Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Un dron con carga de cuatro kilos de explosivos penetra una angosta puerta que da a un sótano y la sella. De rusos a momias. No se levantarán pirámides de ruinas y menos se hará estatua dorada del hijo de putina como la que tiene el gran Majnó en Huliaipole, frente de guerra jamás conquistado por los fascistas de Moscú en Zaporizhzhia. Ni flores sobre tales escombros, gritos perdidos en la destrozada soledad de la estepa. No son tártaros los que aúllan llamando a rebelión sino el último manojo de grullas.
Polvo, polvo, seco, no hay sangre, los enterrados vivos no tienen hemorragias; desesperadas pupilas, manos que se vuelven muñones, muñecas van comiendo antebrazos, hombros, cuello, van tomando nuca, cerebro, flores del campo y risa campesina de muchachas que no son. La guerra extermina el recuerdo. Polvo, seco polvo, seco, aunque el Dnieper corra cerca y parezca que hay paz sobre sus aguas.
Cartas del centro y del oriente, alguna desde el bosque volinio. Hago croquis casi matemáticos con distancias y tiempos para la aventura al fin del mundo. Bus que sale de Lublín hacia Poltava con transferencia en Kiev. La gente se mueve, compra remolacha y repollo para el borscht, de desayuno, almuerzo y cena este, ya sin crema agria encima y apenas con eneldo para dar matiz de normalidad al sino de la nada. Borscht con agua, agua con borscht. Ni minutos para el amor. Raídas faldas tratan de dormir, a las piernas les crecieron cabellos. Solitarias cigüeñas se mueven antes del crepúsculo, no desean despertar los cañones. Construían su nido en picos de chimenea; hoy se esconden en lo profundo del bosque y creyérase que son roedores. ¿Dónde el acordeón danzante, las floreadas camisas de índigo y escarlata? ¿Dónde la belleza si hasta a Gogol han bombardeado, hecho trizas la casa de Tchaikovsky? Mirhorod era hermosa, humo, humo tan triste como Lorca fusilado.
Sentémonos en la tarde de Aurora, abierta cerveza inglesa con olores de arce. La cerca de madera lleva dos colores: oscura la vieja, amarilla la otra. Si la vida se redujese así sería más fácil. Crónicas de asfixia; los invasores corren hacia el sur porque el bosque de Kherson arde. Lenguas de fuego les marcan los omóplatos y los designan inmundos. Piaras mugientes, gritos de asno barítono, no vuelan en la atmósfera edulcorados angelitos sino el homúnculo de Fyodor Sologub.
Kremenchuk sin electricidad. Las mujeres van a trabajar en Kharkiv y se persignan al estilo ortodoxo: primero la mano hacia el hombro derecho. Iconos que no necesitan lágrimas, ojos ya martirizados de por sí. Coro de sacerdotes y también alguna voz femenina dentro de la penumbra. Pañuelos cubren cabellos, hay algo de musulmán, tomo fotos a lo distraído. Una bella madre con hijo pequeño besa los pies del santón. La fotografío, mirada con mucho más hermosa que la antigua imagen. Debiera, pienso, un caballero en armadura entrar al recinto dicho santo y depositar ante el altar testas de nacionalistas del Donetsk y del Lukansk marcadas en la frente a hierro con la figura de Luzbel, cola de serpiente con final de tridente traidor. El corcel del caballero lamiendo disecada sangre, brea inútil de fanáticos buenos para morir. ¿Si soy juez? No lo soy, pero juzgo. Vivimos la era de la destrucción del mito. Por décadas, sin merecerlo, se quiso inventar alegría pagada por opulencia. Pues Dios ha muerto, según Nietzsche y la vida, y sale de ultratumba el esperpento de Millán Astray, más contemporáneo que nunca, invocando la muerte.
Sin embargo, hay risas en Lyon, ciudad que en su tiempo sufrió, y eso nos esperanza. Extrañas aves de largas extremidades asoman en los altos pastizales salvajes al norte de Mariupol, qué lindos eran los elegantes cafés de Mariupol mirando al mar de Azov. Caminan y con alargado pico extraen nudosos gusanos que pululan en las bocas de los fallecidos en batalla. Bajas que no cuentan, dejadas a la intemperie como después del Diluvio. Los líquidos de este formaron el mar que llaman Negro. Al lado del café servían delicadezas chocolate fabricadas en Lviv. Ciudad del acero con aromas de Turquía hacia oriente por la ruta de la seda, por Java enmarañada de pequeños hostiles tigres. Fina repostería, masa tostada al soplete con efluvios de queso cremoso y ahogados en él retazos de manzana verde que dan el agrio perfecto toque. No todo es tan dulce, no, flotan cadáveres por los mayores ríos, pasto de peces gato que a medida que pase el tiempo darán lugar a leyendas de monstruos escondidos en las profundidades. Igual a sus pares del río de Kali en India norte en cuyos desfiladeros hay arroyos con peces que se alimentan de cuerpos humanos, calcinados o crudos. Pez come a hombre, hombre ataca perro.
Inicio con el título de fin de batalla porque lo creo. Va a haber un intervalo con cadalsos para ahorcar nazis rusos como cosecha cabernet. Después el acabose de incierto calendario, con el tiempo que es minucia de eternidad. No he de verlo, mis horas han comenzado a ser breves. Sí veré, con placer mefisto, el fin de tiranos. La crueldad suele ser chantilly y que aumenten mermelada de grosellas. En el mercado de Minsk una grande granada cuarteada de intenso carmesí. Es Lukashenko, dicen, da para diez jarras de jugo. ¿Y Vladimiro? Lo cocinan en parrilla al estilo Sinaloa. Le pondrán una corona de hierro candente para quitarle vanidad. Así torturaron a Matija Gubec, líder de la revuelta campesina croata-eslovena de 1573 (hubo un excelente filme yugoslavo del hecho histórico), con la diferencia de personajes. Uno fue héroe, Putin lo merece. Que le den a tragar oro, quita el hambre. Pedro de Valdivia.
22/07/2024
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Imagen: Max Beckmann/Morgue, 1922
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