Mc Cartney: música, mitos y buenas maneras

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

La historia -letra, música, canción- es, más o menos, lo que sigue. Dan ganas de invocar el talento borgiano de resumir en unas líneas, o a lo más en un párrafo, pero siempre con total acierto, una vida entera. Es lo que se necesita a la hora de hablar de James Paul Mc Cartney (1942) -Sir Paul como le ha dado por llamarlo a los esnobs- para no perderse en este largo y sinuoso camino. Después de todo, no se trata de Bob Dylan, cuyas biografías alcanzan los tres tomos y van desde sus delirios con los pieles rojas, accidentes, metamorfosis, desafinaciones, coros, canciones, letras, poesía, misticismo, sociología, política y un largo etcétera. Porque si hay algo prohibitivo al momento de abordar al bajista zurdo de The Beatles es volverse latero, teniendo en mente su condición de entretenedor por excelencia. Tal vez el mejor entretenedor en la historia de la música, título adjudicado muchas veces con la intención de menoscabarlo. Incluyendo composición, grabación e interpretación de canciones, a ver cuántos floreritos podrían decir lo mismo. Hoy como solista, ayer como parte fundamental de dos bandas. La primera, legendaria y recordada hasta la saciedad; la segunda, Wings, algo menos en la retina y una suerte de experimento marital con Linda, su mujer, quien le ayudó a salir del cascarón de The Beatles. En ambas, creaciones con la capacidad –en apariencia muy fácil- de provocar escalofrío en la espalda, picos emocionales según los entendidos, y que no es otra cosa que mover los pies, la cabeza, batir las palmas y el resto del cuerpo. O sólo limitarse al placer de escuchar, como es mi caso, tan torpe de movimientos.

Paul ha sido desde siempre un muchacho cortés y de buenas maneras hacia quienes están bajo el escenario. Si su socio John Lennon hueviaba en su cara a la Reina Isabel, Mc Cartney le rendía la respectiva reverencia y la disculpa correspondiente, para luego relajarse ambos con un buen pito de marihuana. Mientras sus egos se los permitieron, por supuesto.
La actitud positiva de este hombre orquesta es hacia todo tipo de público, no sólo los de alta alcurnia. También marineros borrachos de Hamburgo, teddy boys y mods en The Cavern de Liverpool, europeos y gringos de las últimas cinco décadas y orientales oportunistas (los japoneses se dieron el gusto de encarcelarlo por unos días y sólo para que les enseñara a tocar de memoria Yesterday). Inclusive abuelos, padres e hijos en un recinto al interior del Parque O’Higgins en Santiago de Chile, durante su recital de abril de 2014 y que motivó la presente disquisición.

