LORENA LEDESMA -.
El fin de mi inocencia coincidió con el primer día que entré en el colegio parroquial. Era una mañana fría y mi madre me soltaba la mano tristemente por primera vez en mi vida. En las otras ocasiones había sido para dejarme en lugares conocidos con gente que me cuidaba tiernamente, esto era dejarme en un mundo nuevo y desconocido. Me asignaron un banco cerca de la maestra porque desde entonces usaba anteojos permanentes, acaso creían que no veía de lejos cuando mi verdadero problema eran las luces fuertes y las medianas cercanías. Todos vestíamos guardapolvos rojos y usábamos corbata azul y camisa blanca. Debajo de aquel atuendo igualador asomaban algunas prendas personales que permitían adivinar algo de la personalidad de su portador o su madre. La mayor diferencia la encontré en el tono de rostros y manos, las únicas partes desprovistas de prendas que cuidaban al cuerpo del cruel invierno bonaerense.
Era la única morena argentina de un curso que me pareció demasiado blanco. Las otras tres niñas que igualaban mi tez eran bolivianas y peruanas. Al principio no me pareció más que un curioso detalle pues ya había observado en el interior de mi familia las variantes en el color de piel y nada de eso nos impedía amarnos y respetarnos, pero en el curso mi forma de mirar aquella diferencia cambió. Tras el primer día de adaptación al mundo escolar, no tardaron en formarse grupos fraternales por afinidad y vanidad. Vi cómo las niñas más bellas se aliaron, los muchachos más fuertes se asociaron, los más inteligentes se automarginaron y los más picaros se unieron. Las extranjeras se juntaron silenciosamente y se atrincheraron en una timidez autodefensiva. ¿Y yo? Me aproximé a varios grupos pero con la crueldad de un niño me rechazaron por morena. Mi color de piel me asociaba con las extranjeras pero para mí no había nada en aquella unión que me pareciera atractivo ya que su retraimiento no me parecía forma de vida. Mi carácter quería protagonismo y no pasivo ocultamiento sobreviviente.
Me quedé sin grupo desde el pre-escolar y desde entonces tuve que improvisar una vida a mi manera. El aula asignada a los más peques era insoportablemente atractiva, llena de colores y con actividades variadas. Con tantas horas de soledad me hice de una rutina que no involucrara la participación forzosa de los que me habían rechazado, de modo que pasé varias horas en la biblioteca y en la zona de dibujo. Mis días transcurrieron con esa paz recreativa hasta que las maestras consideraron mi aislamiento un problema y tuve que hacer rotación de zonas. Jugar a la familia era la peor, nadie me quería ni de esposa ni de hija, ser madre soltera era un juego que las señoritas calificaron como pecador en el marco de un colegio católico y me forzaron a casarme con otros chicos contra su voluntad. Tuve matrimonios terribles y decidí que si en el futuro tenía que casarme a la fuerza me suicidaría o huiría fuera del continente. No me fue mejor en el resto de juegos de grupo porque siempre surgía una cruel hostilidad que develaba una incomprensible xenofobia que no debía aplicarse a una compatriota. A los que se sentían iguales no les gustaba ni yo ni las chicas extranjeras. No comprendía bien por qué alguien debía avergonzarse del color de su tez o de su procedencia pero así sucedía.
Compartí con aquellos niños siete años de clases, muchas horas. Aunque crecieron y fueron formados en la fe poco cambiaron sus actitudes clasistas y racistas. En ese colegio siempre fuimos minoría los morenos provincianos y extranjeros, una minoría marginable y despreciable. Mi percepción de lo que sucedía afuera de las puertas verdes del parroquial me hacían prever un mundo donde las cosas no cambiarían significativamente, lo podía ver en las telenovelas, en las revistas y en la vida cotidiana. Las morenas eran las menos, las menos miradas y las que debía hacer el doble de esfuerzo para lograr todo. La belleza y el éxito estaba indefectiblemente asociados a un paradigma estético que sólo podía cambiar con un golpe de suerte extraordinario, milagro le decíamos en el seno de la escuela, o volviendo a nacer con un cambio de genes que modificase por completo las facciones de nuestros cuerpos.
Desde aquellas primeras experiencias no pude hacerme de una infancia rosa. No creí ni en príncipes ni en maridos amorosos, no creí ni en la igualdad de oportunidades ni en la bondad como atributo de la raza humana, no pude creer ni en dios ni en el hombre. La vida era sobrevivir a mi manera y consciente de ser quien era sin que dependiera de la calificación ni del puesto que alcanzase en un futuro laboral. Aunque todos me relegaran sabía que yo estaba más allá de toda inocencia, ya estaba por encima de todos los sueños y verdades, en mí me sentía a gusto por encima de todos y de nadie.
9 Comentarios
Racismo, clasismo, xenofobia, matonaje, aspectos enfermizos que envenenan la convivencia y que suelen ser alimentados con gran entusiasmo por los mismos padres.
ResponderEliminarAún no se le da suficiente importancia a la enorme crueldad que conlleva para muchos niños la convivencia escolar, especie de calvario que les entristece sus vidas para siempre.
Un abrazo fuerte, mi querida Lo
Abrazo recibido. Gracias por todo, besos.
ResponderEliminarUna viñeta con apariencia bucólica y nostágica que muta, sin que nos demos cuenta, en un espejo del presente. Deleita leerlo pero experimentarlo de primera mano es un tanto aspero (aunque ese es problema de cada quien). Conociendo a la autora, de seguro fue escrito porque sí y, de todos modos, le sale buenísimo...
ResponderEliminarGracias my friend!
EliminarHay que rescatar al niño que dejamos dormido en algún rincón de nuestro corazón.
ResponderEliminarnice and heart touching ,,enjoyed...!!!
ResponderEliminarThanks friend!
EliminarPocos relatos "infantiles" he leído con la fuerza que tiene éste; gracias, Lorena
ResponderEliminarEl País de las Maravillas sería el Nunca Jamás ;)
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