Sábado, álgebra, muerte


Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER

Bebo y Cigala despiertan el sábado del tedio de las pesadillas. Lidiar con nostalgias, para qué si arena somos, dorada lama de la avenida Juan de la Rosa, polvo sin trashumar por religión alguna. Hechos concretos. Voy a perder la cabeza por tu amor, canta el gitano. Soy la Hidra de Lerna y descabezarme no puedo. Perdí ya tantas, con y sin sombrero, ágil el reemplazo, voluntad de obsidiana, alma color y jugo de fruta de granada.

Observo por la ventana. Entrevero números en busca de respuestas. Reglas de tres. Delgadas cortinas se agitan con brisa de junio. He de cumplir un año en Cochabamba, tiempo que no cuenta entre traslado, preparación, visitas, arreglo de sábanas, colgar dibujos de Ben Shahn, de Picasso, un afiche de concierto de Siouxsie and the Banshees, 2002. Cuatro espacios vacíos para cuadros que traeré este agosto de Denver. Viajo con una muda de ropa y volveré con cien libros, música, dos litografías originales de Jean-Baptiste Isabey, época del Primer Imperio, coroneles-generales de coraceros y dragones, Francia de la Grande Armée; con uno de los dos retratos que Jenny Gubrud hizo de Jorge Zabala, 1991 (el otro está perdido, lo único que recuerdo es la camisa verde del poeta). Hace poco vi caminando por la avenida Ramón Rivero a una amiga suya, arrastrando piernas y recuerdos, el peso del verano, un invierno que no existe. No pude no pensar en Tiempos viejos, tango emblemático de lo efímero. No me apené, no susurré qué miseria, pobre mujer; el purgatorio es más largo que la muerte, con mucho excede al amor. A tiempo de escuchar el fragor de la guerra que mató mi pasión, cerca, detrás del río Rocha, como si las distancias, las líneas entre puntos, fueran fraudulentos juegos de Arquímedes, burlas de Al-Juarismi. Amé el álgebra, no puedo negarlo, y odié la teoría de conjuntos. Entre aritmética y triángulos deambula la susodicha, amiga del amigo, triste figura de Quijote hembra.

Tocan la puerta de mi departamento, que aliste mi modesto maletín de soldado, rectángulo de madera venesta y calzoncillos que elija para fundirme en el crisol del infierno. Sonríes, Irina; tus ojos de no creer, Francine; el vino ya amargo pero ebrio, Pilar. Que puedo engañar al diablo claro que sí, pero estoy cansado, exhausto en el silencio de los muslos, desprotegido sin axilas de mujer.

Un mapa de 1723, un trabajo al pastel de Emily que me hace pensar en Gabriele Münter, un cuadro de Aly, al carbón, que me retorna a su madre, para completar el decorado.

“Still, you have those happy eyes, yes”. Long Long While, bellísima canción. Aún no ha muerto el Rock and Roll. Hasta que se agote Mick Jagger.

Ayer, en la esquina de la Lanza y Bolívar, un graffiti: “Cupido hijo de puta”. Reí en principio y luego me puse a pensar. Revisaba libros de viejo buscando la edición de Sopena de Los Miserables, la mejor traducción, y quise imaginar cuánta desesperación, rabia, desasosiego había en esas palabras pintadas. Amor hijo de puta, en síntesis. Maldito amor. ¿Fue el tuyo uno? Mientras escogías la luz de penumbra para el primer encuentro, nada que fuese demasiado obvio o escondido, aura perfecta para la cópula espacial, la que nos arrastraría a Ganímedes y vuelta, incendiados en los límites del universo. De tus ojos, la atmósfera; de tus caderas que tomo como primera comunión. ¿Fue el tuyo así, maldito? Debajo del fantasmal San Pedro que carecía de Cristo gigante entonces. ¿Fue el tuyo hijo de puta? Vi temblar tu busto, tus piernas temblar, con baba cayendo de tus fauces caníbales, despintando el rojo de tus labios, haciéndome creer cuando el carmesí creció en los míos que envenenado estaba, muerto, fallecido, corrupto, good bye ruby tuesday, hueles a despedida, casi incienso, olor a meco, aves fantásticas del paraíso, plumajes azules, danza lasciva y mortífera, crestas rojas y patas de amarillo intenso y hervor salobre de tu cuerpo rumor de lava.

