Sí, el autobús es ruidoso. Los hombres que regresan del trabajo huelen mal y vas en el mismo asiento de ayer. No hay belleza en esas calles sucias cuyo único anhelo puede ser volverse grises. No suena una melodía jovial en tu mente. El conductor ha frenado con ira. El acento de las mujeres que van a tu lado es tan encendido por la queja como los colores de sus blusas. Eso es todo porque le hace falta todo a tu ciudad a esta hora de la tarde con olor a pobre diablo en ese capazón de la pobreza llevándote al departamento. Tienes que subir seis pisos con la mochila insoportable. No aguantas los pies por andar vendiendo tantos libros. El único poeta al quieres leer es el almohadón de tu cama. Pero sabes que no podrás dormir tampoco esta noche. Hace días que ahí está esa historia alfombrando con su atmósfera tu sueño. Ocurre en Japón, en el patio de una casona blanca.
Ya sabes su nombre, te lo aprendiste hace un mes cuando ella apareció. Por eso en ese instante en que tomas un café cargadísimo y te acomodas en la mesa para burlar el dolor de tus talones, para traerla, dices Yuki. Entonces sale de un rincón del jardín con una florecilla que va muriendo en sus dedos. Espera a que todos terminen, a que el abuelo, luego el padre, el hermano, la madre y al último su cuerpo, entre en una tina fría, con agua cenicienta y espuma nauseabunda. Sólo eso es de ella, pero también las nubes que a finales de noviembre sueltan copos de un hielo que a Yuki le gusta recibir porque son puros, no como esas olas de líquido grasiento en el que debe bañarse según los usos y las costumbres milenarias. De todas maneras ya le debe su vida al emperador, pero no importa –podría pensar –, siete años no son nada. Apenas se acuerda de las últimas tres floraciones del cerezo y tú, que acabas de llegar de un trabajo terrible en una ciudad al otro lado del mundo, lo sabes. Contigo es diferente, por eso no le das diálogo a esa niña de ojos rasgados, no tiene nada que ver con tu mirada amarilla. Tú eres capaz de describir las formas de su kimono sucio por andar escondiéndose entre las ramas con lodo; puedes hasta decir que su cabello no cae, casi flota antes de la lluvia, como hacen las libélulas, si la pequeña corre sin lograr escapar de ese baño que según su familia la purifica. En cambio tus parientes están lejos, sobre todo tu padre que no te dejaba venir a este horizonte, pero era eso o quedarte para siempre detrás del mostrador mirando las montañas mudas. Por eso piensas en las otras, tan diferentes, tan tristes como tú esperando lo que nunca podrán darles: agua caliente, pura, sin las huellas de nadie más, sin la conclusión de un sueño roto en el cuerpo. Al menos tú ya no eres una niña. Sin embargo nunca irás a Japón y nadie, nunca, premiara tus libros. Acabas de borrar el último. Te convencieron de que no sirve, no quisieron publicarlo. Así que desaparecerlo fue tan fácil como cerrar los ojos –igual que Yuki– y entregarte al olvido, o peor aún, a un aborto espontáneo, otro más, cuando te rindes, colocas el dedo con fuerza en enter y te vas con el almohadón a seguir siendo desgraciada.
6 Comentarios
Sinceramente hermoso. Felicitaciones y es un placer leerla.
ResponderEliminarSaludos
El poder evasivo y transgresor de las palabras a veces no alcanza para subvertir la tragicomedia de los días.
ResponderEliminarUn relato complejo, duro como una roca filosa en medio del sendero.
Felicitaciones querida Alma.
Qué fuerte y bien escrito.
ResponderEliminarSimplemente conmovedor. Uno blog sorprendente.
Saludos desde Colombia.
Arturo Mozzani
Profundo, hermoso y admirable.. por un millón de razones.
ResponderEliminarMe encantó ♥
La pestilencia de las circunstancias inevitables del diario vivir no se borran completamente en las ensoñaciones, sino que la recubren de un hálito de desesperanza. La literatura es finalmente más realidad que ficción.
ResponderEliminarMuy bien escrito. Un abrazo Alma.
Me atraparon las cerezas congeladas al natural que ilustra el post pero lo más exquisito es la narración en sí, no me cabe dudas.
ResponderEliminar