, muy a pesar de las nubes que lo rodearon desde pequeño.

Algunas veces encontró a mis padres en medio de discusiones, de peleas y de conflictos económicos, y su sola presencia bastaba para tranquilizarnos a todos, más que todo a mí, que era el penúltimo de sus hijos y que por consiguiente me quedaba como testigo de aquellas peleas (mi hermana Paola recién estaba bebita).

A pesar del estilo que ostentaba, la actitud de mi tío era de lucha frente a la vida. No había crecido para disfrutar, para vivir y racionalizar sobre los otros; nunca le dieron la oportunidad para sonreír por el placer de hacerlo, o luchaba o no hacía nada, esa era su nomenclatura, su idioma y su forma de enfrentar la existencia. Bromeaba a menudo, es cierto, pero sus bromas eran ácidas y coherentes con la realidad de la ciudad de El Alto de finales de la década de los ochenta, con un lenguaje solo aprendido a partir del dolor, de la soledad y de la falta de dinero; por ello algunos lo sentían como una persona resentida con la vida, salvo sus hermanos, es decir, mis tíos y mi padre, quienes lo amaban por su propio vínculo de sangre y porque comprendían ese humor, el que intentaba dañar de alguna manera a los que sí tenían plata y pareja y trabajo seguro y una vida acomodada. La vida acomodada es “un placebo”, diría años después Thomas Ligotti en sus tratados literarios y filosóficos y ello coincidiría con la forma de proceder de mi tío Richard, ahora lo sé, porque metidos en la misma olla de la crisis, las personas reaccionan de similar manera, sean trabajadores humildes, de la élite o de la clase media moribunda, pues si bien el miedo paraliza, también revela la verdadera cara de las personas, y todos nos podemos matar entre sí ante la aparición de nubes como las que acompañaron el crecimiento de mi tío Richard y de sus hermanos, y a pesar de eso, de todo eso, él no desaprovechaba ningún momento para sonreír y bromear con su estoicidad al natural.

El día que le avisaron a mi padre que su hermano menor había muerto, yo estaba en la trastienda con mi madre y mis hermanos, tomando sultana con limón. No pude ver a los que entraron al taller, que estaba abierto aun siendo de noche; sus voces fueron casi susurros, pero la noticia estaba allí, tan segura como la certidumbre de que moriremos todos algún día.

Hubo un escándalo, como si pelearan, pero no escuché ningún golpe. Solo gritos, terribles gritos de impotencia y de ira.

Entiendo cómo es la vida de injusta, algunos mueren sin la oportunidad de vivir más, mientras que otros siguen vivos a pesar de sus errores y sus naturalezas crueles: preferiría ver muerto a un asesino que los entierros de sus víctimas; me escabullí, pequeño como era, hasta quedarme debajo de la máquina de coser Butterfly con bases de hierro fundido donde a veces jugaba, escuchando a la par la cadencia de la rueda que mi padre pedaleaba para que activara la máquina. En ese momento el pedal de hierro también fundido servía de base para que mi padre apoyara los pies y la cabeza estaba hundida en los antebrazos, que se apoyaban a su vez en la mesa de la máquina. Urrelo afirma que lo más triste que puede pasar en la vida de uno es ver a tu padre llorar, pero en ese momento no lo vi de frente, yo estaba debajo de la máquina y me erguí para verlo más de cerca, escuché su llanto reprimido, casi ahogado por la tela de su ropa, y su cabello ensortijado subiendo minúsculamente y bajando contra la mesa de la máquina, sus hombros en movimiento por una respiración honda, venida de profundidades incomprensibles; este hombre, que para mí era una muestra de madurez y de fortaleza, estaba herido por el dolor de la muerte y lloraba como cualquier otro ser humano haría ante semejante noticia. No hice nada, salvo verlo un poco, apoyar mi mano un momento en la mesa, cerca de su cabello, sin atreverme a tocarlo; era pequeño, no sabía si eso era lo correcto o si me reprendería por atreverme a interrumpir su dolor. Si tan solo el tiempo pudiera ser un lugar para ir allí y hacer lo correcto, si tan solo yo pudiera encontrar la forma de hacer lo que quería hacer (o no hacer) en todo lo que viví a partir de esta idea. Hay momentos que el hombre no debería recordar por la angustia de las posibilidades...

Mi madre me tomó de la muñeca del brazo que reposaba sobre la mesa de la máquina y me dijo que dejara solo a mi padre. Cerró la puerta que conectaba la tienda del taller de tapicería con la trastienda donde dormíamos todos.

Me hizo recostar y yo, con la mirada fija en el cielorraso, pensé por primera vez en la muerte.

El llanto de mi padre continuó un tiempo más y, tras el caos y la calma, salió y dejó a mi madre con las ganas de consolarle. Los días posteriores fueron de reuniones entre mis tíos y mi padre. Farras y resignaciones, tecito con pan entre todos y con hecho paranormal de por medio al ver y escuchar, en un rincón, a mi tío Richard diciéndole “provecho” a mi abuela Norberta para después desaparecer. Encuentros entre los primos para mitigar el duelo en tanto los mayores farreaban con el dueño de la casa con música de los Bukis para despedir al tío joven, muerto en la carretera a Viacha, atropellado al igual como sucedería, más de veinte años después, con el gran Abraham Bojórquez, líder de Ukamau y ké, curiosamente en la misma avenida, a diferencia entre tres caudras entre uno y otro hecho, y los posteriores paseos con los primos a la zona de Alpacoma, a su barranco o a patear el balón de fútbol para hacerlo impactar contra la base del estanque que ahora es museo. Tratar de ver en el recorrer del tiempo y de las experiencias una cura ante al vacío de la partida de aquel tío al cual nunca podré igualar en estilo.

Mi tío ya no estaba, como también el patriarca de la familia que nos alquilaba la casa, y como en el futuro no estarían otros tíos, mi abuelo, mi abuela y mi prima Daniela, que de tan joven y tan repentina partida sin despedida nos partió el corazón a todos, pero esas son crónicas que quizá nunca se escriban, porque es como arrancar costras para tocar los frescos espacios rosados que quedan antes de la sangre.

Dos años después de la muerte de mi tío, lo fuimos a celebrar al cementerio Tarapacá con platos que gustó en vida: ají de fideo, arroz a la valenciana, saice picante o el pejerrey frito que tanto gozaba los sábados, cuando mi madre prendía la televisión en blanco y negro y sintonizaba los canales 7 o 4, para que nosotros, los niños, viéramos el Súper Libro en el primero o Thundercats en el segundo, con el fin de que comiéramos en silencio nuestras raciones, mientras ellos hablaban de los trabajos temporales de mi tío y le recomendaban qué hacer, cómo hacer y tener siempre paciencia.

¿Cómo afecta la presencia de la muerte a los que se quedan?

Lastimosamente es una experiencia particular, no todos podemos reaccionar ante la fatalidad de la misma forma.

Por mi parte, mis dos experiencias son solo eso, experiencias que quizá nunca más se repitan en otra persona.

Pero ahí están, y así fueron.

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Publicado originalmente en el blog del autor, preámbulo rogo (19/3/2023)

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