Una vida entera dedicada a la amenidad y, ojo piojo, que aún continúa y no pretende detenerla. Claro que no a 300 kilómetros por hora como en sus lozanos años beatle, pero sí a 90 o a 100, en el mejor de los casos. Con siete décadas en el cuerpo y con infinitos trotes, logro que ya se quisieran otros del gremio. Por ejemplo, banditas que se juran en el Olimpo al segundo disco. O solistas que reniegan de sus compañeros de pellejerías al primer griterío debajo de las ventanas del hotel. Casos calcados en la industria musical y también en nuestra reducida islita: en un acto de ociosidad extrema, ¿cuántos fanáticos han intentado dar con la versión chilena de Lennon y Mc Cartney, permaneciendo aún abierta las vacantes? Podrán saltar como ejemplos de longevidad escénica The Rolling Stone, pero éstos, a diferencia del buen Paul y de The Beatles, a medida que sus esqueletos sostienen sus pieles ajadas, más Rolling Stone se vuelven (la fealdad satánica del paso de los años convertida en el mejor patrimonio).  
All togeder now
Repasemos en conjunto la historia archiconocida. Puerto de Liverpool, Inglaterra. Años cincuenta y donde aún era posible encontrar huellas de los estragos del nazismo. Un grupo de amigotes quinceañeros de clase obrera, peinados con flequillo y gomina a modo de fijador, casacas de cuero, cuello levantado, pantalones ajustados, botas de cuero -si eran zapatillas o mocasines, con los calcetines blancos a la vista-, buscaron en el arte un modo de expresión. Inspirados en el sonido de los discos del rock’ n roll y de rythm’ n blues de intérpretes negros de Estados Unidos –Chuck Berry, Little Richard, Fast Domino- traídos de contrabando por marineros, y más tarde con el fenómeno de Elvis Presley en expansión, decidieron formar su propia banda de música…
Hagamos un alto: la motivación era más amplia y tuvo en el recetario condimentos pre punkis a la hora de encontrar musicalidad de dónde menos se pensaba. La orfandad vuelta tesoro y alboroto. Espanto en familiares y vecinos, contagio en amigos, encandilamiento en las chicas. Las primeras composiciones del grupo –primero The Quarrymen, luego The Beatals, más adelante Johnny and the Moondogs, Long John and The Beetles y The Silver Beatles-, cuando no adaptaban covers ni iban de acompañamiento para un solista relamido, cultivaban el skiffie. Una música de raíz folk, de guitarras acústicas, banjo, pero también de instrumentos improvisados como peines, escobillas, tablas de la lavar, planchas, cordones, enchufes y papeles arrugados. “Anda, róbate esas cosas de tu casa, Paul –lo azuzaba su amigo John Lennon, una vez posicionado como el líder de la banda-. Las necesitamos para confeccionar nuestros instrumentos y a tu familia le sobra el dinero”.
Paul, por el momento, obedecía.
Lonely people
John Winston Lennon, un muchacho perverso y resentido, creció sin padres. Los dos lo abandonaron en la niñez: ella regresó apenas unos días antes de ser arrollada por un automóvil y él cuando su hijo ya era una estrella de la música, con fama y libras esterlinas en su cuenta bancaria. Vivió sus primeros años bajo el alero de tía Mimí, una mujer autoritaria y conservadora, quien acabó derrotada en sus intentos por inculcar valores judeocristianos al hijo de su alocada hermana Julia.
Paul, por su lado, provenía de una familia convencional. Padre, madre y hermanos. Su madre murió durante su adolescencia, en el momento en que le nacía su vocación musical, incentivada por su padre, un trompetista y pianista aficionado al jazz. Sufrió lo justo y necesario. Le preocupaba, eso sí, que su buen pasar no se viera mermado sin el sueldo de enfermera de su madre. Un calculador de tiempo completo que, sin olvidar un talento a destajo, llegó a la cima y desde ahí se desliza, cual alpinista, casi sin caerse.   
Cuando la banda ya era conocida como The Beatles –previo desfile de integrantes que entraban por amistad y salían por negocios, más un par de viajes (de) formativos a la ciudad de Hamburgo para afianzarse como grupete- Lennon y Mc Cartney se consolidaron prematuramente como compositores compulsivos. Al principio, cuando todo era un juego, uno lanzaba una frase y el otro la completaba, como una suerte de competencia pueril, y a grabar. Más tarde, aburridos del juego y preocupados del show, prefirieron componer por separado (más bien acompañados de un porro o de un pastillita de ácido, aunque Paul siempre ha preferido lo natural) y reencontrarse en el estudio. Evitando, eso sí, la discusión. Limitándose a seguir con sus instrumentos al autor de la pieza, una suerte de Guerra Fría con tal de permanecer juntos apenas soportándose, pero siempre manteniendo la clásica firma creativa Lennon / Mc Cartney (George Harrison y Ringo Starr, corriendo por cuenta propia, merecen su propia historia).
Después, un tarareo de décadas: canciones hits, canciones himnos, una tras otra, sin pausa, y con ellas discos originales y compilados, múltiples versiones, giras histéricas y ahogo, enclaustramiento en el estudio, experimentos sin ataduras. Apoyo crucial y paterno en materia de sonido y arreglos del productor George Martin. También, hasta su muerte prematura, del manager Brian Epstein en cuanto a imagen y comportamiento, dentro de lo posible tratándose del granuja de Lennon (adiós al cuero, flequillo y gomina y bienvenidos el terno y la corbata). El resultado fue un manantial del cual brotaron creaciones refrescantes durante siete años y algo más. A la par, el fenómeno beatle, la fama, el dinero, el sexo, las drogas, el torbellino y una que otra inquietud intelectual, mística y social. Nada nuevo en la historia de la cultura popular respecto de sus ídolos, dicen los escépticos que nunca faltan. Antes ya ocurrió y después ocurrirá de nuevo, remarcan. The Beatles: ¿grandes revolucionarios del arte o hábiles transformadores de lo ya hecho por otros? Pregunta abierta, sin ignorar que eso bastó para la inmortalidad y un papel fundacional en la historia de la música.
