Los niños y las guerras


ROBERTO BURGOS CANTOR-.

Curiosa la vida, la historia, lo que sea que hace del destino, de sus tiempos, un imprevisto suceder de paradojas, indetenibles transformaciones, virtuosas o aún capaces de producir horror, compasión, rabia. Esplendor o misterio dejan huellas o indiferencias. Marcas desgraciadas o renovadas esperanzas.

En las antiguas tradiciones del cristianismo la presencia de los niños, fue construyendo una figura de inocencia, indefensión, objeto de cuidados y respeto. Era frecuente que se les asemejara o comparara con esos seres de la zoología celestial, los ángeles.

La historia de Jesús empezó en su niñez. Fue protegido cuando el poder político consideró que uno de los niños que nacían por entonces pondría en peligro el mando, la autoridad. Hubo persecuciones, matanzas. El hijo del Dios de los cristianos al crecer en la pobreza, entre María y el carpintero, consagró la humildad como aprendizaje humano. Lo esencial de la herencia no es material. Vivir los retos de la vida es más difícil que gerenciar bienes. La una y los otros, perecederos al fin.

Moisés queda en una canasta en la corriente del río.

Los siglos transcurrieron y la antiquísima tensión entre el niño y su manera de percibir el mundo en que se encontró fue más allá, en la literatura y en el cine, de la lucha entre la inocencia, el destino desconocido, y la crueldad.

Desde las fábulas de brujas, bosques, lobos hasta las modernas aventuras del japonés Miyasaki y las indagaciones de la cotidianidad contemporánea del italiano Rodari, el personaje niño padece el desajuste del mundo, la incomprensión de la muerte, y también el asombro del universo, cuando le permiten asomarse en las noches sin monstruos a contar astros, luces de aviones, satélites perdidos.

En los evangelios quedó un precepto de advertencia: quien escandalice a un niño más le vale amarrarse una rueda de molino al cuello y tirarse al mar. No sé en cuántas ocasiones más, apeló la religión a designar al criminal como su propio juez e indicarle esa pena única. O recomendación del suicidio para expiar.

A lo mejor reflejos de esas historias, el Oskar que no quiere crecer de Grass; la infancia de Iván de Tarkovski; Fanny y Alexander de Bergman; el niño que escapa del reformatorio de Truffaut; la pequeña del director Iraní; conmuevan o devuelvan el alma a quienes con aspavientos reciben la noticia de los niños que dejarán las armas de los sublevados.

Parece que nadie escapa a la locura de un planeta de pobreza y desigualdad, extraviado en el lucro y sus contabilidades inhumanas.

Hay que preguntarse por qué las violaciones a niños, la prostitución de menores en las cacerías del turismo, el abuso de los padres en un sexo no terminado de formar, los narcóticos en el ano, el maltrato diario, no causan igual o peor conmoción que el acuerdo de esta semana donde damos un paso más para abandonar los tiros.


Imagen:  Fotograma de la película Los niños del paraíso, de Hiroshi Shimizu (1948)

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