“Las dos mujeres que más he frecuentado: Teresa de Ávila y la Brinvilliers”, escribe Cioran. La santa y la asesina. Las he frecuentado en París y Buenos Aires y cholitas que rebotaban entre cueca chicha desparramada enfrente de la cerca del aeropuerto, brazo al borde del cántaro en Illataco. Tuertas, afrobrasileras de brillante piel como pulida piedra. Ni santas ni asesinas. Cupido no volaba por allí, por la avenida Aroma en un amanecer con una chilena sentada en mis faldas que casi me quiebra de un cabezazo hacia atrás. Desgraciado, gritó, y desapareció en los pasadizos del mercado Calatayud iluminado por carbones que cocían piernas de pollo en mar de grasa. Abro Sor Juana Inés de la Cruz: “Sosiega, Nilo undoso, tu líquida corriente”.

Píntate de negro, no necesito más tus colores de arcoíris ni marmitas de enanos e ilusión. Hazte noche que luto has traído. Ecuación de mil incógnitas, nunca he de resolver tu intriga, tu misterio ha abierto el gaznate por el que grita una pava de monte; estertor, amén de alabanza.


“Jallalla Bolivia”, entusiasmado se expresaba en voz alta el que volvía de la emigración sueca. Cuando despertó, apenas con un ojo porque el otro lo tapaba su nariz rota subida en plegaria hacia el cielo. Los azules cielos de Tiquipaya cargaban extraño púrpura; sobre el piso relucían blancos granos de maíz que en realidad eran dientes. Aquel día de semana santa Caín no atacó a Abel sino Abel, lobizón hambriento, destrozaba a su hermano y le borraba para siempre la felicidad del retorno. Jallalla el infierno, las luces no son luciérnagas, a lo sumo fósforos encendidos de gente que busca comida. Huyen las ratas de Caracota para evitar trampas. Sopa de roedor a puertas del mingitorio público. Belleza de Saturno y de Titán pero no hay tiempo de hacer girar sus magníficos círculos. Cupido hijo de puta, al fin lo entiendo. Fábula del desamor.

¿Por qué me pongo a cantar? Por los mismos motivos que Fierro. Leí a Benito Lynch. Mi madre trajo aquella soledad de la pampa de la que no me pude deshacer. Jumpin' Jack Flash.

Mis amigos enviaron hoy al teléfono alrededor de veinte bendiciones. Detentes, estampitas. Quédate conmigo, “como estampita siquiera”, me viene esa memoria de la infancia. No deseo adentrarme en el contexto, solo que no sé qué hacer con lo abrumador de jesuses y marías muriendo por controlar mi destino. No lo harán, me extinguiré sin rezo. Quizá me maten los chinos a orillas del Taklamakan en mi próximo proyectado viaje al Asia Central. No es mi intención llegar a Xanadú ni ver los desechos del Gran Kan. Me contento con escribir tomando café en los bordes de Bujara. Quedarme quieto, tieso, en el Tian Shan. Te recordaré, Yefim Schleyfer, llenaste mi imaginación con los manzanares de Pavlodar y la tristeza de Karaganda.

Soñé viajar con ella, vestirte los pies con botas exploradoras. Llevarías sombrero tipo australiano, de los de la caballería ligera. Nos contaríamos impresiones, vería tu perfil, tu sutileza, para, al fin, cincuenta años de retraso, llegar a la esencia de los cuentos de las mil y una noches. La última página se desvanece y a mí me engulle el desierto para esconderme de los chinos y de dios también.

15/06/2024

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