JORGE MUZAM -.
Mis horas de clases solían estar tan dispersas como mi voluntad para marcharme de aquel colegio. Como profesor sin influencia alguna en la asignación horaria, me tocaban las horas más desparramadas, que eran como islotes vacíos que debían ser rellenados de cualquier forma. A veces entraba a las ocho de la mañana y salía a las 8:45. Luego, debía volver a las 11:15 y salir a las 12. Un poco más tarde, desde las 14 a 15:30 horas, debía impartir mis clases de Ciencias Sociales a los cuartos medios. Irme a casa tras cada hora de clases me habría salido una fortuna en locomoción, por lo que mis ratos libres los pasaba conversando o leyendo en un kiosco cercano al colegio.
Atendía el boliche una mujer rubia y muy atractiva de unos cuarenta años. En sus ratos sin clientes, que eran la mayoría, miraba el muelle y el horizonte como quien añora mejores tiempos. Amable y culta, no me costó entablar con ella conversaciones cada vez más fluidas. Supe de sus problemas familiares y económicos, de su buena crianza, de las perspectivas de sus hijos, de sus lecturas, sus miedos, sus sueños, sus comidas y películas favoritas, sus opiniones políticas y religiosas, supe de su pasado como ejecutiva empresarial de alto nivel e incluso de su vida conyugal. Buena parte de todo lo que significa vivir en San Antonio para una familia típica de clase media se me mostró explícitamente a través de sus palabras.
Su principal preocupación, como toda madre, eran sus hijos, ya bastante crecidos, que no encontraban su destino. Sus hijos eran dos jóvenes muy altos, pálidos y flemáticos, que a veces atendían el kiosco, pero que no se dignaban a mirar a nadie a los ojos ni menos agradecer la compra. Llegué a saber de ellos casi tanto como su propia madre. Buenos chicos sin duda, pero algo perdidos en la vida.
Cada día de la semana, entre sucesivos cafés y cigarros, me quedaba sentado en ese soleado rincón del kiosco esperando una siguiente hora de clases. Eso me permitía observar el cambiante trato que la dueña tenía con sus múltiples clientes. Con los más pobres y desarrapados era fría e indiferente; con los vendedores era práctica y cortante; con los alumnos no mediaba palabras, solo recibía el dinero y entregaba lo solicitado; con los profesores era lo justamente amable, pero no establecía mayor relación; con las personas rubicundas y bien vestidas que pedían su compra con resolución, era solícita y daba infinitas gracias; cuando señoras de largos abrigos y caros perfumes pasaban a saludarla, invitarla o comprarle algo, salía rápidamente de su mostrador a recibirlas con besos y abrazos, las invitaba a sentarse y les ofrecía todo tipo de atenciones.
Conmigo era amablemente sincera, y aunque intentaba mostrarse tolerante frente al mundo, a través de sus palabras y gestos podía inferirse claramente el asco que le causaban los pobres, morenos, pequeños, indios, rotos y malformados.
A las niñas del colegio o a las vagabundas que hacían la cimarra las atendía desde la mayor lejanía, espantada ante la danza de piojos en sus cabezas, o ante la sarna de sus manos y antebrazos. Luego se lavaba con abundante jabón y esparcía un spray desinfectante sobre el vacío que dejaban sus andrajosos clientes.
Podríamos decir que era una persona socialmente respetable y limpia, salvo por su visión clasista del mundo. Para ella, el clasismo era una forma natural de ordenar la sociedad. Consecuente con esa postura, no estaba del todo de acuerdo con que su hijo se hiciese tan amigo de un temido neonazi sanantonino. Y no era porque estuviera abiertamente contra los grupos neonazis, a quienes no lograba entender del todo, sino porque este chico en particular era muy pobre.