Can’ t buy my love
Muchas son las bandas que no resisten los líos de faldas. Teniendo admiradoras para regodearse, el artista joven, blanco o negro pero caprichoso y con las hormonas a mil, fija su atención en las bragas del lado y se viene el infierno. No hay vocación, éxito ni dinero que aguante. Diferente a lo ocurrido con The Beatles, al menos en lo dicho hasta ahora por los biógrafos. Lennon y Mc Cartney tenían sus parcelas individuales y cada uno exploró en la suya. Y si las compartieron, lo hicieron con espíritu de boy scout, club de caballeros o familia mafiosa. A lo más, las chicas podían resultar antipáticas para el otro, como ocurrió con Yoko Ono y su violenta ruptura de códigos internos, opinando sobre música, letras, invadiendo el estudio y hasta el sanitario. La catarsis fue gastar bromas pesadas apenas la nueva conquista de Lennon daba vuelta la espalda. Paul, en cambio, mantuvo a sus novias alejadas de la banda, mas no de los flashes, lo que cambió radicalmente cuando se asumió como solista. Sólo le faltó incluir a toda la prole arriba del escenario, mientras Linda manejaba con timidez los teclados y susurraba en los coros.
El problema vino de otro lado. Filosofía de vida, tal vez. Genética. Destino. O karma. John Lennon apostando hasta las últimas consecuencias, sin importarle desafinar ni caer en el mal gusto, la demagogia y la prédica barata. Paul buscando la perfección a su manera, mediante hits pegajosos, armonías y estribillos orejas, sin repasar las rimas fáciles, demasiado sencillas y con sabor a caramelo relajante. Algo debió ocurrir en la consciencia de Mc Cartney aquel día en que Lennon, en su mayor fervor lisérgico, le propuso hacerse ambos un orificio en la frente para adquirir el tercer ojo de Lobsan Rampa.
Paul, por primera vez, dijo que no.  
I’m amazed
A partir del fin de The Beatles en 1969 y un artificial 1970, Paul Mc Cartney comenzó un nuevo camino, para nada fácil. De él, en su condición de mitad genial del “mejor grupo musical de todos los tiempos”, se esperaba siempre más. Aunque Lennon haya estado hasta el copete de sus compinches de Liverpool, de su primera mujer y de su hijo, y armara tienda de campaña con la japonesa, un tufillo quedó en el aire respecto de la responsabilidad de Mc Cartney en la disolución. Él, por cierto, contribuyó en aquello con tal de no darle en el gusto a John de ser el sepulturero de The Beatles. Su primer álbum incluyó una entrevista absurda en el estuche del disco, donde dio por muerta a la banda. A partir de ahí, Paul se ganó la etiqueta de simplón, comercial, popero y sistémico, hiciera lo que hiciera y fuera donde fuera. De vez en cuando, uno que otro éxito, solo o junto a músicos que no dejaban de contemplarlo como un chamán de carne y hueso. Más maestro que un igual por su pasado beatle, pero sin la colaboración de su otra mitad, ahora en la trinchera opuesta. Canciones con insultos recíprocos: “Púdrete, jodido John Lennon”, decía él. “Ojalá te hubiesen matado de verdad, Mc Cartney”, respondía el otro, en alusión al rumor de mensajes escondidos en canciones y carátulas de discos de The Beatles sobre la muerte de Paul.
Durante los setentas, la historia no se detuvo. Lennon partiendo a Estados Unidos, uniéndose a la vanguardia artística y política, a los Panteras Negras, financiando al Ejército Republicano Irlandés. Heroína a la vena, terapias psiquiátricas de shock, paternidad frustrada, el beatle sarcástico se volvió opinante y activista. Se peleó con Richard Nixon, se deprimió, se encerró, se volvió onanista, supersticioso, padre ultrapresente y dueño de casa. Pidió volver al ruedo, empezar de nuevo. Pero un fans loco de remate, que le exigía una vida consecuente, lo mató en 1980 a punta de tiros de pistolas a la salida del Hotel Dakota. A partir de allí, nació el mito de John Lennon y se le colgó en la espalda, era que no, a Paul. De competir con el beatle rebelde, algo ya complicado, Mc Cartney comenzó a hacerlo con el mito. Una lucha condenada de antemano a la derrota. Los mensajes de amor, bienaventuranza y buena onda de Paul en discos y recitales, provocaban murmullos y ceños fruncidos. Él, más de una vez, alegó fastidio ante la imagen reproducida en posters y ferias artesanales de John Lennon como un nuevo mártir, un Jesucristo hippie, un Gandhi licencioso, un Che Guevara con guitarra.
Si no puedes, únete a ellos, concluyó Mc Cartney con la sabiduría que dan los años. Desde el momento en que se asumió como un beatle de tomo y lomo, el beatle amable y educado, Paul ha podido gozar más de la vida. Casi tanto como en antaño. Conciertos, canciones (con The Beatles y solista), música de cámara, discos, videoclips, homenajes. Dedicando temas a todos o casi todos los que le acompañaron durante el sueño del pibe. Ex beatles, novias, esposas, amigos (aún mantiene una deuda con George Martin y Brian Epstein). El nuevo siglo anunció lo que parecía imposible: un disco triple y libro de colección... aunque, siendo sincero, más que el esperado regreso de The Beatles, fue un trabajo de búsqueda de archivo, con una voz fantasmal de Lennon rescatada de cintas viejas y ajadas, gentileza de Yoko Ono.

