Cuando el sunchu deja de ser flor


Son memorias frágiles de una noche de otoño. Cuando el sunchu deja de ser flor se defiende a pesar de haber perdido el color; la luz que difundía en los abandonados jardines, entre los maizales de los valles, acercándonos al puntillismo que hoy algunos pintores nos hacen recordar. Es su metamorfosis en el jardín descuidado, cuando la belleza se complementan con la experiencia de la botánica, y sin la mano del hombre. Hay plantas como la “pega-ropa”, una inteligencia natural de sobrevivencia y reproducción, que suelta sus semillas que van pegándose a otros seres vivos para que las lleven y sigan sembrándose en otros terrenos.

El ricino mira a la malvilla, el diente de león al psicodélico rojo del Rayo de Oriente. Cosecho limones arrugados, granadas y los últimos perfumados membrillos. La guayaba este año no mantuvo las promesas, mucha lluvia alguien me hace notar; los higos iniciaron bien y acabaron en una gris oxidación, la uva con una calamitosa peronóspora.

La obra completa en italiano de Arthur Rimbaud fue curada por Diana Grange Fiori - nomen homen sui generis - mientras la introducción de Yves Bonnefoy se ofrece con un título fascinante, El alquimista del verbo. En su primer párrafo, va citando a aquel Alcide Bava que envía a Théodore de Banville un poema, “Ce qu’on dit au poète à propos de fleurs”, el poeta voyant mira desde su permanente caleidoscopio “Ainsi, toujours, vers l’azur noir/Oú tremble la mer des topazes,/Fonctionneront dans ton soir/ Les Lys, ces clystères d’extases!”. ¿Qué hacen estas flores, mas allá de Mallarmé, de Baudelaire y de Víctor Hugo? Siembran subconscientes poéticos, estoy diciendo mientras observo a los pétalos de rosas mosquetas quebrarse al sol de abril, y la ya seca flor de amarilis que se va enrollando cansada de tanta exposición.

El frio matutino seca el verde, hiere su clorofila, otro verde vendrá luego, una fotosíntesis que nos conduce al destello verde del ocaso. El verde es color que calma y relaja. En la pared sigue trepando la hiedra, el cactus San Pedro se desvela desde una fisura, detrás de la imponente jacaranda, sufren a su lado las flores de lagrima de oro. El otoño no perdona, es como el amante después del amor. En sus ojos quedan el avasallador verano sin memoria del invierno anterior, sin visión del invierno futuro. Verde como la U, la vocal del poeta visionario, como el humano contra el inhumano que vemos ya en el poshumano, cuando la flor ya no reclama a la mariposa.

Encuentro flores en “La terribile bellezza del mondo”, en aquella poesía de Tito Maniacco que habla de la naturaleza muerta: “...il duro durare del verde/ che dilata i nervi/ e infin/ si piega”. El sunchu ha obedecido a su destino, desfilan los lacayotes desteñidos bajo el tajibo, no se rinde la planta de achojcha, el tomate cherry y la albahaca. Otras suertes tal vez tendrán, la salvia y el tomillo, la menta y la planta de quirquiña que crece encima del techo, semilla traída por un pájaro, por el viento por un destino distinto a las huertas, al jardín.

En un diccionario mexicano abierto al azar encuentro una palabra hermosa, Achichincle, oída por primera vez en un pueblo de Tlaxcala cuando una mujer intentaba explicarme mil cosas, el verdadero origen de la palabra pulque, el color verde de sus tortillas y como se les decía a las personas que se dedicaban a sacar el agua que salía de los manantiales.

El sol quema, ya no calienta, miro al Quijote solo, sin su escudero no hay representación. En toda nuestra inocencia voy echándome sobre las hojas muertas, encima de la tierra que se va cerrando, con la dulce alegría que me obsequia el crepúsculo, con todos sus colores, la paz de su silencio, y todos los dioses, los héroes y los hombres que van desmesuradamente repitiéndose.

Maurizio Bagatin, 18 de abril 2025
Foto: Granadas, membrillos y limones

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