Un mundo mejor

Pablo Cingolani 

Es un día de esplendores. Las nubes se han ido a cabalgar otros destinos y la luminosidad del ambiente es tal que uno puede ilusionarse con tocar el cielo con las manos, tomar la luz como si fuera algo sólido, la piel del horizonte, algo así.

Deben ser los efectos benéficos del eclipse de ayer. La luna, por estos lados, no fue tan roja como anunciaron, pero igual magnetizaba, igual irradiaba tal magnetismo que vi al gato, diríamos, adorándola.

Era una imagen de verse: cual esfinge, en medio de la clara y silenciosa noche, alzaba sus ojos y miraba a la luna, ensimismado, ensimismando lo que lo rodeaba, a mí, que lo veía sintiendo que en esa seducción de la escena, en ese misterio de la circunstancia, estaban encerrados arcanos profundos, esencias, indicios, rastros, promesas imposibles de desmentir, menos de desechar.

La perra disfruta del sol magnífico. Hace dos días fue operada de un tumor –un amasijo siniestro del tamaño de un aguacate- y hoy se está como si nada hubiera ocurrido. La famosa y tan proclamada y dudosa “resiliencia” tiene en los animales de compañía a sus mejores exponentes. Son campeones del aguante. Ellos si saben, ellos sí pueden.

La perra es un adalid de la vieja y buena y siempre efectiva resistencia: salió del quirófano en calidad de bulto (pero movía la cola al verme), sangró en el traslado a la casa, estuvo echada, babeando y pugnando por salir de los efectos narcóticos de la anestesia. Fue tan solo medio día.

A la mañana siguiente, ya estaba comiendo y robando comida, ya estaba deseosa de pasear por sus dominios, ir a husmear su mundo. Hoy, a pesar de estar cicatrizando una inmensa herida, sigue adelante, con la misma dicha y la misma actitud soberana de siempre.

Los perros, los gatos, los burros –los anoto porque tengo una foto de Juan Ramón Jiménez acunando entre sus brazos al mismísimo Platero, cuando era bebé burro-sólo sienten, no se enredan en ese laberinto que llamamos pensamiento. Y sienten de verdad, sin límites, sin mezquindad.  Ellos parecen seguir al pie de la letra esa máxima radiante de San Agustín: ama y haz lo que quieras.

Ama. Haz lo que quieras. Un día como hoy, donde la calma prevalece en el mundo de arriba y contagia al mundo de abajo de esa alegría vital del cosmos, todo es demasiado como cantaba George Harrison.

Aletean de felicidad los colibríes gigantes. Se estiran los tabaquillos para recibirlos con sus flores amarillas de sabroso néctar. Ellos los agasajan y luego vuelan, siguen volando, apasionados, despertando la misma pasión a quien los contempla.

Las montañas, esas moles colosales, parecen suspendidas: son tan fuertes y recios y definitivos sus contornos que uno no sólo puede sentirlas vivas sino esperar que, en cualquier momento, se alcen y se echen a andar.

Las piedras brillan y brillan más y rumorean: han visto otro eclipse en la noche y, de seguro, tendrán mucho que contarse entre ellas.

Hace un rato volví de la ciudad a donde concurrí para avituallarme de algunos líquidos y sus duendes embotellados que por aquí no existen.

Contrastes: para procurarme un envase de vidrio de litro de Jack Daniels tuve que gatillar 315 morlacos, la octava parte de un salario mínimo.

Eso duele que sea así y es el tormentoso pensamiento el que acosa y se manifiesta y te arroja en el rostro el trapo sucio de la desigualdad social.

Yo quisiera que todo aquel que deseara tomarse un whiskey, o el brebaje que fuera, pudiera hacerlo. Una especie de socialismo etílico. Justicia social entre bebedores. A cada quien según su necesidad, decía un tal Carlos Marx.

Como aseguraría Sandro, al final, la vida sigue igual. En la calle 8, en la esquina del abordaje a los minibuses para retornar a casa, bajo la férrea sombra del monumento al sin igual José Gervasio de Artigas –el hombre que tanto luchó por una patria grande y justa-, un grupo de muchachos y muchachas –unos diez en total- copaban la avenida con su estampa, su música y su baile cada vez que el semáforo atajaba a los carros.

Era de verse. Alguno llevaba rastas, la mayoría pelos largos y ensortijados, vestían sin alardes pero la música era estridente: de un pequeño parlante, escuchabas una potente base rítmica y un incitante riff de guitarra eléctrica.

Era rock pero un rock envolvente, que cautivaba. Podías imaginarte a Jimy Hendrix y su banda de gitanos, ensayando en el sótano de un bar. Podías imaginarte un desierto lleno de flores.

Los chicos entusiasmaban. Los chicos se rajaban y volaban, hacían acrobacias y piruetas, desafiaban la gravedad, giraban como trompos enloquecidos, mutaban: derviches urbanos del siglo XXI.

Ya te dije: eran de verse esas danzas. Sentías la fiesta. Sentías la alegría. Sentías la libertad y el deseo irrenunciable de libertad en medio del frenesí que chorreaba ese acto, esa ceremonia, digámoslo así: tribal.

La ciudad seguía allí, inmutable. Pero vos sentías algo incomparable, un lazo, un sentimiento fuerte de amor por esos changos y por la humanidad entera, algo que te dictaba, bien adentro de tu corazón: no todo está perdido.

No todo tiene porque estar perdido. Es cuestión de mirada. Es cuestión de sensibilidad y de calle. Es cuestión de no comerse el caramelito que te vende el sistema en la tele, en las redes, y nada más. ¡Esos muchachos estaban allí y la viven! ¡Vivían!

El gato duerme su estar siendo siempre gato debajo de las bondadosas ramas de una retama que él ha elegido como uno de sus moradas diurnos. La perra está volviendo a ser la perra: por más hostiles que sean las circunstancias que nos toca enfrentar: de eso se trata.

Yo los escribo a todos, para celebrarlos y celebrar un día tan colmado de majestad como es este día.

A los muchachos que danzan solos (Sting) en las esquinas, amparados por el inmortal Artigas, padre de nuestros padres y por siempre protector de los Pueblos Libres.

A la música tan sincera y tan potente que regalaba aquel parlante.

Al minibusero, al trabajador del transporte, que me trajo de vuelta.

A las montañas, que nada opacan y parecen despertar.

A las piedras que hoy nos hablan más que otros días, que hoy parece que tienen muchos más secretos que contarnos, celebrando a su vez, todo el encanto y toda la paz que sólo la luz, la luz deslumbrante de Tata Inti, del sol, puede brindarnos.

Lo escribo al gato y a la perra que va sanando, escribo a los pájaros que acuden incesantes con sus trinos y revoletean sobre los molles, que están creciendo; escribo a la gracia y al encanto del día.

Lo escribo porque lo siento pero no lo escribo porque sí.

Lo escribo, acaso, porque alguna vez, andá a saber, puedo olvidarme y no quiero que eso suceda y lo escribo porque en lo más íntimo de mi ser, siento que cada uno, “en su medida y armoniosamente” (Perón), y a pesar de todo, está haciendo de este mundo y de este día, un día mejor.

Un mundo mejor.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 28 de julio de 2018

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