MANUEL GAYOL MECÍAS -.
Cuando se trata de un proceso natural, lo que más nos inquieta es el paso del tiempo, porque sabemos inconscientemente que en cada uno de nosotros laten dos razones paradójicas, exclusivas: una de evolución y otra de involución: nacemos y empezamos a evolucionar, progresar, en nuestra formación física hasta un momento dado de nuestra existencia; a partir de ahí, sabemos que nuestra materialidad comienza a involucionar, a declinar: enfermedades, achaques, vejez y muerte. Sin embargo, esto es muy distinto en el caso imaginario y espiritual de nuestra alma. Si suponemos que en nosotros ha regido la evolución psíquica, de un ego racional que se alistó en la nave anímica del ergo proteico, este vehículo intuitivo (el ergo proteico) nos ayudará a unirnos a nuestra alma que se engrandecerá y pasará a formar parte —después de la muerte— del Ánima Mundi (esta última rige en la vida y en este planeta; mientras que el Ánima Universo fluye y se desplaza después de la muerte en los espacios cósmicos de la Divinidad).
De manera que sucede una evolución de la materia a lo imaginario, a nuestra razón de ser energía anímica del mundo. La involución quedó en nuestro cadáver o en las cenizas que se recuperan y pasan de nuevo a la evolución cuando pueden volver a fructificar la cosecha de la tierra, de los plantíos, de algo tan material como perecedero pero que puede pasar a ser otra vez de energía material a la espiritual, y así sucesivamente.
Este es el juego de la vida: nacer y morir; solo nos queda aspirar, apostar, a que la muerte sea vital, sea un cambio, una esperanza de que lo efímero será eternidad. Y es entonces que entraríamos en el juego de las reencarnaciones-Resurrección (de aquí cómo lo efímero de un poema, que cuando se escribe, se realiza en la lectura de los otros, y puede pasar así a formar parte de la historia de Imago, y muy posiblemente se constituye en eternidad, o tiene la posibilidad de hacerse perdurable en el ser de las nuevas generaciones). El juego definitivo, imperecedero de la ubicuidad. El hecho de cómo después de la muerte no tenemos tiempo ni espacio, porque ocuparíamos todos los espacios y todos los tiempos al mismo tiempo (y valga la redundancia). Seríamos la energía divina, invisible, de la intención de Dios.
Claro, imaginaríamos que si Dios juega es porque hay algo importante en esta función divina, y es porque lo lúdico forma parte sustancial de la naturaleza de Dios: el juego como una estructura funcional para la creación. El juego de poner, quitar, ordenar, desordenar, terminar algo y volverlo a empezar es su propia constante de ámbar; y ese movimiento alterno es lo que se crea como la energía divina (ambarina, digámoslo un poco literariamente) que hace funcionar el Todo de Dios; una energía que en su trascendencia crea la eternidad del No-Tiempo.
Realmente, hay un juego entre lo divino y lo humano, en el que resalta lo que Dios espera del hombre, y por su parte lo que el hombre no sabe de lo divino y tiene que imaginar —incluso especular, como lo hago yo ahora en estos escritos sobre Dios y lo que pudo haber sido. De hecho, por supuesto, puedo hablar con más propiedad desde mi perspectiva, porque lo que digo aquí es lo que me pasa a mí en relación con los secretos de la vida, con lo que no sé y tengo que suponer, pero de que si algo objetivo tengo que decir es de cómo se siente la fe en el Misterio, en lo que se ha de necesitar para buscar (incluso, para encontrar) la trascendencia. Y no estoy hablando de una fe específicamente religiosa, sino de la fe como razón de ser de lo humano ante lo desconocido, ante el impulso que uno tiene de sentir que viene de algo, de un origen perdido en nuestra más remota memoria, y que de alguna manera uno tiene la necesidad imperiosa de evolucionar para llegar nuevamente a ese origen pero de una manera renovada, una manera de superación universal para nuestras almas. El juego entonces es ese: yo le doy a Dios, al Creador, que es mi Imaginación, la posibilidad de reencontrarme a mí mismo, en un estado superior, más cercano a la espiritualidad que quiero sentir. Y Dios o la trascendencia que sea me acepta, me espera y se complace en que le pueda demostrar que soy una creación auténtica de Él, porque logré llenar todos mis vacíos con la necesidad de compartir, de entregarme al otro, sin dejar de ser yo mismo. Es el otro juego entre la individualidad y lo diverso: el yo-él que gravita como centro escondido en todos los seres humanos. Esa interrelación es el juego personal que tengo que hacer para poder entrar en el juego de lo humano y lo divino.
[Capítulo de un libro inédito del autor: La penumbra de Dios.
De la Creación y las Revelaciones. Intuiciones I]
2 Comentarios
Aspiramos a la inmortalidad, amamos como si fuésemos inmortales,dejamos huellas, heridas, cicatrices, caricias, palabras, para que nos recuerdan y así nos permitan seguir viviendo de una forma extraña, incorpórea.
ResponderEliminarEl olvido es el fin y creo que nadie quiere ser olvidado.
Mientras tanto jugamos, jugamos con Dios y los hombres. Algunos no respetan las reglas, otrso no las conocen ni las intuyen. Hay tramposos y buenos participantes. El juego sólo termina individualmente por abandono.
Exhaustiva y poética reflexión, amigo Manuel.
Un abrazo fuerte
Un placer leerlo, un texto admirable.
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