ENCARNA MORÍN -.
Nació allá en la isla de Lanzarote en el año 1910. Era una chica tímida y más bien calladita. Se limitaba a cumplir su tarea. Ayudaba en la casa con los hermanos pequeños y a sus hermanas mayores con sus hijos. Además de eso trabajaba de sol a sol. Cuidaba las cabras y trabajaba la tierra. Hacía el queso, lavaba la ropa en la gran pileta de piedra, y ayudaba en la cocina, en el remiendo de la ropa, en hacer esteras y cestos…
Todas las manos eran pocas en aquella numerosa familia de doce hijos. Ella ocupaba el número nueve.
Los chicos varones, sus hermanos, conseguían un pasaje en barco para América nada más alcanzaban la adolescencia. Las mujeres ansiaban encontrar un buen marido, o simplemente un marido sin más.
En un baile de la fiesta del pueblo conoció a Rafael. La sacó a bailar y pasó desde entonces a la categoría de pretendiente. Paso previo al noviazgo.
Cuando Encarnación, la muchachita tímida y silenciosa, dio su aprobación a aquel noviazgo, mi existencia comenzó de alguna manera. Ella se convertiría muchos años más tarde en mi abuela. Pero nunca nos pudimos encontrar en esta vida, ya que para cuando yo nací, ella llevaba muchos años difunta. En honor a ella llevo mi nombre.
Mi abuelo Rafael era un hombre apuesto. De grandes ojos claros y pelo rizado. Un robusto hombre de campo que doblaba la edad de Encarnación. A sus treinta y tres años era un hombre curtido por la vida y hasta despechado. Su novia de muchos años, con la que tenía previsto casarse, lo dejó por otro.
No sabemos si fue la juventud de mi abuela lo que realmente le atrajo, o si por el contrario, él necesitaba limpiar con urgencia aquella afrenta ante toda la gente del pueblo.
Mis abuelos se casaron en el año 1927. Una hija nacería en el primer año de aquel matrimonio. Tras unos años en Buenos Aires, mi abuelo regresa. Estaría en la isla casi el tiempo justo de engendrar a la segunda hija, mi madre.
Encarnación se despidió resignada de su marido, pensando en su vuelta inminente, apenas juntaran el dinero necesario para pagar la hipoteca de las tierras que acababan de comprar.
Probablemente intuyera que entre las posibilidades estaba el que él no volviera. Pero tampoco quería ni debía pensar en ello.
Se imponía la supervivencia. Hacer lo que tan bien sabia: trabajar sin descanso. Exigirle a su cuerpo hasta que ya no diera más, luchar con sus fuerzas, porque era con las que en realidad contaba y nada más.
Mi abuela no pudo ser una madre amorosa. Apenas pudo ser una madre. Exigente y dura consigo misma y con sus hijas, hubo de abordar la supervivencia de las tres a base de trabajos y sacrificios.
Encarnación fue una madre austera. El juego o la diversión no cabían en sus vidas. Llena de melancolía y al mismo tiempo de una rabia contenida que se transformaba en un inmenso dolor, apenas lograba dejar caer sus huesos cansados cuando llegaba la noche. En ese momento podría llorar. Pero contenía sus lágrimas. No podía flaquear. Ni quejarse, ni darle mimos o abrazos a sus hijas.
La niña tímida y calladita se convirtió de golpe en una mujer curtida y fuerte. Ella creía que podía con todo.
Su cuerpo no dejaba de enviarle señales de alerta. Pero no quiso escucharle.
Era semana santa y cayó una de esas lluvias imprevistas que embarraron todo en aquella reseca isla. Las lluvias siempre eran bienvenidas, pero en aquella ocasión el momento fue inoportuno. Las arvejas ya estaban recogidas en la huerta y preparadas para la trilla. Así que una vez escampó por un rato, Encarnación se fue veloz a intentar salvar la cosecha. Airear las ramas recogidas, para que con la humedad del agua caída no se pudrieran.
