Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Contemplo desde el mesón de Trojes un bosque tocando la cumbre. Alturas de Tiquipaya, presagio de los verdes papales de Chapisirca, yermos por donde vagan toros enfurecidos buscando pelea con una sombra que no existe. Me pregunto si hay alguien caminando dentro de la floresta en este momento. Pregunto si se sentirá tan triste como yo en el bosque de Vincennes.
Entro a una peluquería de pueblo, de a diez pesos el corte. Siempre fui reacio a hacerme cortar con mujeres pero descubrí a esta muchacha paseando por el mercado. Probé y quedé contento. Desde entonces voy allí, aunque ella no me dé masaje de orejas como mi peluquero maricón en Denver. Camino y busco echalotes para hacer un encurtido. Solo hallo pequeñas cebollas rojas que servirán. Tropiezo con el poeta amigo Nevado Andeslis y me voy a casa con un libro de batallas y verduras necesarias. Siempre he querido a Nevado y su facunda conversación. Vive arriba del pueblo, imagino más o menos la ubicación porque anduve por ahí mucho. En El Encanto, dice, y no dudo lo encantador que el sitio debe ser. Era zona de retamas, de aromas por tanto. Francine se bañaba blanco su cuerpo a la intemperie bajo el sol.
José Álvarez y sus gitanos en un disco que tiene más de tres décadas. Retazo, de tantos que voy encontrando, de vida cruzando el cielo en carromatos azules mientras novias muertas ríen en mortajas de tul. Jobi Joba; podría ser tanto el departamento del primer piso en Arlington; el bosque se mecía amenazante, allí se cobijaba el asesino serial. Los gitanos cantan el porompompero y el matador negro afila un punzón talabartero que penetra entre las costillas a manera de simple vacuna. Podría también ser Brandywine Street; observo y me veo mirando el jardín donde había un par de antiguos bancos de metal. Tiempo de deseo de mujer, de largas conversaciones con Leeds y con Singen, hembras de pueblos enemigos armadas con morteros y lazos de seda hindúes para bregar por su macho. Pobre Adán que se cree más importante que el edén, que dios que se acuesta con su esposa y culpa a la víbora.
Django Reinhardt y Lorca, romance de la luna luna cuando crepusculaba en Mirhorod y Gogol me decía que se escondía por el resto de la noche, asustado por los demonios que había liberado. Sobre la luz selene se recortan tus pechos breves, sostén transparente, red fina en donde perecen los peces más nimios. El lago en Mirhorod a las ocho tarde adquiere color de chocolate. Me siento al borde, entre hierbas que parecen cáñamo y devoro uno a uno mis dedos si son churros de Madrid.
Unto el pan con llajwa muy picante. Hay en ella un dejo de cebollín y culantro. Los eucaliptos de la cima van cambiando a sepia, cada instante se hace anciano en segundos. En Vincennes me echaba a llorar perras mujeres de mi espanto, vade retro cruz diablo y cuando llegas a tocar el timbre no te pongo alfombra roja porque no tengo pero acuesto mi piel mestiza esclava y en ella dejas la agudeza de tus tacones. Vivía en casa burguesa y de día descargaba camiones, descamisado en los callejones de Adams Morgan para delicia de otros. La ejecutiva del salón de periodistas de Washington DC observa, sonríe. Estos no son papeles, madame, sino sudor vivo, trabajo, aroma de hornear pan y pelar patatas. Ojos negros de cuervo, piernas de ñandú enano, culo que semeja jugosa guanábana, entre tus piernas el ornitorrinco, misteriosos riachos de la Nueva Zelanda, tierra de la gran nube blanca le decían los maoríes, calzones con bordados beatos, arabescos que mimetizan el humo volcán.
Muchacha ojos de papel, aunque te dije que estos no eran papeles, tal vez algún rastro de flores de pensamiento, azules y púrpuras, rosadas y cremas. Ruge el camión, pasamos una ronda de crack, nos quedan muchas paradas hasta Maryland. En casa estará cocinando la pelirroja de mis días. Simon & Garfunkel escucha y lágrimas caen sobre la sartén. Los ojos del asesino se extienden desde el bosque profundo, por allí lo busco, en cada mano un largo cuchillo corta sandías. No se anima, piensa que soy un djinn, oscuro no llegando a luto. Lo busco, lo sabe. Lo espanto, lo alejo de casa, pospongo el encuentro donde intentará degollarme y lo perseguiré descalzo sin nunca alcanzarlo, llenas mis pupilas de velos tenebrosos. Palta con vinagre y sal. Verde claro paleta impresionista de Berthe Morisot, ceno en paz con la esposa. En el balcón se ha puesto a dormir un cardenal de cabeza roja. Comienza a nevar. Pregunto a la sombra si puedo conversar con mi abuelo, que debo hacerle preguntas y no hallo respuesta. Sol de Cliza, inmensos campos de la hacienda de Santa Clara, de las monjas que hacen bocadillos de almendras, dulces de mazapán, refresco de tostada con olor a pies. Nos acostamos y arropamos con voz de Lou Reed. Somos uno en dos, monstruo bicéfalo de miembros despatarrados. Luego silencio. El chocolate de Mirhorod, Mirgorod está de café. Tus pechos se han dormido, con pestañas que se cerraron.
Ya el bosque desapareció. Desvanecida la tristeza se levantó de la espesura de Vincennes y fue a mendigar guiso a los marroquíes que reían en la puerta de un complejo habitacional para pobres. Comí; cuscús frío de tono blanquecino. Mis jefes argelinos me estarían esperando para devolverme a la capital. A la mierda, dije, y me eché al lado de un arroyo. En agosto todavía no mataba el frío. Soñé que lobos aullaban alrededor y deduje que era ladrido hambre. Un gran cartel enfrente. Juraba que era a mí a quien miraba Yves Montand. Abandoné Trojes al anochecer en taxi. Un billete naranja de veinte. Desciendo con mis cebollas rojas un manojo de discos compactos el libro de mi amigo.
No hay un alma en el pasillo, se cortó la luz. Subo apenas los cinco pisos. Pongo agua a calentar y me duermo. Despierto cuando ya es tarde, las llamas han tomado la biblioteca, me aferro a una alondra (no hay alondras en Sudamérica) que me pregunta a dónde voy. Llévame hasta mi madre.
21/04/2024
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