Márcia Batista Ramos
Las tres niñas vivían en una aldea pequeña, en el Departamento de Oruro, allá donde el viento azota y deja la cara agrietada, a una altitud de 4.210 metros sobre el nivel del mar, estaban lejos de todo el mundo y no conocían otras poblaciones, en ocasiones, veían que llegaban algunos chilenos para hablar con los hombres de la aldea. Escuchaban que ellos venían de las aldeas de Chinchillani y Panzuta.
Celia era la mayor, un año menor que ella eran Brisa y Clara que tenían la misma edad y la seguían a todas partes. Las niñas siempre tenían una gran sonrisa estampada en sus caritas, sabían que estaban emparentadas con los pocos vecinos, a todos decían tío, no sabían leer y no contaban el tiempo porque vivían en un eterno presente, jugando al llevar la tropa de llamas y de ovejas para pastear, comiendo y durmiendo juntitas en la cocina, cerca del fuego con la abuela que las cuidaba cuando los padres viajaban. Mientras los adultos, en un mundo paralelo, trabajaban, viajaban y contaban la plata durante una semana, dinero que llegaba en bolsas, en gran cantidad.
Ellas sabían que eran hermanitas y no sabían por qué la abuela partía una fruta para Celia y Clara, mientras que Brisa recibía la fruta entera. Tuvieron que crecer para entender la filosofía aimara de la abuela, que siempre decía que Brisa estaba partida, por eso tiene que recibir todo entero para no sufrir en la vida. Ellas no sabían que Brisa era hija de la hermana mayor que vivía en la ciudad, que fue violada y la entregó a su madre para que la criara con Celia y le amamantara con Clara.
La abuelita les decía cada mañana, que lleven las llamas para el otro lado, que nunca vayan a donde trabajaban los hombres, para que no se acerquen allá a los corrales donde estaban secando la cosa mala. Los hombres trabajaban, las tías cocinaban, sus padres viajaban constantemente a Chile, traían frutas, galletas y en la carrocería del camión traían bolsas y bolsas de dinero que, llevaban a la casa de uno de los tíos para contar.
En las mañanas frías, se escuchaba que los hombres cargaban la tropa de burros con la cosa mala, luego, algunos de los tíos se iban rumbo a Chinchillani y Panzuta, tardaban una noche en regresar, siempre llegaban con la tropa sin carga al final de la tarde, siempre llegaban con el viento que azota y deja la cara agrietada.
En la aldea todos los adultos se ayudaban, algunas veces, fueron juntos a Oruro y a Cochabamba, compraron casas lindas, para cambiar de vida, decían.
Una tarde las niñas llegaron con la tropa de llamas y la abuela no las esperaba con la comida caliente. No la encontraron en la casa. Brisa dijo que tenía hambre, Celia en su inocencia, dijo que en el corral de más allá, había mucha harina de haba. Entonces, las tres niñas entraron a la cocina, alzaron cucharas y vasos, corrieron al corral, rápidamente saltaran la muralla de piedra y llenaron sus vasos hasta la mitad, volvieran corriendo a la cocina para colocar azúcar a los vasos y poder degustar el manjar.
Cuando entraron a la cocina la abuela que ya había llegado, preguntó qué traían en sus vasos y en su ingenuidad Clara le respondió que traían haba molida para comer con azúcar, que traían del corral donde había tanta harina de haba secando… Rápidamente la abuela les arrebató los vasos, empezó a gritar, rompiendo el silencio de la aldea, chillando tan fuerte que silenciaba el silbido del viento azota y deja la cara agrietada.
Todos corrieron, pensando que alguien había muerto… Por suerte, por mucha suerte las niñas no comieran el polvo blanco con azúcar pensando que era harina de haba, me contó Brisa, con los ojos brillantes a sus cincuenta años de edad.
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