A la vuelta a casa, la lluvia de nuevo arreció con fuerza. Esta vez no había ni donde guarecerse. Así que llegó a casa empapada y tiritando. Desde entonces una tos persistente se convirtió en pulmonía. Si a eso unimos su inmensa tristeza, podemos entender que una tuberculosis terminara por postrarla en una cama.
Nueve años estuvo enferma, rendida a la vida, pero luchando a su manera. Desde la cama enseñó a sus hijas a leer, aunque nunca las pudo enviar a la escuela. De la misma manera que llevó su enfermedad sin medicamentos.
Ella era su fuerza. Aunque languidecía, esperando al cartero y presagiando un futuro incierto.
El cartero nunca trajo noticias de mi abuelo. Un día terminó por despedirse de la vida cuando aún era una mujer joven y apenas contaba con treinta y seis años.
Una de sus hijas la siguió varios años más tarde. Esa era mi tía Fela. La tía abuela que mis hijos tampoco tuvieron y a la que yo no alcancé a conocer pues mi madre era aún una adolescente.
Encarnación, esa fue mi abuelita. Creo que de ella he heredado la fuerza. Por suerte yo sí he podido repartir abrazos y disfrutar de mis hijos. Creo que ella fomenta esos abrazos y nuestros encuentros y desde el lugar en el que se encuentra, sonríe.
Todas las manos eran pocas en aquella numerosa familia de doce hijos. Ella ocupaba el número nueve.
Los chicos varones, sus hermanos, conseguían un pasaje en barco para América nada más alcanzaban la adolescencia. Las mujeres ansiaban encontrar un buen marido, o simplemente un marido sin más.
En un baile de la fiesta del pueblo conoció a Rafael. La sacó a bailar y pasó desde entonces a la categoría de pretendiente. Paso previo al noviazgo.
Cuando Encarnación, la muchachita tímida y silenciosa, dio su aprobación a aquel noviazgo, mi existencia comenzó de alguna manera. Ella se convertiría muchos años más tarde en mi abuela. Pero nunca nos pudimos encontrar en esta vida, ya que para cuando yo nací, ella llevaba muchos años difunta. En honor a ella llevo mi nombre.
Mi abuelo Rafael era un hombre apuesto. De grandes ojos claros y pelo rizado. Un robusto hombre de campo que doblaba la edad de Encarnación. A sus treinta y tres años era un hombre curtido por la vida y hasta despechado. Su novia de muchos años, con la que tenía previsto casarse, lo dejó por otro.
No sabemos si fue la juventud de mi abuela lo que realmente le atrajo, o si por el contrario, él necesitaba limpiar con urgencia aquella afrenta ante toda la gente del pueblo.
Mis abuelos se casaron en el año 1927. Una hija nacería en el primer año de aquel matrimonio. Tras unos años en Buenos Aires, mi abuelo regresa. Estaría en la isla casi el tiempo justo de engendrar a la segunda hija, mi madre.
Encarnación se despidió resignada de su marido, pensando en su vuelta inminente, apenas juntaran el dinero necesario para pagar la hipoteca de las tierras que acababan de comprar.
Probablemente intuyera que entre las posibilidades estaba el que él no volviera. Pero tampoco quería ni debía pensar en ello.
Se imponía la supervivencia. Hacer lo que tan bien sabia: trabajar sin descanso. Exigirle a su cuerpo hasta que ya no diera más, luchar con sus fuerzas, porque era con las que en realidad contaba y nada más.
Mi abuela no pudo ser una madre amorosa. Apenas pudo ser una madre. Exigente y dura consigo misma y con sus hijas, hubo de abordar la supervivencia de las tres a base de trabajos y sacrificios.
