CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
Aunque el dinero se hacía humo en nuestras arcas, no puedo desconocer que me encontraba pletórico de calor de hogar. Con suerte superaba el sueldo mínimo como reportero de un diarucho de provincia, pero al frente tenía a tres hombros suaves donde reposar mis lamentos. Pocos de mis colegas podían decir lo mismo, cuando el único apoyo para un profesional de la prensa eran el alcohol, la cocaína, las compañeras de trabajo más liberales y los burdeles de mala muerte. Más ciego e inepto que ahora –en ocasiones, pienso que las ramas del árbol del jardín acabarán, tarde o temprano, enterradas en mis ojos-, no era capaz de valorar lo que tenía al frente ni hacer el mayor esfuerzo por retenerlo. El pavor y la frustración se mostraban más fuertes que las ganas de ganarle a la vida y menos disfrutar un poco de ella.
No me explico cómo llegábamos a fin de mes hurgando hasta el último rincón de la billetera y, aún así, mi mujer deleitándonos con sus exquisitas recetas basadas en una economía restringida: tallarines con salsas exóticas, arroces con condimentos impensados, legumbres acompañabas de fiambres crujientes, postres con dulce de leche, crema pastelera y mermelada casera.
Mi hermana, como una manera de agradecer el alojamiento que le brindábamos de muy buena gana, no dejaba de entretenernos en cada sobremesa con sus rutinas de chistes blancos. Había momentos en que debíamos implorarle que, por favor, les pusiera término con su clásica reverencia, porque era demasiado el dolor de estómago que sentíamos de tanto reírnos.
El cuadro lo completaba mi hija, inmortalizándonos en decenas de dibujos garrapateados en sus cuadernos del colegio, blocs y mis libretas de reporteo dadas de baja, que aún guardo conmigo pero, por consideración a mi pena, no soy capaz de hojear nuevamente.
El profesor Jorge Muzam me recomienda evitar el uso de conceptos absolutos en las narraciones, pero cómo llamar si no plenitud lo que sentía cada fin de semana, mientras intentaba atrapar el encanto que se escurría como si fuese una vertiente caprichosa del Río Claro. Arriesgar absurdamente el pellejo en busca de hechos de sangre en poblaciones marginales de Talca para llenar dos páginas que poco y nadie leía, acabó por quitarme cualquier capacidad de concentración. Toda esa dicha la contemplaba desde la superficie y por breves instantes; el resto fueron sólo quejas que acabaron convertidas en una cantinela agotadora y desabrida.
Mi mujer partió a la capital para hacer valer sus estudios y su talento como abogada en las Cortes y Tribunales de Santiago. Meses más tarde, al enterarse de sus llantos y sus nostalgias, se llevó consigo a nuestra hija, poniendo abrupto fin de mi período de padre solitario, desorientado y neurótico. Fue así que me encontré sentado en una reunión de apoderados donde no representaba a nadie. Antes del término, levanté mi agenda del pupitre, me puse de pie, me despedí de la tía Eleodora y salí por el pasillo helado de la escuela como si me hubiesen quitado la mitad del alma.
Pasado los meses, la distancia instó a mi mujer y mi hija a la búsqueda de un sustituto en mejores condiciones que yo para solucionarles los menesteres que les presentó su nueva vida de santiaguinas. Ese fue el momento en que el árbol del viejo jardín comenzó de desplazarse en extrañas direcciones como si buscara meterse por la ventana. Mi alma agonizaba en el cuarto final de su desintegración.
Mi hermana intentó mantener las ramas del árbol a raya con una buena poda, alternándolo con el cuidado niños en el vecindario para ganarse unos pesos. Lo hizo con esmero hasta que consiguió un empleo bien remunerado en el Hospital de la Penitenciaría de Santiago. Quién era yo para retenerla en la oportunidad de su vida por más adicción que me hayan generado sus chistes blancos. Los reos, gendarmes y personal médico podrán disfrutar a sus anchas de su ingenio y desplante.