Hablaba con irritación y repugnancia cuando se refería a él, pues al ser amigo de su hijo tenía que necesariamente permitirle la entrada a su hogar. Ver al neonazi pobretón caminando o sentado dentro de su límpido hogar era una afrenta, como si estuviera ensuciando el aire y las cosas quedaran manchadas de miseria. Permitir a un pobre ingresar al hogar involucra que los demás vecinos y conocidos contemplen el espectáculo de un tropiezo. Es como si se hubiera bajado la guardia. Los ciudadanos respetables cuidan sus sillones, sus muebles y sus aparatos y bajo ninguna circunstancia quisieran ver sentados en sus mullidas comodidades a un atorrante, ni menos, y hay que ver el asco que experimentan, de verlo ocupando el baño de su casa o limpiándose las manos con la toalla de mano. Cuando se marcha, el baño es rápidamente desinfectado y la toalla ocupada es lanzada con pinzas al basurero. A la mujer le molestaba, además, que ese chico tuviera ideas y las expresara con seguridad. Los jóvenes menesterosos no suelen tener seguridad ante nada y solo rapiñan amparados en la complicidad del silencio y el descuido. Pero ese joven harapiento se plantaba delante de las personas y les decía: ¡ustedes están equivocados!, antes de lanzar sus exóticas ideas. La rabia de la mujer se asociaba al temor de que su propio hijo cayera víctima de una paliza por ser vinculado a tales pandillas.
Tuve la oportunidad de explicarle a la kiosquera mi conocimiento sobre el mundo de los neonazis. Quedó más tranquila, sabiendo que la fortaleza de la educación y los valores que desde pequeños les había traspasado a sus hijos eran suficiente razón para mantenerlos a buen resguardo de influencias sin trasfondo.
¿Por qué conmigo se mostró más afable? No lo sé. Puede haber sido una conexión natural de caracteres concordantes, o probablemente el hecho de que yo proviniese del campo me convertía ante sus ojos en una especie de mestizo parcelero rico que hacía clases por extravagancia. Pude mostrarle más de algún escrito mío y sus críticas dejaron entrever a una lectora avezada y sensible, pues logró entender el sentido profundo de mis obras.
(Fragmento de mi novela El tufo de los peces muertos)
5 Comentarios
Sé por las incontables historias de mis tías que hace años que ejercen como docentes las miles de injusticias que hay que bancarse una vez que estás dentro de la institución. Desde mi propio puesto de trabajo asisto a otras tantas que dan color a mis días. Muchos chismes, dimes y diretes, mucha corruptela e inoperancia. No hay día en que nos encontremos que no digan cuánto ansían su retiro pero saben que para eso faltan años!! Asfixiante.. frustrante! Pareciese que nada puede hacerse por cambiar o mejorar, pero no es tan así.. asún quedan algunos con ganas y fuerzas.. Aún quedan chicos por los que vale la pena ir a clases y yo hacer mi trabajo.
ResponderEliminarPor otra parte, gente con la cual congeniar se puede encontrar en cualquier sitio. La clave es estar abiertos al intercambio de ideas y desarrollar una buena intuición.
Saludos.
Ojalá pronto podamos leer ese libro..
Dentro de su crudeza, el texto es impecable en su escritura. Una amargura sobria que invita a avanzar en la descripción de este maestro que mata el tiempo examinando un entorno amargo y solapadamente violento. De paso, logra esbozar a la perfección el personaje de esa mujer clasista, l vuelve cercana, querible y un tanto repulsiva.
ResponderEliminarGracias, amigo.
Hola Jorge. Excelente relato. Parece que retratas a gente de mi misma ciudad. Así te ven así te tratan. Por desgracias existen ese tipo de personas, clasistas e impertinentes.
ResponderEliminarEres un gran observador y un magnífico expositor de lo que ves. Te preguntas que por qué contigo fue tan amable. Pues te lo voy a decir, porque irradias seguridad y confianza, porque, apuesto, a que miras directamente a los ojos y que hablas con mesura con una voz firme y sin equívocos. Y porque eres y te muestras como los verdaderos hombres.
Un fuerte abrazo.
Encuentras gente que vale la pena allí donde sólo hay desperdicio, del mismo modo, buena gente te encuentra y se maravilla con lo que sos cuando todo parece indicar que no hay nada nuevo, diferente, auténtico.
ResponderEliminarEl mundo mismo es un basurero del que rescatamos personas afines que convertimos en nuestros amigos y amantes. Muy interesante lo que cuenta, da para pensar tambien en lo mal que anda el sistema educativo.
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