A Salvador Marcelo Gargiulo
Burton, en su celebrada traducción de Las mil y una noches, anotó para la eternidad sobre la existencia de una tremenda estatua de piedra erigida en tiempos antiguos y, en ese entonces, posada en el confín de los confines conocidos por esos hombres que se afanaban en buscar un más allá, un más allá de los monstruos y los abismos que decían los carceleros del espíritu de esos días, abundaban en ese horizonte insondable que empezaba desde allí, desde donde la mole granítica se alzaba en el confín de confines: las islas guanches, las Canarias.
El monumento miraba hacia el oeste infinito y desconocido y uno de sus titánicos brazos se extendía en señal de alerta, la palma extendida, en la misma dirección en previsión de que alguien, ¿quién?, se atreviese, se arrimase, inesperadamente, por esas playas del fin del mundo, el mundo que los atrapaba.
Lo más intrigante era la placa metálica que lucía la estatua en su base. Sin aclarar idioma, Burton asegura que advertía: Volveos, detrás de mí, no hay nada.
Toda una declaración de principios. Siempre sentí que este relato mínimo -que leí en una antología pergeñada por Borges y por Bioy- decía y develaba casi todo lo que se refiere a nuestro ser/estar humano en el espacio/tiempo. De un plumazo, con una imagen y una frase, el divino cónsul cuenta una historia de la Tierra y la territorializa, la ancla y la sumerge en un escenario maravilloso pero real, definitivamente real.
¿Existirán los rastros de ese coloso sentencioso y enigmático? ¿Estará enterrando bajo las lavas incesantes que sacuden las islas atlánticas? ¿Habrá algún otro testimonio de su inmortal existencia? ¿Alguien lo recuerda?
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El mismo Borges le dedica a Graves, al visitarlo o evocarlo en otra isla, otro relato mínimo: uno que narra un otro final para el Magno, para Alejandro.
Sueña B.: el macedónico no muere a los 33 años por las fiebres en Babilonia, sino que, liberado de ser él mismo, vuelve sobre sus huellas y, como un soldado más, se suma a una hueste de nómades, esos que señoreaban los desiertos y las estepas sin límites, esos que desafiaban cordilleras e imperios, esos que convivían con los rigores más extremos y, a su manera, escribían una historia de los seres humanos donde la algazara por la libertad era el faro que los guiaba y calentaba su sangre.
Sucedió así: los andariegos atacan a una caravana o una ciudad, reparten un botín, encienden fogones y celebran, el vino se derrama, las voces y los cantos se encienden, y en medio de la excitación por la victoria, efímera, pero victoria al fin, victoria que nadie recordará -sólo será soñada-, Alejandro toma una de las monedas que le tocó en suerte, la mira, se reconoce en la efigie labrada y, borracho y entusiasta, la muestra a su compañero de combate, aclarándole, en alguna lengua indómita:
-Esta moneda la hice acuñar yo cuando era el Rey de Persia…
Su hermano de travesías y de armas alza la moneda en sus manos, la observa, lo mira a Alejandro -el soldado, no el monarca-, y riéndose a carcajadas arroja el pedazo de metal al fuego. Alejandro, el que no murió en Babilonia, el otro pero el mismo, estalla en risas con él.
¿Hasta dónde habrá llegado Alejandro arañando los eriales y las nieves? ¿Habrá visto al más ancho y potente de los mares? ¿Se habrá perdido en sus extenuantes islas colmadas de caníbales y de briosas doncellas? ¿A cuál confín arribaría? ¿A Kamchatka?
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Borges también tradujo a Marcel Schowb. Acercó a nosotros un libro precioso, una joya literaria, titulada La cruzada de los niños. Es otra historia mínima.
En sus páginas, el que viajó a Samoa, nos sumerge en el desquiciado mundo del medioevo y cuenta su versión de lo que popularmente también se conoce como la leyenda del zampoñero de Hamelin.
En la obra aludida, los niños no son seducidos por ningún mayor, simplemente siguen el mandato de sus corazones y se afanan en cumplir la misión que los lanza a los serpenteantes caminos, a los bosques inmemoriales, a los peligros que los acechan todo el tiempo: son niños, vagan solos, tienen hambre, los conduce una pequeña ciega llamada Allys.
La historia es trágica pero feliz: los niños carecen de todo, pero están convencidos de algo invencible: su fe es más fuerte que cualquier dolor y si están juntos, si caminan juntos, nada puede pasarles porque Él los protege y los cuida.
Entonces, ellos prosiguen, ellos no cejan, insisten, enfrentando adversidades y desprecios, atraviesan un continente y un confín tras otro -ellos son los verdaderos confines en esta historia desgarrada pero inspiradora- y nunca se rinden, paso a paso, quieren llegar allí donde El Advenido les brindará leche y miel y nueces y los amparará con su bondad, su gracia y su misericordia. Digan si no es violentamente bella esta historia.
Schowb introduce en el relato a un achacoso e inservible Papa de la Cristiandad abrumado por sus tesoros y por la culpa sin par por no honrar el más alto mandato de Jesús y porque los niños son o deberían ser los únicos privilegiados del mundo cruel y hostil que los martiriza e imagina, Schowb imagina, a un San Juan, el del Apocalipsis, el confín definitivo, que alienta a los pequeños en medio del desastre hacia la blanquitud pura y perpetua que vendría tras la hecatombe.
El libro, como debe ser, no tiene un final, ¿acaso debería tener final la historia de la búsqueda incesante de una verdad que nos haga plenos, que nos haga libres? ¿Acaso no seguimos siendo esos niños que buscan afanosos Tierra Santa, los ámbitos de lo sagrado,[1] la Tierra Sin Mal, el Paititi, la Tierra Prometida?
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Lazos, lazos vitales, lazos neuronales y pasionales, invisibles y multidimensionales, unen y enhebran estas tres historias. Es tiempo que cada quien se anime a encontrar los suyos, sus amarres, dentro y fuera de los textos, dentro y fuera de la realidad que asedia, dentro y fuera de uno mismo.
Es tiempo de encontrar los confines, reales o imaginarios, de la existencia antes de que sea tarde para que se extravíen, se olviden o se oxiden en un presente fósil, congelado, irremediable.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 21 de agosto de 2023
[1] Houses of the holy en inglés. Título del quinto álbum de Led Zeppelin donde puede escucharse la versión de estudio de The song remains the same, La canción sigue siendo la misma, uno de los himnos generacionales de los años 70/80 del siglo pasado. Otra declaración (rockera) de principios.
2 Comentarios
Gran texto, querido Pablo. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarMuy bueno. Ameno e interesantísimo.
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