Un sueño, o muchos


Era un extraño mapa. Se lo habían obsequiado una noche de invierno en Nueva Bedford. Él había llegado hasta allí por puro misticismo literario: ansiaba conocer el país de Melville, los rastros de Moby Dick. Pero la gente del más célebre de los antiguos puertos balleneros del mundo, andaba en sus cosas y no tenía ni tiempo ni memoria para ocuparse de Ismael y de su delirio por volver tras sus pasos.
Por eso, mientras rumiaba su decepción saboreando una reconfortante sopa de almejas –de toda la saga, eso era lo único que aún resistía: la comida portuguesa-, algo de la ilusión le volvió al cuerpo, cuando en esa taberna –su nombre era sugestivo: The wonderful house-, conoció a Tom. A Tom A. Willis.
Willis había peleado en Corea: allí se dio cuenta que no odiaba a los comunistas sino todo lo contrario por eso, tras los combates, cuando volvió a su tierra natal, fundó un partido utopista y se dedicó a enviarle cartas, una tras otra, a Kennedy y a Kruschev, a quienes clamaba por desarmar al mundo y enterrar todo el arsenal nuclear en la Antártida.
Su cruzada sólo recibió una esquela de aliento de un tal Igor Ivanovich, miembro del C.C. del PCUS de Múrmansk. Seguramente, pensó, un extraño lazo uniría a su New Bedford con ese puerto ruso, también ballenero. Además, Igor, de su puño y letra, había agregado a la misiva, unas elocuentes palabras en su idioma –que al bueno de Tom le costó un mes descifrar- y que decían: Querido Tom, si vienes por aquí, beberemos mucho vodka.
A pesar de su fracaso táctico, Tom no se rindió: decidió abrir una tienda de antigüedades. Si el presente lo esquivaba, se refugiaría en el bálsamo del pasado. Una noche, ya bien ganada su fama de ser el único anticuario del pueblo, lo encaró el viejo Bill, cerveza en mano:
—Oye, Tom… tengo algo que puede interesarte.
—¿Qué cosa será? —Tom se olvidó de su plato de escabeches y fijó su mirada en el viejo. Su familia era parte de la aristocracia ballenera. El epitafio de su abuelo aclaraba: “Se bebió en whiskey todas las ballenas que arponeó”. Un tío suyo naufragó con el Star frente a la Isla de los Estados, en el lejano sur. Bill, se aclaró la voz con un generoso sorbo, y le respondió:
—Un mapa.

* * *

Era un extraño mapa. Lo firmaba un tal Bruford, de Boston, en 1855. Carecía de pie de imprenta. Era un mapa artesanal. Su tema era lo que inquietaba. Se titulaba: ITINERARIO DE CARAVANAS EN LOS DESIERTOS DEL CENTRO OESTE SUDAMERICANO. Él sabía, por el propio Melville, que los balleneros habían recalado en todos los puertos importantes del Pacífico Sur desde principios del siglo XIX. Memoraba la secuencia limeña de Moby Dick. Sin embargo, Tom le empezó a aclarar las brumas.
—Bruford fue el bisabuelo del viejo Bill, por el lado materno, que eran de la capital. Susan, su madre, supo ser Miss Massachusetts, era realmente una belleza de mujer, pero esto aquí no nos importa…—Tom se zampó dos dedos de su vaso de bourbon— La cosa fue que los Bruford de Boston se lanzaron, como tantos, detrás del oro de California. Pero lo más interesante de todo es que Bruford, el del mapa, nunca llegó a California. Tras atravesar el estrecho, la goleta donde viajaba atracó en el puerto de Valparaíso. Allí subió a la nave un personaje enigmático, medio cateador, medio brujo. Se llamaba Runa, ya lo verá en el mapa…
Tom había desplegado la amarillenta hoja sobre una hermosa mesa de madera de pino. Colocó una botella de Four Roses para atajar una de las puntas y, en la otra, encimó un enorme pedazo de lapislázuli. En un mano, apretaba su vaso; en la otra, una lupa.
—Resulta que el tal Runa se amistó de inmediato con el bueno de Bruford. Vaya uno a saber por qué: siempre se vuelve de otras vidas, ¿no cree? La cosa fue que el tal Runa era un indio boliviano, un indio de Bolivia, y, como le dije, era brujo, era una especie de médico, de sanador, según me contó el viejo Bill, era todo un personaje este Runa, el boliviano, y ¿sabe qué? Sabía mucho y sabía mucho de muchas cosas: de montañas, de minas, de tesoros…
Tom usó la lupa para leer un nombre. Luego, repitió: “Lípez, Lípez”, mientras lo miraba fijamente como solo miran los gatos o los locos.

* * *

La noche, esa noche en Nueva Bedford –se juró para sí- sería memorable, sucediese lo que sucediese y esto siguió sucediendo:
—¿Sabe, mi amigo? No todos los buscadores de oro son lo mismo. Hay los que lo hacen por necesidad, porque se mueren de hambre o de angustia, porque están acabados, porque necesitan una mano de Dios Todopoderoso para volver a encarrilarse. A esos, yo los entiendo. También están los que buscan el metal por simple codicia, por pura ambición, por poder, por fortuna, por gloria: a estos yo los detesto. Y en verdad les da igual el oro o la bauxita o las ballenas o los tulipanes. Son los mierdosos que usted ya sabe. Después, están los soñadores, los que buscan oro porque van detrás de un sueño. Y los que van detrás de un sueño, como Bruford, pueden cambiar un sueño por otro ya que, usted sabe, todos los sueños están hechos de la misma sustancia…
Esto lo sorprendió.
—El sueño de Alejandro de llegar a la China, el sueño de hallar las Siete Ciudades en el desierto Anasazi, el sueño de construir los Soviets, son, en el fondo, lo mismo…Por eso, no le costó nada a Bruford creerle a Runa, por eso desembarcaron en el puerto de Cobija, por eso se bebieron todo el licor que pudieron trazando un plan, por eso Bruford dibujó este mapa…—cuando dijo “este mapa” se exaltó, golpeó la mesa y unas gotas ambarinas salpicaron el papel.
—¿Sabe qué? —El sintió que una especie intrépida de desenlace del destino se acercaba.
—Lléveselo, llévese el mapa, se lo regalo. Si vino de tan lejos por un sueño de ballenas y no encontró nada mejor que a este anciano anticuario que todas las noches se recuerda el rostro de sus muertos en Corea, llévese este mapa que también es un sueño, un sueño de tesoros escondidos entre unas montañas de un lugar llamado Lípez. Ya lo verá en el mapa… tómelo y haga usted lo que quiera. Si un día, se le acaba el sueño, si por el motivo que sea se le acaba el sueño, escríbame o vuelva a verme, si no estoy muerto, le regalaré otro sueño. Soy anticuario. Tengo muchos.

Pablo Cingolani
Antaqawa, 13 de septiembre de 2019


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