Epílogo     
Un chileno fanático del sonido de Liverpool invitó, hace un tiempo, a repasar todas las canciones de The Beatles bajo la óptica de Paul Mc Cartney. ¿Cómo es eso? Junto con las canciones compuestas por él y que llevan su huella indeleble -todas identificables, a pesar de la firma dual-, poner oído a los temas de Lennon y Harrison, ayudado si se puede por el equipo de sonido, y buscar el detalle en la ejecución del bajo, la manera de llevar adelante el coro o la destreza con el instrumento que el zurdo haya escogido en la grabación (batería, guitarra, piano o las palmas). Un desafío sólo para fanáticos. Como ver la película “El Padrino” desde el punto de vista de algún personaje, Fredo, Sonny, Tom Hagen. O leer la novela “Cien años de Soledad” como si se fuese Amaranta o Remedios La Bella. Una nueva dimensión saldrá de aquel experimento, aseguraba el fanático.
Nos quedamos con Paul Mc Cartney y su máxima: “Denme un tema y saldrá una canción”. Lennon agregaría, como siempre y en su estilo: “Primero saquen sus podridas chequeras que no somos el Ejército de Salvación".

Los chilenos cambiaríamos "Ejército de Salvación" y pondríamos “Tía Rica” y el sentido sería el mismo.

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1 Comentarios

  1. Calculador y simplón este Paul. Las fanaticadas suelen ser tan histéricas como crueles. Me gusta esto de indagar en los aspectos oscuros y contradictorios de las estrellas populares. En la línea de Paul Johnson.
    Muy bueno, estimado amigo.

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