Encarnación fue una madre austera. El juego o la diversión no cabían en sus vidas. Llena de melancolía y al mismo tiempo de una rabia contenida que se transformaba en un inmenso dolor, apenas lograba dejar caer sus huesos cansados cuando llegaba la noche. En ese momento podría llorar. Pero contenía sus lágrimas. No podía flaquear. Ni quejarse, ni darle mimos o abrazos a sus hijas.
La niña tímida y calladita se convirtió de golpe en una mujer curtida y fuerte. Ella creía que podía con todo.
Su cuerpo no dejaba de enviarle señales de alerta. Pero no quiso escucharle.
Era semana santa y cayó una de esas lluvias imprevistas que embarraron todo en aquella reseca isla. Las lluvias siempre eran bienvenidas, pero en aquella ocasión el momento fue inoportuno. Las arvejas ya estaban recogidas en la huerta y preparadas para la trilla. Así que una vez escampó por un rato, Encarnación se fue veloz a intentar salvar la cosecha. Airear las ramas recogidas, para que con la humedad del agua caída no se pudrieran.
A la vuelta a casa, la lluvia de nuevo arreció con fuerza. Esta vez no había ni donde guarecerse. Así que llegó a casa empapada y tiritando. Desde entonces una tos persistente se convirtió en pulmonía. Si a eso unimos su inmensa tristeza, podemos entender que una tuberculosis terminara por postrarla en una cama.
Nueve años estuvo enferma, rendida a la vida, pero luchando a su manera. Desde la cama enseñó a sus hijas a leer, aunque nunca las pudo enviar a la escuela. De la misma manera que llevó su enfermedad sin medicamentos.
Ella era su fuerza. Aunque languidecía, esperando al cartero y presagiando un futuro incierto.
El cartero nunca trajo noticias de mi abuelo. Un día terminó por despedirse de la vida cuando aún era una mujer joven y apenas contaba con treinta y seis años.
Una de sus hijas la siguió varios años más tarde. Esa era mi tía Fela. La tía abuela que mis hijos tampoco tuvieron y a la que yo no alcancé a conocer pues mi madre era aún una adolescente.
Encarnación, esa fue mi abuelita. Creo que de ella he heredado la fuerza. Por suerte yo sí he podido repartir abrazos y disfrutar de mis hijos. Creo que ella fomenta esos abrazos y nuestros encuentros y desde el lugar en el que se encuentra, sonríe.
13 Comentarios
No puedo decir que es un relato triste, porque es un canto a la vida, con toda la dureza que eso conlleva. El esfuerzo, la abnegación de una mujer y unas arvejas que no alcanzaron a ser recogidas.
ResponderEliminarHermosa y poética historia de vida.
Mis respetos a su homenaje.
Qué hermoso relato! Cuenta de su pasado y devela su presnte. Sin dudas la naturaleza de su ser está en parte del amor que dejaron en ud los que la antecedieron, quienes la criaron o los que cuidaron éstos. El amor es una cadena genética que excepcionalmente se rompe.
ResponderEliminarGracias por compartir tan hermoso textos, saludos.
Nuestras abuelas marcan la niñez de un modo imborrable. Todo lo que de ellas sabemos por lo que nos contaron o lo que dijeron otros de ellas nos hace pensar en su historia como parte de la propia, asi el cariño por esa figura es lo más presente de nuestro pasado. Personalmente recuerdo a mi abuela en cada detalle porque con ella vivimos mucho tiempo, hasta que papá pudo comprar una casa. Al día de hoy, tras su muerte, la evocaciones son parte del día a día.
ResponderEliminarDisfruté mucho leerla, saludos.
Mi abuela era una señora grandora, redonda que solía ocultar pancitos calientes en sus faldas y que nos servía en la mesa junto a un tazón de matecocido hecho a la vieja usanza. Todo lo que recuerdo de ella me hace sentir de nuevo un niño y me llena de felicidad. Su recuerdo y homenaje a través de este relato me hizo recordar el amor por mi abuela, gracias. Me gustó mucho, le felicito.
