Un hijo en busca del autor


CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.
Juan Carlos Rulfo se adentra en el Llano Grande, sur de Jalisco y el estado de Colima, con una pregunta: ¿conoció usted a Juan, mi padre? A partir de ahí resulta haciendo una película -Del olvido al no me acuerdo- que rescata la memoria colectiva del México regional en la voz, el recuerdo y... la desmemoria de los ancianos.

Ninguno de los entrevistados recuerda a Juan Rulfo, o muy pocos, pero el ambiente, la música, las viejas desdentadas que entonan canciones venidas del olvido, lo eternizan. Rulfo vive en ellos y ellos en sus páginas. Uno y otro, aunque se ignoren en un mutuo desconocimiento personal, son inseparables, y el polvo que trae el viento desde la cuesta de Sayula puede oscurecer el aire, hacer del vergel un yermo y, a la vez, no cambiar nada: el llano fue, el llano es; como eran las llamas son las llamas de una región que aparenta modernidad y donde sus ancianos demuestran una permanencia que semeja a nicho, huele a cementerio, donde somos todo mientras no somos en absoluto. Es la vida, y también la espera, de la muerte, tan patente en Rulfo como en nadie, quizá con la excepción de los trashumantes garcimarquesianos del desierto en la Guajira colombiana.

No es lo mismo ser hijo del autor que el autor, que ser Juan, el muchacho de la esquina, olvidable como los demás, prescindible, que trabaja incansable, sin embargo, para recrear un mundo que lo circunda, reinventarlo y hacerlo inagotable. El hijo del autor carece de universo propio, lo tiene prestado de la inmensidad de su padre. Faulkner diría, sarcástico y sajón, que los hijos de Faulkner sin Faulkner no serían nada. Quizá un lugar común, tal vez la dificultad de superar o siquiera emular a una sombra grande. Juan Carlos Rulfo no desea ni lo uno ni lo otro, sólo inquirir acerca de Juan, de cómo era y de dónde venía. Al retornar al origen, que por sangre es suyo también, el hijo alcanza a percibir lo que enriquecía al mayor, y de la misma fuente, con el pretexto de la paternidad, encontrar por sí mismo sus orígenes y hacer una narración propia, que continúa la anterior. Están, por supuesto, los espacios históricos que separan una visión de la otra, pero si consideramos la historia como algo efímero, un vaho que sobrevuela sobre algo más profundo y más sólido, el hombre en sí, encontramos a los dos Rulfos reunidos en la planicie, únicos, imperfectos, constantes, inmortales. Están, se miran, se sientan, los esfuma el polvo, los divide la lluvia. Alrededor gira el aire y el viento es la conjunción de las voces.


01/06/03
Publicado en Opinión (Cochabamba), junio 2003
Imagen: Fotografía de la Revolución, Cuesta de Sayula

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