La soledad como patrimonio de un día para otro. Ni siquiera el haber accedido a un trabajo menos agobiante como encargado de una tienda de artículos computacionales (al fin pude abandonar mi papel de reportero policial) ni el mayor tiempo para los libros, el cine y la escritura sirvieron para cubrir la dureza de mi entorno. Más aún de noche, cuando todas las luces se apagan y la soledad del mundo se cuela por los intersticios de las puertas y las orillas de las ventanas por más que las selle con tela adhesiva, papel y cartón (que hurto de la tienda). En este deplorable estado, cualquier aviso de calor humano me pone en alerta. He intentado seguir esta pequeña hebra en el ruido callejero de los niños que se pierde apenas son llamados por los padres para acostarse temprano, en los conciertos de perros aullando, en el juego de fútbol de adolescentes en el descampado, el olor a leña de las chimeneas en invierno, el humo de los asados en verano, las niñas regresando con cuchicheos de las casas de sus novios, en las alarmas de los automóviles cuando son rozados por perros, gatos y ebrios. Pero tarde o temprano, el silencio y el insomnio me envuelven como un ovillo y me lanzan sobre la cama para que me vuelva presa de las almas en pena.
Cuando habitaron la casa contigua, se renovó la esperanza. Mis vecinos fueron la familia de un carabinero –lo que explica la presencia permanente de guardias y radiopatrullas en la cuadra-, separado de su primer matrimonio, en concubinato con una simpática y habladora mujer, con una hijastra adolescente y una hija en pañales. La dulce armonía que oigo antes de poder conciliar el sueño, aunque sea una pelea por más afecto, una discusión económica o el preámbulo del amor, me reconforta.
Lejos de ser una familia ideal, los problemas los colman. Si no son los alegatos de ella por la visitas de él a la casa de su ex esposa, son reclamos por el aseo de la casa o las discusiones con la hija mayor, proclive a contestar todas las afrentas.
A pesar de todo, les agradezco la compañía. Más aún cuando la lavadora emite su sonido computacional semejando una nave extraterrestre, mientras la familia hace sobremesa provocando el choque las tazas de té con los platillos, el tenedor raspando la vajilla, el corte de un bistec nocturno con cebolla y ajo, una cerveza espumosa, pan y ensalada de tomate, la televisión encendida. Como si fuese yo mismo quien degustara lo servido en la mesa, me detengo frente a la pandereta y pegó mi oído sin que me importe su dureza ni la pintura blanca sobre mi cara, intentando abarcar al máximo el aroma salobre de la cocina del otro lado. Durante el verano, dejo la ventana un poco más abierta para escuchar con claridad sus proyectos y problemas, un canto que me permite alcanzar el sueño tranquilo y que mantener alejada la miseria. Mientras esté la luz encendida o sienta el murmullo de sus voces, profundo será mi respiro, la mecha de mi alma seguirá encendida y las ramas del árbol parecerán haberse detenido justo frente a mis ojos.
6 Comentarios
Alguien me dijo hace mucho tiempo, que uno jamás está solo,porque cuando eso sucede, te acompaña la soledad.De muy pequeño sentí su compañía y desde entonces la evito, le hago verónicas,le rehuyo,sin embargo tengo la convicción de llegará el momento en no podré evitarla.¿será ese el final?
ResponderEliminarHermoso relato, un placer pasar por su blog. Saludos.
ResponderEliminarEra otro Jorge Muzam. Este, el de ahora, se ha vuelto totalitario, un Stalin de las palabras.
ResponderEliminarEsa ventana, esa pared, recrea en nuestra imaginación escenas típicas del neorealismo italiano.
Buen relato, amigo Rodríguez.
Hacer de lo cotidiano literatura... es mi pasión. Además, pareciera que impera en desenfado, quitando hierro al dolor, aunque sin pretender ocultarlo. Me ha gustado muco este relato. Tan bueno como tus otros textos. Un abrazo Claudio.
ResponderEliminarTriste, delicado, dedicado. Bello. Me gusta la nostalgia y el aturdimiento de estas palabras tan bien dispuestas. Me gusta muchísimo!
ResponderEliminarQuién no ha pasado por una de esas epocas donde todo es dejarse llevar? Que bueno que no escribo, es demasiado penoso que se quede pegado al recuerdo.
ResponderEliminar