Mas allá de Ipanema, de Copacabana y Barra da Tijuca



“Rio de Janeiro es mordida por su bahía hasta el corazón”, así va introduciéndonos en sus Tristes Trópicos Claude Levi-Strauss. Trescientos mil personas en Rio de Janeiro manifestaban, Lula había creado millones de consumidores, ni el Proyecto hambre cero, ni el jogo bonito ya funcionaban. Los Sem Terra ya tienen la tierra y se han vuelto burgueses, todos sus sueños se estrellaron en las paredes de una lejana Paris del ’68. Había un manifestante entre la masa, solito y firme con su letrero que decía: “Vendo coche”.

Chico Buarque se divide entre una habitación de Budapest, la piel blanca de una mujer que lo deja abandonado a una imposible traducción y el canto de una sirena que es la capoeira que Pelé danzó en un Maracaná ya vacío, huérfano del pajarillo Mané y sin aquella voz que se mueve al ritmo del cerro del Corcovado. Entre Vanda y Kriska se mueve el enigma de la identidad, una maestría del lenguaje que apasionó al maestro Saramago.

Pido una caipirinha más. Peppino nos habla del concierto de los Beatles, de un concierto que debió ser en la Buenos Aires sumergida entre coroneles y peronistas. Su sueño de juventud eclipsado en los valles verdes inundados de agroecología. Desde Barra da Tijuca el bus va al encuentro de una selva urbana, de una inmensa jungla de cemento. Rio de Janeiro canta el dolor de todos los Meninos e Meninas de Rua, son las lágrimas de Machado de Asis: “Con amor criaste a los niños,/Y entre besos -solo míos- secaste sus lágrimas/Dándoles cama y pan, cobijo y amor”. Ondulan las caderas de las garotas, el carnaval no espera; escuchamos el debate entre Gilberto Gil y Caetano Veloso, viejas amistades que el poder fue arrematando.

Si volviera la saudade también Zico mostraría una de sus funambulescas jugadas. Seria cumplir la utopía de Prestes. Había un campesino del Acre que nunca había visto una ciudad tan grande, para él el mundo eran infinitas extensiones de cupuazú y de asaí, la selva tropical, su mundo era la Amazonia. No conoció la historia de su región, del caballo blanco de Melgarejo y de porque Acre hoy era de Brasil. Otra Rio es su capital, Rio Branco, y Don Heriberto no lo sabe, se deja conducir por la luna mientras camina por la playa de Ipanema, su compañero de viaje le va narrando cuentos de Jorge Amado, poesías de Drummond de Andrade. Temprano nos reunimos en la playa de Barra da Tijuca, una Miami que surge blanca en una de las islas ficticias de este inmenso Brasil.

Bailamos. En la playa de Copacabana el ritmo carioca es como la nostalgia de mi amigo Laercio, él se preocupa porque tal vez no entendemos todo cuanto están hablando, surge un portuñol ante litteram, la arena se pega a nuestros cuerpos sudados, sudor de calor y cuerpos femeninos nunca vistos así tan bien moldeados por la naturaleza. El Tuco lo conocí en esta tierra llena de ritmo y de calor, estaba leyendo a Cortazar al lado de Vinicius de Moraes, una Maga parisina frente al inmenso océano que separa dos mundos. Nos dejó el año pasado, después de un vino, después de un nada, de un salto que borra pasado y futuro y deja un amargo presente. Conservaba todas las fotos de nuestra presencia entre bailarines cariocas, caipiriñas y el Maracaná.

Brasilia está lejos de aquí, Rogelio me cuenta que Sao Paulo es stajanovista, Brasilia cobradora y Rio de Janeiro bailarina, le respondo que nos parecemos entonces, en Italia Milán trabaja, Roma cobra y Nápoles baila. Se asemejan las identidades de algunos países.

Vista desde el mar, Rio de Janeiro me devuelve los Tristes Trópicos: “…sobre el fondo negro del cielo parecían algo así como una aurora boreal en estilo tropical. De tanto en tanto, a través de esas apariciones humosas, se ve un fragmento de luna rojiza que pasa, vuelve y desaparece, como una linterna errante y angustiada”.

Maurizio Bagatin, 13 de abril 2024
Imagen: La tarjeta postal que envié a mi mamá desde Rio de Janeiro

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