PABLO CINGOLANI -.
Bajando desde El Alto, cerca de las 7:30 de la mañana, nos cortejamos con un espectáculo único, y tan intenso que intentaré describirlo –a veces es imposible, pero sabemos que para eso, para aventurarnos, están las palabras. Ya habíamos dejado atrás La Ceja, las casetas del peaje vehicular, El Mirador turístico y la Curva del Diablo –el último santuario, signo de los tiempos: sucede de repente, sin aviso, cuando la autopista que baja a la ciudad semeja una pista de despegue de aviones, y la hoyada se abre, se abre hacia la inmensidad, y uno, si mira hacia el sur y abre su mente, comienza a volar…
No hay nada mejor que los ojos para abarcarlo todo, y lo que ves desde allí a nada se parece. Lo primero que te impacta es una línea blanca rotunda, trazo grueso, compacta y eficaz: como una flecha partiendo el cosmos, una línea colosal y alba, tan pura como los sentimientos más puros, que ordenaba un panorama tan sublime que no puedes dejar de admirarlo y que te conduce a ese silencio sideral donde todo es verdad. Es que estás asistiendo, una vez más, al siempre cambiante y siempre eterno amanecer en la hoyada, el hueco sagrado de estas montañas sagradas.
La línea blanca, decía, parte en dos la visión: arriba, están la mole descabezada del Mururata –el cerro rebelde-, y absorbiendo cada rayo del sol que se va alzando, envuelto en el gélido aliento de los poderes que lo levantan hasta lo más alto, brillando como aquella ballena mítica, puro hielo milenario y pura piedra, te arrebata esa imagen del Illimani, que es estremecedora por donde la sientas.
Es tanta su presencia que, por un momento, te sacude la sensación de que no hay en el mundo nadie más que tú y la montaña. Es tanta su majestad inabarcable que ese momento se extiende y se vuelve eterno y aunque efímero, no por ello deja de ser eso: la eternidad y sus contornos, la eternidad y su suave golpe que te sacude por sobre todo lo mezquino, lo fatuo, la intrascendencia. Aunque dure un minuto, somos seres humanos frente a la divinidad descarnada, la divinidad que es potencia y acto a la vez, la divinidad, muchacho, que te toca con sus dedos mágicos, sus latidos, su memoria de volcán, su piel de titán, sus faros.
Es tanta la belleza del cerro, una belleza de génesis, una belleza que resulta inconcebible corromperla, una belleza despojada de otro atributo que no sea esa misma belleza, que te sigue elevando, ya estabas volando y vuelas más, más arriba como quería San Juan de la Cruz, y así terminas transportado a un cielo de un azul tan puro y tan azulado que, otra vez, vuelves a suspender el aliento y te arrebatan de nuevo esos impulsos de maravilla que sólo pueden descargar en tu cerebro, las cosas de los dioses, estas cosas que voy intentando narrarte –a ver si las palabras saben acompañarme.
Si todo esto, ya no fuera suficiente para conmoverte hasta el extremo de desear ser pájaro, cóndor, el primer hombre que se extasió con el gigante que resplandece, debajo de la línea blanca, debajo de las nubes de arriba tan bien trazadas estaban las nubes de abajo, danzando, danzando con pasión estas nubes mágicas.
Anotaré una conjetura climática: las nubes de arriba venían del norte y del oeste; eran una multitud de nubes raspadas de las cumbres de los nevados de la Cordillera Real, desde el Illampu hasta El Alto, hasta el Huayna, nubes de pura nieve, de allí que fueran tan blancas. Las nubes de abajo eran un hervidero de nubes ébano, alabastro, titanios: a éstas nubes las conozco bien porque debajo de ellas, está mi morada. Vienen del sur, tal vez descolgadas del Illimani mismo pero cargadas de otras materias, otro latir, no lo sé. Lo que sí sé es que pugnan, se trenzan, libran imaginarias batallas, se imantan por subir, por ascender, tras que rebasan la línea de los cerros –esas formaciones rojizas, bellísimas- que se abren a partir de lo que es el barrio Amor de Dios, donde el río Choqueyapu comienza a encañonarse, pasando por debajo de Aranjuez, de Mallasa y de Jupapina, para reaparecer en Lipari, ya como río La Paz.
Las nubes, estas nubes gitanas, suben al revés de la corriente del río y si el panorama que observabas encima de las nubes de arriba eran la soledad invencible del Illimani y el cielo hasta la estratósfera, debajo, en el territorio del revoltijo de nubes que pasan por la ventana de mi casa y se meten en la hoyada, lo que ves es también increíble: el sol, que comienza a subir, va iluminando esta madeja de aliento divino y la luz se descompone en cien mil tonalidades, y ves todos los azules imaginados e inimaginables combinados con todos los amarillos, y al rebotar la luz en las montañas, los ocres, los bermejos, los sueños.
