Mientras crece la amenaza de otras guerras


Amalia Cordero Martínez / Cuba

Maῆana al convertirte en tu ceniza /Aceptarás las cifras de la muerte /
Como una condición de la armonía. 
Benedetti

Una fuerza repentina me impide continuar. Un tronar lejano retumba en mis oídos, agobia los sentidos y engrandece las pupilas. Me detengo en este camino por donde transito a diario. Las orillas incineradas aún desprenden humo. Malezas llenas de vida ayer, hoy amanecen cubiertas de cenizas, los árboles crecidos por encima de la cerca, son negras estatuas sin ropas. De esa imagen de miseria me llega otra, la he visto hace un momento en la televisión; “Tierra arrasada”. —Dijo mi vecino. De madrugada se celebraba un festival cuando un grupo iracundo irrumpió contra la barrera electrificada para dar paso a la Operación Diluvio. Y eso fue, un diluvio de bombas, sirenas del horror, vidas derribadas, furias enardecidas: ‘’una Hiroshima sin bombas nucleares.’’ Me impresionan construcciones que sucumben bajo una enorme polvareda, imagino niῆos, abuelos, mujeres dentro de los escombros, asidos a sus últimos minutos, sintiéndose arrebatados por la muerte. Pero se impone un orgullo mancillado, bofetada inolvidable para un régimen poderoso y llega respuesta. Más tarde sobre un espacio abierto se edifican ruinas y se dibuja un camposanto como una mina a cielo abierto donde sucumben talentos, recuerdos, mujeres hermosas, hombres laboriosos y la inocencia en los niῆos. Padres que gritan y corren con sus hijos muertos en brazos, inocentes sin piernas que preguntan cuándo podrán caminar…Quién sabe a dónde fueron a parar los caminos borrados del paisaje. La guerra tiene muchas caras, muchos culpables, le sirve cualquier terreno, derrumba las fronteras más fortificadas. ¿Y cómo creer en la inteligencia de los hombres que deben encaminar el planeta? En este mundo enhebrado como una madeja cualquier hilo suelto logra extender una llama, como dinamita y levantar un incendio en cualquier punto de los alrededores. Desde estas cenizas llegan las vivencias.

Las palabras han perdido ternura, suavidad, el toque de la luz para ser sólidas frente a los odios, la paz es indefensa, pero la guerra tiene dueῆo. El fuego prende, es ciego y avanza veloz. Sin diálogo no lo atajan países reunidos ni fríos acuerdos de paz: —¿Quién respeta a quién? ¿Quién logrará reunir en negociaciones partes en conflicto?

Al tiempo se encienden velas en memoria de las víctimas. No importa su bando. La llama, enfilada al cielo no lleva un nombre impreso, clama iluminación a las almas que vagan y a los causantes del desastres. No se necesitan alas, se necesitan mentes, brazos, inteligencias, para frenar los desenfrenos del poder. No importa el lugar, cualquier punto se vuelve vulnerable. Parece como si la armonía deba conquistarse con disparos. Ojalá llegue el día en que todos odien la guerra y el diálogo preventivo sea el arma más poderosa. Se necesita la paz del Sepulcro Milagroso y que nazca de él la resurrección capaz de hacer razonar a los ciudadanos para que máquinas de matar no representen la venganza apocalíptica en conflictos centenarios.

Pienso, reclamo: —¿Alguien, en el mundo, podrá atisbar el fin de los conflictos, cuando amenazan propuestas expansivas?

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