Noche irina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER

Miro tu foto en la noche de Trump; recuerdo. Alrededor arden fuegos de distintos matices y cuerpos corren cargados de candela como en cine medieval.

He colgado la máscara guro y la punu a ambos lados del televisor. Me falta un capítulo para terminar, por tercera vez, aquella serie rusa sobre Odesa basada en los cuentos de Isaak Emanuílovich. La ancha cara de las mujeres muertas del Gabón lleva un diamante carmesí en frente. Contrasta tanto contigo.

He intentado no pensar en lo acontecido ayer. He hablado repetidas veces con las hijas para aliviar su desasosiego. Aprendí en esta larga vida a capear el dolor y trato de animarlas. Siendo jóvenes, es difícil. Duro destruir tus mundos temprano, pero sobre cuántas ruinas nos hemos elevado. Intento distraerme. Agarro el ¿Qué hacer?, de Lenin, y rememoro sus discusiones sobre Bernstein que leí a tiempo de ser aprendiz de sociólogo. Me aburro. Entonces Norah Lange, Cuadernos de infancia, con la cubierta escrita en cursiva por mi madre: Alicia Coqueugniot, 31 de Mayo 1949. En la página 47, una postal del monte Fuji en Yoshida. Techos de una pagoda. Escribe Norah:

“Las velas, ya vencidas, comienzan a inclinarse hacia un lado. El árbol se oscurece con los brazos abiertos y recargados. Sobre las curvas de algodón que circundan su tronco, una lágrima verde, roja, amarilla, nos indica el final de esa noche ruidosa y ya lejana”.

Lágrimas de colores, negras sobre la mejilla, casi calcadas a manera en que los sicarios de la mara anotan sus víctimas. Me pinto una, púrpura resplandeciente, con lapicero justo allí donde cierran los ojos. Se despintará con la almohada, en mi permanente agitado sueño. Sobre la mesa de mantel cuadriculado descansa un plato. Migas de pan en superficie, naturaleza muerta y melancólica, restos de un cuadro jamás pintado, ajeno al arte, desechado en su modestia. Esa noche, anoche, ida, ruidosa todavía por la fanfarria de las bestias y yo contemplando tu foto, largos dedos, de esos de pianista, del piano colgado sobre el techo y tú tocándolo de cabeza para engañar los destinos.

Silencio. Dime si Pokrovsk ha sido tomada, si despintaron los muros naranjas de la iglesia, si cayeron las cúpulas de tubérculo con estruendo. Sacas tu ametralladora pesada y disparas, a dónde, hacia la nada, a la carreta fulgurante del profeta Elías que a veces trae esperanza y muchas consigo lleva una bolsa de tocuyo sangriento. Dispara, hazlo, alguien tendrá que morir allí donde caigan los cartuchos. Había en una pared de la Moldavanka un ser amorfo con un arma de guerra apuntando sin rumbo. Lo fotografié, representaba el fantasma de la navidad futura, el más duro y cruel en Dickens. El peor hoy.

¿Era el mar Negro, mi amor, o el río Vorskla? Cinco centímetros más alta que yo con los pies descalzos. Han fusilado a Benia Krik, 1919, y el tiempo del sacrificio ha retornado. Comentan acerca del agua, el extraño matiz que ha tomado. De pronto voy camino de Tulum y también aparece a ratos el océano esmeralda. Yucatán de embeleso y maldición. Se tiraron los dados y cayeron mal. Si ha de haber una cronología para el desastre no lo sé. Parece indicarse que no, que la vía del tren ha tocado su fin. Una sandía a medias comida en el piso brilla un extraordinario rojo, el sol que muere, la sangre del matadero. Allí matan toros con golpes de combo en la frente y las mujeres recogen en vasos el líquido que revienta del cuerpo. Beben, vampiros de la mañana, la premonición de las horas.

“Si una mujer hubiese puesto su mano ligera sobre el comienzo aún delicado de esta ira…”, diría Rilke.
Escasas las palabras hoy. La pena las ha consumido de desayuno y almuerzo, lustrosas y violentas se pusieron con el té de la tarde y un largo luto las cubre a las nueve oscurecidas, semejan cuervos de los que gritaban en casa, crua, crua, mientras copos de nieve empequeñecían la vista y nos tenían de ciegos hasta el amanecer.

¿Quién anda por la estepa si no eres tú? Me busca el destino con un ramo de flores de manzanilla tal vez, las puedo oler. Miro tu foto en la sombra de Trump. Un reloj de brazos desvalidos ha marcado su curso hasta detenerse. Vuelan cornejas a ras del piso, creí que eran avioncitos de juguete intentando engañarme a mí mismo. Los juegos se acabaron, hay una inercia que sugiere incertidumbre. Me gustaría escribirte un verso y las consonantes se han escondido detrás de mis muñecos libaneses. Estoy cansado, dormir no deseo, quinto vaso de agua que bebo y aún no me ahogo. Olas sugerentes suenan igual a cascabeles, la metralla es, de hecho, un cascabel. Dime, mi amor, en medio de la noche irina, cuando cierres tu libro de horas si recibiste mi carta con una única pregunta.

O no.

O no la recibiste.

Me acuesto aferrado al libro de Norah Lange. He vuelto a ser un niño pero el estruendo de los obuses pugna por envejecerme. No sé si decidirme a correr hacia donde cantan las aves o lustrar mis botas de charol, altas botas de cosaco, y con afilado sable ponerme a cortar remolachas para el borchst. Cabezas, quiero decir, sopa de jugos humanos hoy que el tiempo de la poesía ha terminado.

Antes, te hago otra pregunta. ¿La has leído?

O no.

06/11/2024
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Imagen: Kees van Dongen, 1903

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