Digo sueños, porque arriba, el cosmos se siente inalterable, eterno otra vez es la palabra precisa, ya hecho para siempre. Nada puede destruir tanta imponencia. Pero debajo, debajo de lo eterno, bulle esta atracción inverosímil entre miles de nubes, abigarradas, de todos los tamaños y formas, que contrapunteando con los colores de los cerros y la luz de Tata Inti que las besa, danzan.
La geografía danza. El espacio danza. El cosmos danza, allí abajo. Y por ello, te sientes dentro de un sueño. Un sueño, imposible de soñar, si no es así: con los ojos bien abiertos. Y sueñas que estás dentro del sueño de un mundo que se está haciendo, está renaciendo, como cada día, está siendo otra vez el mundo. Un mundo en tensión, un mundo que se está pariendo, un mundo que se está creando. Es de vértigo: la luz varía tenue pero tenazmente la escena a cada rato, las nubes se deshilachan, los colores estallan aquí y allá, alguien está jugando a armar el mundo, a resucitarlo. Y sí: será, es la Diosa Madre de la Tierra; será, es la Pachamama, la que está haciendo sus cosas de amanecida, la que está despertando a sus hijos, y nos arropa con sus magias.
Así cuando ya has visto tanto que podrías dormitar dos eras geológicas e igual al despertar los prodigios seguirían amarrados a tus ojos, cuando ya bajaste del cosmos al caos y sentiste que se fusionan sin fisuras en la pacha, cuando terminas de bajar la vista, cuando caes agotado y dejas de volar, la ves, allí está, es ella, una vez más: la ciudad de La Paz –la inmemorial Chuquiago Marka.
Y cuando la ves, la viste mil veces pero ahora la ojeas así, tan cuajada con el cosmos, aunque sabes que allí ocurren las cosas de los hombres, las pequeñas cosas de los hombres, la emoción te inunda –a veces, hasta llorar.
Porque es un milagro, un milagro humano, esta ciudad de La Paz, este Chuquiago Marka, pero en un ámbito donde es fácil saberlo, rozarlo, sentirlo: son las cosas de los dioses las que lo dominan, son su imperio y su conmovedor aliento lo que lo impregna todo, es su morada la que habitamos, ellos nos han dado licencia y eso nunca, jamás de los jamases, deberíamos olvidarlo.
Recuérdalo siempre: la ciudad que tapiza el valle, la ciudad que surge entre las nubes, la ciudad que amparan las montañas, no es de nosotros, es de ellos. Y nunca dejará de serlo. Ellos y la pacha son los que a veces la elevan más cerca del cielo, pero otras veces la abajan, la hacen deslizarse, haciéndola temblar como si la urbe fuera una frágil flor de retama.
Tal vez de allí, su magia.
Morando en estos lugares donde la divinidad te hace sombra, te acaricia y te acecha, uno puede sentir que todo lo que hoy se levanta atrevido y osado, todo eso puede caer y devenir barro, dolor y espanto, todo puede desaparecer acaso. Pero, y esta es la magia esencial de la bendita hoyada, de las comarcas donde el Illimani se yergue como el monarca perpetuo de cada partícula de existencia, cada kiswara, toda luz, toda noche, todo tiempo, todo, todo: sientes aquí que si el mundo cae, si el mundo se licua y se arrastra, si el mundo cede, es sólo para volver a nacer, reencarnado, reencantado de sí, más pleno, más amado, más puro.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 10 de abril de 2011
Foto: Chuquiago Marka - La Paz, Bolivia.
6 Comentarios
Pues sí te han acompañado las palabras, me he quedado sin respiración, conmovida, ante la belleza de las descripciones, la profunda conexión con la naturaleza y la sabiduría que transmites en tu relato.
ResponderEliminarGracias!!!
aH! Increible relato. Se lo enseñaré a mi esposa que es de esas maravillosas tierras y desea visitarlas pronto. Se emocionará tanto como yo que no estuve nunca por ahí.
ResponderEliminarAl comienzo dice que intentará describirlo.. y vaya que lo consigue!! Una descripción maravillosa que atrapa la esencia de la belleza de la naturaleza. Sinceramente genial.
ResponderEliminarLa mirada de Cingolani es tan lúcida, sensible y abarcadora que logra atrapar y describir con pictórica poesía todo su entorno natural.
ResponderEliminarUn texto prodigioso.
Pablo, por un momento he sentido el abrazo de una de esas nubes sobre mi cuerpo y me he sentido bien. He sentido toda la maravilla que describes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Imposible no dejarse atrapar por la magia de sus letras, de inmediato nos transporta a ese maravilloso lugar que tuvo el honor de ver con sus ojos y apreciar con su alma. Gracias.
ResponderEliminarLaura