Maurizio Bagatin, (de pantalón corto y sin camiseta), en la Ferme Ecole de Bagam, norte de Camerun (1995). Maurizio Bagatin / Revista Nómadas |
Se quedó diseñada en los ojos. Adentro y para siempre. Al inicio fue pensar en los elefantes que con Aníbal cruzaron los Alpes, llegando hasta Capua. Luego el imaginario que me iba creando al oír narrar a mi padre la Segunda Guerra Mundial, Tobruk, Rommel, el zorro del desierto, la campaña en África y la bellaquería de algunos oficiales italianos en El Alamein. Le siguieron las imágenes televisivas de las hambrunas, imágenes en blanco y negro, en los noticieros se oían a funcionarios de la FAO que hablaban de la solución a este drama, la Revolución verde. ¡El remedio peor que la enfermedad! En fin, para mí, fue pisando el suelo del inmenso continente. Los ojos se me hicieron grandes. África en los ojos, África en mí.
En algunos de sus libros, Alberto Moravia hablaba del “mal de África”, mal insaciable, enfermedad incurable, tomar o dejar, no existía una tercera vía, el inmenso continente te iba engatusando, te secuestraba y no te habría abandonado nunca más. El gran guionista de Federico Fellini, Ennio Flaiano, quedó embalsamado por semejante belleza y violencia, escribió su única novela, Tiempo de matar, inspirada en su estadía como soldado en Etiopia durante la segunda guerra mundial. Con las miradas de mujeres de dos mil años, la Abisinia del Imperio mussoliniano, adonde el África es aun “el armario de la inmundicia, vas allí para estirar tu conciencia”. Un continente demasiado grande para describirlo, escribió Kapuscinski.
Desde ahí inició la gran peripecia. Lucy in the Sky with Diamonds de Los Beatles escuchaban los científicos cuando descubrieron el esqueleto de un homínido después bautizado Lucy, se trataba del primer Australopithecus afarensis. Caminando por estos infinitos espacios, entre la tierra y el cielo, donde el baobab y el elefante se reconocen, donde las fabulas aun vienen recitadas bajo el inmenso árbol del mango, uno sufre y goza en un éxtasis, es el delirio del origen y de la grandeza. Mama África cantaba la superba Miriam Makeba, en Johannesburgo como en Castel Volturno, excavando en las entrañas de esta tierra, roja y negra, sangre y piel, sin miedo, sin dolor.
El fruto crecía rápido, siempre pronto en satisfacer hambre y placer, la fertilidad está en el ADN, en las profundas venas de esta tierra. Miraba, yo, la sandía y el coco, la mandioca, los enormes maníes y la cola, nuez que con la coca de los Andes benefició al farmacéutico John Pemberton y a la Coca-Cola. Sentía en estos frutos otro sabor, el sabor primordial. Allí pude ver una visión del mundo jamás conocida antes, eran rituales, danzas, canciones, historias fundacionales, pies descalzos que bailan al ritmo del tam tam, de la señal del animal de la floresta, del estado que algunas sustancias desconocidas iban introduciendo en los cuerpos y en el alma africana. Entraban y salían desde miles de ojos sensaciones estupefacientes.
Viajé todo aquel tiempo acompañado por Chinua Achebe, padre de la literatura africana, y en los recuerdos que Toni Morrison había almacenado en su gen, antes que en su mente. Viajé adentro de los ojos azules de una sonriente muchacha bantú, vendedora de frutas exóticas en un perdido mercado de Douala. Viajé en la genialidad y en la parsimonia africana, con el invento del molino a viento que llevaría el agua para regar nuevas plantaciones, niños y niñas descalzos como Abebe Bikila en la Olimpiada de Roma en 1960. Aquí cuentan los sabios que “La democracia es como la yuca importada. Se pudre rápido”. Viajé en el tribalismo y con el chef du village polígamo, con en mi regazo niños que siempre sonreían mientras sus madres iban invitándome frutas que no conocía. Frente a la meseta del Adamawa abriendo aún más mis ojos, alucinado con la infinitud. Ahora nos toca leer al Nobel Abdulrazak Gurnah, su obra Paradiso y a Mohamed Mbougar Sarr con una entrañable obra, La plus secrète mémoire des hommes, frutos de las semillas sembradas por Wole Soyinka: “A tiger doesen’t proclaim his tigritud, he pounces”.
En los mercados de Ngaoundéré y de Dschang, en aquel de Bafoussam, los colores iban por encima de cualquier otra emoción, las verduras y las frutas, las prendas femeninas que parecían salir de un disco psicodélico de los años setenta, de un cuadro de Jean-Michel Basquiat o de un libro de William Burroughs. Me preguntaron un día si conocía la historia de Escipión el Africano, no recordándola bien tuve que inventarme algunos detalles que aún hoy siguen siendo, para mí, parte de su legendaria vida. Construyendo un pasado que no fue para transgredir lo que a través de él se puede construir en el futuro. Recordaré como explicó muy bien Elizabeth Kolbert que África se está acercando a Roma dos centímetros cada año. Fenómeno que describe en su Opus Magnum La sexta extinción, como si fuera “una intrincada serie de pliegues, la placa africana presiona contra Eurasia, como una placa de metal que se introduce en un horno”.
África es un infinito imaginario. Nunca existió “la larga noche de salvajismo de la que los europeos, actuando en nombre de Dios, vinieron a liberarnos”, era solamente nuestro mediocre imaginario. Que sea aun Joseph Conrad en guiarnos.
Maurizio Bagatin, agosto 2023
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Publicado originamente en Revista Nómadas 11/ 9/ 23
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