ResponderEliminarLas mujeres de mi familia (mis dos abuelas), perdieron a sus maridos muy jóvenes. Por distintas circunstancias que no podemos ni debemos juzgar, ellos no volvieron. Era casi común en la isla: pueblos con niños y mujeres, ya que los hombres emigraban en busca de mejorar la situación de la familia.
ResponderEliminarPor mi lado paterno, mi abuelo tuvo una hija en Argentina: mi tía Silvia, que falleció joven en plena represión militar. Pero el destino me ha juntado con sus hijas. Dos mujeres de 37 y 40 años que viven en Bahía Blanca.
Comprender para perdonar...las circunstancias de la vida marcaron su destino. Y la fuerza de estas mujeres se ha transmitido en el alma de la familia.
Paradojas de la vida: uno de mis hijos firmará su ciudadanía Argentina el 13 de julio. Su padre fue un exiliado pero al revés...
Parece algo tan lejano pero ocurrió hace muy poco todo lo que usted cuenta. Quien mira hacia atrás se encuentra con antepasados sumamente esforzados que en muchos casos murieron jóvenes pero cuyo fruto tal como en su caso o en el de mis padres pudieron salir adelante y brindarnos lo mejor a nosotros que podría decirse que somos la primera generación privilegiada que ha contado con todo lo necesario para vivir bien. A veces cuesta darse cuenta de eso pero historias como las que usted cuenta nos hacen ver la realidad de una forma distinta y valorarla el doble.
ResponderEliminarMuy agradecida por compartirlo.
Besitos
Cuando leí por primera vez Mi abuelita Encarnación, sentí que de alguna forma era la historia de muchas personas. Digamos que es una historia particular y al mismo tiempo universal. Es por esto que quizás nos llega tan profundamente, porque la sentimos como propia. Las manos callosas, la huerta, la lluvia, la espera, la enfermedad, la muerte. La nostalgia de su sangre diseminada en el tiempo.
ResponderEliminarSi la literatura tiene un valor supremo es el de rescatar la memoria de los que nunca deben ser olvidados.
Un abrazo enorme mi querida Encarna.
Estas desgarradoras historias individuales son la esencia de la memoria de los pueblos.
ResponderEliminarEmotivo y valioso recuerdo
Cuando los abuelos recuerdan a sus propios abuelos damos un salto de más de un siglo hacia atrás, y escarbamos en los retazos, en esos difusos recuerdos que van asomando, reconstruyendo con prisa, con entusiasmo, como si nos fuésemos adhiriendo nuevos pedacitos de sentido a nosotros mismos. Recuerdo que mi abuela me confidenció lo que pasó sus propios abuelos. Fueron asesinados en un camino rural por unos asaltantes. Luego, la madre y el padre de mi abuela murieron antes de que ella cumpliera los cuatro años, pero mi abuela se acuerda con nitidez de cada detalle, de cada palabra, incluso de cuando la mano de su madre se volvió de pronto más pesada porque había dejado de existir.
ResponderEliminarIndagando en el alma familiar, he llegado a varias generaciones atrás. Me fascina lo que voy descubriendo. No solo heredamos el color de los ojos o el pelo de nuestros ancestros. También sus miedos, sus ilusiones, sus inquietudes... gracias a que ellos se encontraron, nosotros existimos. Rastreando en mi historia familiar, he dado con personajes increíbles.
ResponderEliminarQue tierna historia y qué valerosa mujer fue tu abuela . Si los mayas no mienten este año termina la era del hombre y comienza la de la mujer ...mira lo que podremos hacer por el mundo si seguimos el ejemplo de mujeres como tu abuela
ResponderEliminarQué historia tan bien contada! Me gusta mucho cómo escribes: cercana. Sabes hacer de tus historias algo que los demás también hacen suyo. Un arte.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras Norberto. Tienen un gran valor para mi.
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