CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
No me enteré de la mejor manera del adiós de este hombre a quien le debo el estar aún de pie, por decir lo menos. Un periodista justificó su retraso a un compromiso por la partida del editor histórico de La Prensa. Necesité menos de dos segundos para saber de quién se trataba. Uno nunca deja de ilusionarse con el espejismo de la inmortalidad de las almas, más aún si son almas curicanas.
El primer impulso, tal vez el más débil, el más dubitativo, el más desconfiado, sólo fue posible gracias a una serie de aciertos y desvelos de parte de Juan Pablo que, de seguro, no he sabido corresponder como se merece. La perfección es una señorita que hace rato me mandó por el desvío. Pero gracias a esas gestiones pude aparecerme en las esquinas de Yungay con Merced, un 25 de diciembre de hace ocho años, con una camisa casi transparente, un pantalón brillante por el uso y un par de zapatos gastados en la suela que al menos cubrían las papas de los calcetines. En esa descorazonada caminata matinal, sólo deseaba comprobar que la oportunidad que me habían prometido se haría realidad a propósito de la reciente pasada del Viejo Pascuero.
Carlos Pozo bajó de su minúsculo autito rojo, me dio la mano, hizo un comentario por el extraño frío matinal, miró hacia la plaza inhóspita y me invitó a pasar al -hasta ese momento infranqueable- edificio del diario La Prensa. Por primera vez sentí la dulzura de sus helados pasillos, de seguro que eran las ánimas de las viejas Underwood dándome la bienvenida. Mientras se acomodaba en su clásico escritorio como si buscara poner en orden la vida, este hombre de aspecto bonachón y de frases cortas, me preguntó qué deseaba escribir para el diario. Le propuse una crónica urbana sobre la población Dragones, y con un asentimiento que apenas fue un sonido de su garganta, comprendí que debía poner manos a la obra. Intenté ser lo menos torpe posible en la redacción y la ortografía, sin saber que los computadores cuentan con herramientas de ese tipo para la masa analfabeta (aún me batía con mi máquina a escribir, las cuartillas blancas y el Liquid Paper). En quince minutos di rienda suelta a mis fantasías literarias de aprendiz atolondrado, otros cinco minutos para la aprobación de mi nuevo Sensei y talvez media hora para partir con un colorinche gráfico al lugar de los hechos en busca de la imagen adecuada al texto recién horneado. Finalmente, esta crónica urbana ocupó un lugar inmerecido en las páginas del más hermoso suplemento dominical que yo tenga memoria y que acabé por sentir tan mío como si fuese un curicano de tomo y lomo. Eso sí que es una patudez de mi parte, pero tanto Juan Pablo como don Carlos me alentaron a sentir aquello.
Tras el regreso de vacaciones de Juan Pablo, comenzó nuestra enfervorizada sociedad etílico - creativa. Cuántas veces don Carlos se habrá sentido como dios creador viendo cómo el diablo se encargaba de juntar a sus benditas criaturas. Disparatadas crónicas dominicales escritas a dos manos, un Curicó Intimo que sólo existió en nuestras alcoholizadas cabezas, viejas historias del Mataquito retocadas para despertar la tirria de los más tradicionales (no necesariamente lo más viejos) como Julio Ulloa Lufín y las loas de los más iconoclastas como Juanito Bedos. Sin olvidar, por cierto, ese pedacito de la contraportada que me concedió don Carlos para que diariamente lo salpicara con la sangre de la Bitácora Policial (en más de una ocasión, las autoridades reclamaron por mi exceso de amarillismo, juicio que hasta el propio Juan Pablo compartía). Aparte de un par de tirones de oreja, don Carlos nos aguantó todo eso y mucho más. Varias veces puso su cara para librarnos de poner la nuestra, disfrazó nuestras omisiones como detalles sin importancia y exageró con generosidad los aciertos que tanto Juan Pablo como yo logramos por obra de la suerte. No dudaba en gastar sus pesitos para celebrar en las fuentes de soda de Merced, Yungay o Prat, con pasteles, galletas y bebidas de fantasía, el hecho de que contribuyéramos con nuestro esmirriado periodismo a hacer más curicana la tierra que nos daba el sustento. Lo mucho o poco que lleguemos a ser en lo que nos resta de vida, se lo debemos en parte a nuestro Sensei y creo que como acto de justicia debemos levantar las copas en su nombre, para recordar sus dichos, retadas, lisonjas, amores clandestinos, chistes de media voz y, por cierto, paleteadas monumentales.
Don Carlos Pozo, el hombre maravillosamente imperfecto que le aventó un nuevo aliento a una vida que se agotaba, se lo merece.
2 Comentarios
No recuerdo cuando fue exactamente que mi amigo Claudio Rodríguez me envió este texto dentro de un correo cualquiera.
ResponderEliminarSe percibía muy afectado, y el texto era tan emotivo, y se refería con tanto cariño y nobleza hacia una persona a su vez tan generosa y tan noble, que no pude menos que extraerlo y dejarlo junto al resto de sus escritos como una más de esas maravillas impremeditadas que afloran cada cierto tiempo desde el alma de los buenos escritores.
Ayer, al buscar una imagen apropiada para acompañar el texto, me topé con esta hermosa fachada de ese diario donde nuestros amigos mencionados pasaron largas jornadas tecleando sus sueños periodísticos. Lo triste es que tras esta foto había una segunda foto donde se mostraba este mismo edificio completamente pulverizado por el terremoto de febrero pasado.
Se fue don Carlos, se alejó Claudio, se apagaron muchos sueños, se destruyó el edificio, pero quedó este bello escrito como huella imborrable de esos pasos.
Buscando en Plumas textos que aún no he leído, me encuentro con este relato de Claudio y por supuesto una vez mas me llega hasta el alma este verdadero canto a la amistad y al reconocimiento hacia aquellos que mas de alguna vez tendieron su mano con total desinterés para levantar al débil y transmitirle su propia fuerza interior.Aunque este texto fue escrito hace ya bastante tiempo,su vigencia es eterna.
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