Pablo Mendieta Paz
Me llamo Don Juan. Al amanecer, cuando agitaba mis pies en el agua cálida del río, vi cómo el sendero de arbustos nacientes había atrapado en sus flores todavía no del todo abiertas al sol que despuntaba. Sabía que era el momento en que vendrías, pues siempre apareces acompañado por la naturaleza en toda su virtud. Tus pasos, de pronto, resonaron a mis espaldas y te sentaste a mi lado. Me puse a tararear tus melodías mientras las escuchabas en silencio.
¡Mozart! Soy tu creación, y por eso mismo tu eternidad para mí es vital. Si con el tiempo tu figura hubiera desaparecido en el misterio de la nada, sin duda que el mundo, sobrellevándolo yo a cuestas por su terrible tibieza, se habría desmoronado como un castillo de arena que ha sucumbido al viento de los acantilados. -¿A qué le llamas “terrible tibieza”?, preguntó mirándome a los ojos. -Al desdén, a la fea indiferencia. Aunque no creo, proseguí, que alguien pudiera anidar en su interior la idea de impedirte la entrada al reino celestial, sí puedo dudar, con riesgo de que esto suene a puerilidad, que no te acomoden a la cabecera de la mesa en la cena de la Providencia. Y eso podría dolerme más que a nadie ya que tú me moldeaste, me llenaste de ornamentos y finalmente me diste vida.
-No lo creo, y no me juzgues inmodesto, me dijo agitando su mano en la corriente de agua. Desde niño, con aquello que todos llaman magia, hado, estrella, y que en realidad es algo que solo yo conozco, tuve la gracia de encantar, seducir, fortalecer el espíritu, alimentar corazones de alegría, levantar exclamaciones; pero juntos, tú y yo, amigo infinito, en otra naturaleza creadora, pudimos atravesar el umbral de lo humano y del tiempo.
Sonreí… Debo decirte, acerca de aquello que solo tú conoces, que sé de lo que se trata; y lo sé porque tú me concebiste: es la más elevada sensibilidad y la más suprema genialidad que un creador puede alojar en sus emociones íntimas. Y ellas se traducen en mí, Mozart, con libertad de formas, sonrisas en las notas, fortes en susurro, pianos en pianissimo, tristeza y nostalgia que alucinan y, lo más elocuente, improvisaciones pletóricas de inusual colorido, a tal punto que, por ejemplo, en dicha de libertad añadiste trombones que no gozaban del gusto de una sociedad refinada. Único. Pero, sobre todo, obsequiaste emoción estética, suprema belleza, como elegante era el andar de la esbelta Aloysia, encendido amor con quien deseabas enlazarte en el monte de Venus…
-Me sorprende el conocimiento que tienes de mí, enfatizó sin ocultar el brillo de sus ojos al oír ese nombre -Aloysia-, ni el momento de solaz que estaba viviendo junto al verdor de la naturaleza, junto al agua cálida del río, al sol de la mañana, a lo que en ese paisaje su oído célico recogía arrimado a mi presencia, su eminente creación.
-Me conmueve tu eterna felicidad, Mozart; tu lenguaje musical que despierta infinita pasión. Y me conmueve, en otro sentido, recordar cómo cuando los vieneses me escucharon por primera vez me dieron –nos dieron- la espalda. Reímos rememorando aquel día de octubre. Su risa, ligera y suave, poco a poco se tornó en una estruendosa e impostada risotada, como una evocación de sus lecciones de canto con la soprano Manzuoli. Incluso en ella, en su carcajada, brotaban melodías...
Pero bastó solo un año, y otras audiciones, para que después de aquella aciaga jornada de octubre el príncipe de Kaunitz ¿lo recuerdas? se refiriera a ti diciendo que “tales hombres no vienen al mundo más que una vez en cien años”. Una vez en cien años, me tocó a mí reír con estrépito. Se quedó corto, Mozart: no vienen al mundo nunca más.
-Aparte de las bromas, lo que señalaste antes sugiere mucho, discurrió Mozart recostándose en el follaje. Y estás en lo cierto. De niño, oía hablar a mis padres, a mis pequeños amigos, y oía la música. Y cuando a los cuatro años escribía fragmentos para clavecín, de pronto, como algo que inquietaba mi acelerado corazón, me preguntaba: ¿habrá algo en la naturaleza que se dirija a mis oídos? Le pregunté a mi prodigiosa hermana Nannerl y no dijo nada. Faltaba algo más que el poder de aquellas fuerzas irresistibles de que te hablé antes. Luego comprendí que poseía algo en abundancia: estaba infundido de una singular sensibilidad celeste. ¿Me comprendes?
-Sí, de perfecta y múltiple forma. Y creaste lo que nadie. A tal punto que llegaste a darme vida de superhombre, como un insolente que retaba a los poderes divinos y a los preceptos terrenales con el fin de alcanzar la belleza y el placer. Y entonces acomodaste acordes mágicos para retratar con gran derroche de fantasía y pinceladas de sátira y brisa burlona mi papel de seductor: me elevaste a otras regiones, lejos de lo mundano, con frescura de originalidad, como poesía que obedece a la música.
¡He ahí tu genio!, pues aun sin pretenderlo, cruzaste de lo trágico a lo sensual, de lo fatídico al éxtasis, y en un minuto, en alarde de pura genialidad, hiciste que el suelo se abriera entre llamaradas y yo me precipitara al abismo. En ese preciso instante cesó tu música, pero solo por breve lapso pues luego de ocurrida mi muerte estalló, en intimidantes acentos dramáticos, una artillería de solemnes acordes, como si todo el Poder divino se abatiera sobre mi cuerpo inerte.
-No es que no lo haya pretendido, clavó su vista en el agua que corría mansa. Si bien preparé todo para que hicieras felices a las mujeres, pero también desdichadas, y pese a semejante paradoja que disfrutaran de ti, quiero que te quede muy en claro lo que te diré -me tomó del brazo con firmeza. Al crearte, burlé el libreto de Da Ponte, un Don Juan bufón, burlador, tal cual fue, en música y texto, la singular trama y personajes de Las bodas de Fígaro. Y entonces todo se transformó. Exponiéndote a los ojos y oídos de todos como un libertino, mi música adopta una naturaleza distinta, fértil de un dramatismo que encarna la tragedia del castigo divino. Por eso tu muerte, tu trágica destrucción, y entonces todo acaba en un grave modo menor (re menor); sugestivo, además, de una melancolía y tristeza femeninas que tu fin ha motivado.
-Lo comprendí todo, Mozart. Mientras yo hacía de las mías, libre hasta el desenfreno, ¡debía morir! Sí que lo comprendí... Y ahora, a tu lado, quiero que me oigan todos; que delimiten la idea precisa de un Don Juan de tono irónico que se consume en el fuego. Que escuchen la variedad de mi vida a través de los sombríos fagotes, el júbilo de la sensualidad en el tañido danzante de los violines, y finalmente mi destrucción en la turbulenta agitación armónica. Y elevándose tu música como luz de Bengala, que oigan el murmullo del amor, el llamado lascivo de la tentación, el rumor de la seducción suave y penetrante, y el dramático final. Escuchen. Para todos se abrirá el mundo. Soy Don Juan, de Wolfgang Amadeus Mozart, mi creador inmortal.
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